Cuando dejé la
universidad tenía veintidós años. Podía elegir libremente mi carrera y lo hice
con mucha prontitud. Es cierto que después renuncié a ella con igual fervor,
pero nunca lamenté aquellos dos años juveniles de experiencias confusas y
agitadas, pero también agradables y provechosas. Me gustaba la teología y en
mis últimos años de universidad había sido un apasionado lector del doctor
Channing [1]. La suya era una
teología grata y sustanciosa; parecía ofrecer la rosa de la fe deliciosamente despojada
de sus espinas. Y además (porque me inclino a pensar que eso tuvo algo que ver
con ello) le había tomado cariño a la vieja Divinity School [2]. Yo siempre había tenido en cuenta
lo que hay detrás del drama humano de la vida y me pareció que podría
representar mi papel con bastantes probabilidades de éxito (al menos a mi
entender) en aquella aislada y tranquila sede de casuística moderada, con su
respetable avenida a un lado y su vista de verdes campos y en contacto con acres
de bosques al otro. Cambridge [3],
para los amantes de los bosques y la campiña, ha cambiado a peor desde
entonces, y su recinto ha perdido mucho de su quietud mitad pastoril mitad
escolástica. Entonces era un centro docente rodeado de bosques... una mezcla
encantadora. Lo que es ahora no tiene nada que ver con mi historia; y estoy convencido
de que todavía hay jóvenes a punto de graduarse y obsesionados por cuestiones
doctrinales que, cuando se pasean por allí cerca en los atardeceres de verano,
se prometen que más adelante disfrutarán con calma de sus excelentes
condiciones. Por lo que a mí respecta, no me decepcionó. Me instalé en una
espaciosa habitación cuadrada y de techo bajo con ventanas de alféizar profundo
formando banco; colgué en las paredes grabados de Overbeck y Ary Scheffer [4]; ordené los libros según un
elaborado sistema de clasificación en los nichos que había a ambos lados de la
alta repisa de la chimenea, y me puse a leer a Plotino [5] y a san Agustín. Entre mis compañeros había dos o tres de talento
y buenos camaradas con los que de vez en cuando bebía una copa junto al fuego;
y entre arriesgadas lecturas, profundas discusiones, libaciones
escrupulosamente de poca importancia y largos paseos por el campo, mi
iniciación en el misterio clerical progresó de un modo bastante agradable.
Hice especial amistad
con uno de mis camaradas y pasábamos mucho tiempo juntos. Por desgracia tenía
una dolencia crónica en una rodilla que le obligaba a llevar una vida muy
sedentaria y, como yo era un andarín metódico, eso se interpuso de alguna
manera en nuestras costumbres. Yo solía salir habitualmente a dar mi paseo
diario sin más compañero que mi bastón en la mano o el libro en el bolsillo.
Pues siempre me había bastado con estirar las piernas y respirar sin límites el
aire libre. Tal vez debería añadir que el poder disfrutar de un par de ojos de
lince era para mí un placer comparable al de cualquier compañía. Mis ojos y yo
éramos excelentes amigos; observaban incansablemente todos los incidentes del
camino y, con tal de que ellos se distrajeran, yo me daba por contento. Lo
cierto es que, debido a sus costumbres inquisitivas, tuve conocimiento de esta
notable historia. Gran parte de la campiña que rodea a la vieja ciudad
universitaria es todavía muy bonita, pero lo era mucho más hace treinta años.
La multitudinaria irrupción de numerosas viviendas de cartón piedra que ahora
adornan el paisaje, en dirección a las Waltham Hills, bajas y azules, todavía
no había ocurrido; no había ningún elegante cottage
que pusiera en evidencia a los prados venidos a menos y a los huertos cubiertos
de maleza... una yuxtaposición con la que, en años posteriores, ninguno de los
elementos en contraste ha salido ganando. Ciertas encrucijadas tortuosas eran
entonces, por lo que recuerdo, más intensamente rurales por supuesto y las
viviendas solitarias en las largas laderas cubiertas de hierba junto a ellas,
bajo el habitual olmo alto que curvaba su follaje en pleno aire, como las
espigas caídas hacia fuera de una ceñida gavilla de trigo, permanecían con sus
cubiertas de tablillas derribadas, sin ningún conocimiento anticipado de la
moda de los tejados franceses: viejas campesinas arrugadas por el paso del
tiempo, podríamos llamarlas, luciendo tranquilamente la cofia del país, sin
soñar nunca con tocados cada vez mayores ni exponer indecentemente sus frentes
venerables. Aquel invierno fue lo que se llama «abierto»; hizo mucho frío, pero
hubo poca nieve; los caminos estaban firmes y despejados y casi nunca me vi
obligado a renunciar a mi ejercicio a causa del tiempo. Una tarde gris de
diciembre lo había intentado en dirección a la ciudad contigua de Medford y
desandaba lo andado tranquilamente, cuando al ver los tonos pálidos y fríos —de
color ámbar transparente y rosa desvaído— que, como es costumbre en invierno,
cubrían el cielo al oeste, recordé la sonrisa escéptica en los labios de una
mujer hermosa. Llegué, cuando ya empezaba a oscurecer, a un camino estrecho por
el que nunca había pasado antes e imaginé que por él podría acortar la vuelta a
casa. Me encontraba todavía a unas tres millas de distancia; se me había hecho
tarde y pensé que agradecería no tener que recorrer más de dos millas. Me
desvié, anduve unos diez minutos y entonces me di cuenta de que el camino
parecía muy poco frecuentado. Las rodadas no parecían recientes; el silencio
parecía particularmente perceptible. Y sin embargo un poco más adelante había
una casa, de modo que, hasta cierto punto, aquello debió haber sido una
carretera. A un lado había un terraplén natural, elevado, en lo alto del cual
se encaramaba un manzanal, cuyas ramas enmarañadas formaban una especie de
tosco encaje negro, a través del cual flotaba indiferente el poniente rosado.
Poco después llegué a la casa y en seguida me di cuenta de que me interesaba.
Me detuve frente a ella y la observé con atención, sin saber muy bien por qué,
con una vaga mezcla de curiosidad y de timidez. Era una casa como la mayoría de
las que había por allí, con la salvedad de que, indudablemente, era una bella
muestra de su estilo. Se levantaba sobre una ladera cubierta de hierba y tenía
a un lado su alto olmo moderadamente inclinado y a su espalda la vieja tapadera
negra del pozo. Pero era de amplias dimensiones y su madera daba una notable
impresión de solidez y de resistencia. Debía ser bastante antigua, además, pues
el maderamen de la entrada y de debajo del alero, esmerada y abundantemente
tallado, remitía a mediados, por lo menos, del último siglo [6]. Hace tiempo debió estar pintada de
blanco, pero la ancha espalda del tiempo, apoyada en las jambas durante un
centenar de años, había dejado al descubierto la fibra de la madera. Detrás de
la casa se extendía un huerto de manzanos, más nudosos y fantásticos de lo
habitual, que en la oscuridad cada vez mayor parecían marchitos y exhaustos.
Todas las ventanas de la casa tenían los postigos oxidados y las persianas sin
tablillas, y estaban herméticamente cerradas. No había ningún indicio de vida
en ella; parecía vacía, sin muebles y desocupada, y sin embargo, al
aproximarme, me pareció que tenía algo que me era familiar... una elocuencia
audible. Siempre he pensado que la impresión que me causó a primera vista
aquella vivienda colonial gris fue una prueba de que a veces la inferencia puede
ser muy parecida a la adivinación; pues, después de todo, no había nada en apariencia
que justificara la muy seria inferencia que hice. Retrocedí y crucé el camino.
La última luz roja del crepúsculo se liberó, como si fuera a desvanecerse, y
por un momento se posó débilmente en la fachada antaño plateada de la vieja
casa. Alcanzó, con regularidad perfecta, la serie de pequeños cristales de la
ventana en forma de abanico que había sobre la puerta y centelleó
increíblemente. Luego se extinguió y dejó aquel lugar mucho más sombrío. En
aquel momento me dije, profundamente convencido: «La casa realmente está
encantada».
No sé por qué lo creí
inmediatamente y, mientras yo no estuviera encerrado dentro, la idea me gustó.
La sugería el aspecto de la casa, que lo explicaba todo. Si me lo hubieran
preguntado media hora antes, habría contestado, como correspondía a un joven
que categóricamente tenía una opinión jocosa de lo sobrenatural, que tales
cosas no existen. Pero la vivienda que tenía ante mí daba un sentido vivo a
aquellas palabras vacías: había sido espiritualmente asolada.
Cuanto más la miraba,
más intenso parecía el secreto que guardaba. Di una vuelta a su alrededor,
traté de echar una ojeada aquí y allá, a través de alguna rendija entre los
postigos, y tuve una satisfacción pueril al apoyar mi mano en el pomo de la
puerta y hacerlo girar poco a poco. Si la puerta hubiera cedido, ¿habría
entrado? ¿Habría penetrado en aquella silenciosa oscuridad? Afortunadamente, mi
audacia no fue puesta a prueba. La puerta era increíblemente sólida y no pude
ni siquiera moverla. Al fin me alejé de la casa, echando de vez en cuando una
mirada atrás. Continué mi camino y, después de andar más de lo que había
esperado, llegué a la carretera. A cierta distancia del punto en el cual se
metía el largo camino que he mencionado, había una casa cuidada y de aspecto
confortable, que podría ponerse como modelo de casa de ningún modo encantada,
que no tenia secretos siniestros y que no conocía más que prosperidad
rebosante. Su nítida pintura blanca saltaba a la vista fácilmente en la oscuridad
y a su porche cubierto de parra le habían puesto un toldo de paja para el
invierno. Un viejo calesín de un caballo, ocupado por dos visitantes que se
marchaban, abandonaba la puerta y, a través de las ventanas de la casa sin
cortinas, vi una sala de estar iluminada por una lámpara, y en ella una mesa
con un servicio de té, que había sido improvisado para los invitados. La dueña
de la casa había salido hasta la puerta con sus amigos; se quedó allí después
de que el calesín se pusiera en marcha entre chirridos, en parte para ver cómo
se alejaban y en parte para dirigirme una mirada inquisitiva cuando yo pasaba
en la penumbra. Era una mujer joven y bonita, avispada y con ojos oscuros de
lince, y me arriesgué a detenerme para hablar con ella.
—¿Podría usted decirme
a quién pertenece esa casa de allá abajo junto al camino, a eso de una milla de
aquí... la única que hay?
Me miró fijamente un
momento y me pareció que se sonrojaba un poco.
—La gente de por aquí
no va nunca por ese camino —dijo lacónicamente.
—Pero es un atajo
para ir a Medford —respondí.
Sacudió levemente la
cabeza.
—Es posible que
resulte el camino más largo. En todo caso, no lo usamos.
Eso era interesante. Una
próspera ama de casa yanqui [7]
debía tener sus buenas razones para desdeñar el ahorro de tiempo.
—Pero usted, por lo
menos, ¿conoce la casa? —le dije.
—Bueno, la he visto.
—¿Y a quién
pertenece?
La mujer se echó a
reír y apartó la mirada, como si fuera consciente de que para un forastero sus
palabras podía parecer que tenían un dejo de superstición campesina.
—Supongo que pertenece
a quienes están en ella.
—Pero ¿es que hay
alguien en la casa? Está completamente cerrada.
—Eso da lo mismo.
Nunca salen y nadie entra.
Y dicho esto, la
mujer se volvió. Pero yo puse mi mano sobre su brazo, respetuosamente.
—¿Quiere usted decir
que la casa está encantada? —le pregunté.
Se apartó, colorada,
se llevó un dedo a los labios y entró corriendo en la casa, donde un momento
después corría las cortinas de las ventanas.
Durante unos días
pensé reiteradamente en aquella aventurilla, pero me dio cierta satisfacción
mantenerla en secreto. Si la casa no estaba encantada, era inútil revelar mis
antojos imaginativos y resultaba agradable apurar la copa del horror sin ayuda
de nadie. Decidí, por supuesto, pasar de nuevo por aquel camino; y una semana
más tarde —era el último día del año— volví sobre mis pasos. Me aproximé a la
casa tomando la dirección opuesta y me encontré ante ella aproximadamente a la
misma hora que la otra vez. Anochecía, el cielo estaba bajo y gris, el viento
gemía sobre la tierra dura y pelada, y formaba lentos remolinos con las hojas
ennegrecidas por la helada. Allí estaba la deprimente mansión, congregando a su
alrededor, al parecer, el crepúsculo invernal para enmascararse en él,
inescrutablemente. Apenas sabía con qué propósito había ido, pero tenía la vaga
sensación de que si esta vez pudiera girar el pomo y abrir la puerta, haría de
tripas corazón y la cerraría tras de mí. ¿Quiénes eran los misteriosos
habitantes a los que había aludido aquella buena mujer en la esquina? ¿Qué
había visto u oído?... ¿qué se contaba? La puerta se mostró tan tenaz como la
vez anterior y, pese a mis insolentes y desmañados manoseos de los pestillos, no
conseguí abrir ninguna ventana del piso alto ni que apareciese ningún rostro
extraño y pálido. Me aventuré incluso a levantar el oxidado llamador y dar
media docena de golpecitos, pero estos sólo hicieron un sonido apagado, sordo,
y no provocaron ningún eco. La familiaridad es causa de desprecio [8]; no sé lo que habría hecho después
si, a lo lejos, en la carretera (la misma que yo había seguido), no hubiese
visto una figura solitaria que avanzaba hacia la casa. No quería que nadie me
viera rondando por aquella casa de mala reputación y busqué refugio en las
densas sombras de un pinar cercano, desde donde podría atisbar sin ser visto.
El recién llegado se acercó en seguida y me di cuenta de que venía derecho a la
casa. Era un hombre viejo de escasa estatura, en cuyo aspecto el rasgo más
llamativo era una capa voluminosa, una especie de corte militar. Llevaba un
bastón y avanzaba de una manera lenta, penosa, cojeando un poco, pero con aire
sumamente decidido. Dejó la carretera, siguió las imprecisas huellas de ruedas
y se detuvo a pocas yardas de la casa. La miró fija e inquisitivamente, como si
estuviera contando las ventanas o fijándose en ciertas señales familiares.
Luego se quitó el sombrero y se inclinó, de una manera lenta y solemne, como si
le rindiera homenaje. Mientras se mantuvo descubierto, le eché un vistazo. Era,
como ya he dicho, un hombre diminuto, pero habría sido difícil decidir si
pertenecía a este mundo o al otro. Su cabeza me recordaba vagamente los retratos
del presidente Andrew Jackson [9].
Tenía el cabello gris, tieso como un cepillo, el rostro enjuto, pálido y bien
afeitado, y sus ojos brillaban intensamente coronados de pobladas cejas, que
habían permanecido completamente negras. Su rostro, así como su capa, parecían
pertenecer a un viejo soldado; parecía un militar retirado, de rango modesto;
pero me impresionó porque sobrepasaba el privilegio a ser excéntrico y grotesco
que se atribuye típicamente a tales personajes. Cuando hubo terminado su
saludo, avanzó hacia la puerta, hurgó en los pliegues de su capa, que le
colgaba mucho más por delante que por detrás, y sacó una llave. La introdujo
lenta y cuidadosamente en la cerradura y después, al parecer, le dio una
vuelta. Pero la puerta no se abrió de inmediato; antes el hombre inclinó la
cabeza, puso la oreja, y siguió escuchando, y luego miró a un lado y a otro de
la carretera. Satisfecho y tranquilizado, apoyó su viejo hombro en uno de los
entrepaños hundidos y presionó un poco. La puerta cedió, dando entrada a la más
completa oscuridad. Volvió a detenerse en el umbral y, quitándose el sombrero
de nuevo, hizo otra reverencia. Luego entró y cerró la puerta tras él
cuidadosamente.
¿Quién demonios era y
qué se proponía? Parecía un personaje salido de un cuento de Hoffmann. ¿Era una
visión o una realidad? ¿Un habitante de la casa, un familiar, o un visitante
amigo? ¿Qué significaban, en cualquier caso, aquellas místicas genuflexiones, y
cómo pensaba abrirse paso en medio de aquella oscuridad? Salí de mi escondrijo
y examiné de cerca varias de las ventanas. En cada una de ellas, a intervalos,
se veía un rayo de luz en la rendija entre los dos batientes de los postigos.
Evidentemente, estaba iluminando el interior de la casa. ¿Iba a dar una
fiesta... una juerga de fantasmas? Mi curiosidad aumentaba, pero no sabía qué
hacer para satisfacerla. Por un momento pensé golpear la puerta en tono
perentorio; pero descarté la idea por descortés y calculé romper el maleficio,
si es que lo había. Di la vuelta a la casa y traté, sin violencia, de abrir una
de las ventanas inferiores. Se resistió, pero fui más afortunado, un momento
después, con otra. Había un riesgo, sin duda, en lo que estaba haciendo: el
riesgo de que me vieran desde el interior o —peor— de que yo viera algo de lo
que me arrepintiera. Pero, como digo, me incitaba la curiosidad y estaba muy
conforme con el riesgo. A través de la separación entre los postigos, eché un
vistazo al interior: una habitación iluminada por dos velas en viejos
candelabros de latón colocados sobre la repisa de la chimenea. Al parecer era
una especie de salón trasero, que conservaba su viejo mobiliario, de un modelo
casero y anticuado, consistente en varias sillas y sofás de esterilla de cerda,
algunas mesas de caoba y dechados [10]
enmarcados y colgados de las paredes. Pero aunque la habitación estaba amueblada,
sorprendentemente no parecía estar habitada; las mesas y las sillas estaban en
posiciones rígidas y no se veía ningún pequeño objeto familiar. No podía ver
todo, sólo podía adivinar la existencia, a mi derecha, de una gran puerta
plegable. Al parecer estaba abierta y a través de ella pasaba la luz de la
habitación contigua. Esperé un rato, pero la habitación permanecía vacía. Por
fin me di cuenta de que en la pared opuesta a la puerta plegable se proyectaba
una gran sombra... obviamente la sombra de una figura en la habitación contigua.
Era alta y grotesca, y parecía corresponder a una persona sentada,
completamente inmóvil, de perfil. Me pareció reconocer el pelo de punta y la
nariz muy arqueada del viejo que había visto. Había una extraña fijeza en su
postura; parecía estar sentado y mirando algo con la máxima atención. Observé
un buen rato aquella sombra pero ni por un momento se movió. Al fin, no
obstante, cuando mi paciencia empezaba a agotarse, se movió lentamente, se
elevó hasta el techo y apenas se distinguía. No sé lo que habría visto después,
pero, siguiendo un impulso irresistible, cerré el postigo. ¿Fue por delicadeza?
¿O por pusilanimidad? No sabría decirlo. Sin embargo, me quedé cerca de la casa,
esperando que mi amigo reapareciera. No quedé decepcionado, pues al fin salió,
con el mismo aspecto de cuando llegó, y se despidió de la misma manera ceremoniosa.
(Las luces, ya había observado, habían desaparecido de las rendijas de cada
ventana.) Dio media vuelta frente a la puerta, se quitó el sombrero e hizo una
reverencia sumisa. Mientras se volvía, tuve muchas ganas de dirigirme a él,
pero le dejé ir en paz. Eso, puedo decirlo, fue pura delicadeza... tal vez se
me podría replicar que llegó demasiado tarde. Me pareció que el hombre tenía
derecho a tomar a mal que le observara; aunque mi derecho a observar (si se trataba
de fantasmas) me parecía igualmente evidente. Continué mirándolo mientras
bajaba el terraplén cojeando sin hacer ruido y se iba por la solitaria
carretera. Entonces me retiré pensativamente en dirección opuesta. Estuve
tentado de seguirle a distancia para ver qué era de él; pero eso también me
pareció indelicado; y, además, confieso que preferí coquetear un poco, por así
decirlo, con mi descubrimiento, deshojando los pétalos de la flor uno a uno.
Continué oliendo la
flor, de vez en cuando, pues la rareza de su perfume me había fascinado. Pasé
de nuevo por delante de la casa en el cruce, pero no encontré al hombre de la
capa ni a ningún otro caminante. Parecía mantener a distancia a los
observadores y yo tenía buen cuidado de no cotillear sobre ello: un solo
curioso, me dije, podría llegar a descubrir el secreto, pero no hay margen para
dos. Al mismo tiempo, como es natural, habría agradecido cualquier información
casual que pudiera llegar a mi conocimiento, aunque no me imaginaba de dónde
podría venir. Esperaba encontrar al viejo de la capa en alguna otra parte pero,
como pasaban los días sin que reapareciera, acabé por perder toda esperanza. Y
sin embargo pensaba que probablemente vivía en aquella vecindad, puesto que había
hecho a pie su peregrinación a la casa vacía. Si hubiese venido de algún lugar
distante, seguramente habría llegado en un viejo cabriolé de ancha capota y
ruedas amarillas: un vehículo tan venerablemente grotesco como él. Un día di un
paseo hasta el cementerio de Mount-Auburn, una institución que en aquella época
estaba en mantillas y tenía un encanto silvestre que actualmente ha perdido por
completo. Contenía más arces y abedules que sauces y cipreses y los difuntos
disponían de mucho espacio. No era una ciudad de muertos, a lo sumo un pueblo,
y un paseante pensativo podía caminar por el lugar sin que nada le recordara
pertinazmente lo grotesco de nuestras pretensiones de hacer consideraciones
póstumas. Había salido a gozar del primer anticipo de la primavera, uno de
aquellos suaves días de finales de invierno, cuando la tierra aletargada parece
exhalar la primera fragancia prolongada que indica el final del turno de sueño.
El sol estaba algo cubierto por la neblina y sin embargo hacía calor y el hielo
empezaba a rezumar en los más recónditos escondites. Había estado andando
durante media hora por los senderos tortuosos del cementerio cuando de pronto
percibí una figura familiar sentada en un banco, contra un seto de hoja perenne
orientado hacia el sur. Digo que la figura era familiar porque la había visto a
menudo en mis recuerdos y fantasías; en realidad sólo la había visto una vez.
Estaba de espaldas a mí, pero llevaba puesta una voluminosa capa que era
inconfundible. Allí, por fin, encontraba a mi compañero de visita a la casa
encantada y se me presentaba la oportunidad de hablar con él, ¡si quería
acercarme! Di la vuelta y me dirigí hacia él de frente. Me vio al final del
paseo y permaneció inmóvil, con las manos sobre el puño del bastón, observando
cómo me acercaba bajo sus espesas cejas negras. De lejos, aquellas cejas negras
parecían formidables; eran lo único que yo veía en su rostro. Pero ya más
cerca, me tranquilicé, sencillamente porque me di cuenta en seguida de que
nadie podía ser en realidad tan increíblemente feroz como parecía aquel anciano
caballero. Su cara era una especie de caricatura de la truculencia marcial. Me
detuve ante él y respetuosamente le pedí permiso para sentarme y descansar en
su banco. Asintió con un gesto silencioso, con mucha dignidad, y me puse a su
lado. En esa posición podía observarlo encubiertamente. Realmente parecía una
rareza a la luz de la mañana tanto como lo había sido a la luz dudosa del
crepúsculo. Los rasgos de su rostro eran tan rígidos como si hubieran sido cortados
a tajos en un bloque de madera por un tallista desmañado. Sus ojos flameaban,
su nariz era enorme y su boca inhumana. Y sin embargo, poco después, cuando se
volvió despacio y me miró fijamente, me di cuenta de que, a pesar de su
portentosa máscara, era en verdad un anciano apacible. Estaba seguro de que
hasta le habría gustado sonreír, pero, por lo visto, sus músculos faciales eran
demasiado rígidos... habían adoptado una expresión diferente de una vez por
todas. Me pregunté si estaría loco, pero descarté la idea; el brillo permanente
de sus ojos no era propio de la demencia. Lo que su rostro expresaba en
realidad era una profunda y simple tristeza; posiblemente le habían partido el
corazón, pero su cerebro estaba intacto. Su ropa era andrajosa, aunque limpia,
y su vieja capa azul había conocido medio siglo de cepillados.
Me apresuré a hacer
alguna observación sobre la suavidad excepcional del día y me respondió con una
voz dulce, suave, que casi sorprendía escuchar procedente de unos labios tan
belicosos.
—Este es un lugar muy
agradable —añadió en seguida.
—Me gusta pasear por
los cementerios —repliqué deliberadamente, congratulándome de haber dado con un
filón que podía conducir a algo.
Me animé; él se
volvió hacia mí y me miró fijamente con sus ojos de brillo oscuro. Luego me
dijo muy seriamente:
—Pasear, sí. Haga
ejercicio mientras pueda. Algún día tendrá que acomodarse en un cementerio, sin
poder moverse.
—Muy cierto —dije—,
pero ¿sabe usted que se dice que algunos hacen ejercicio hasta después de
muertos?
Había estado
mirándome en silencio y, al oír esas palabras, apartó la mirada.
—¿No me comprende?
—le dije suavemente.
Continuó mirando al
frente.
—¿Sabe usted?, hay
personas que se pasean después de muertas —proseguí.
Al fin se volvió y me
miró más siniestramente que nunca.
—Usted no cree eso.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque es usted
joven e insensato.
Dijo eso sin
acritud... incluso amablemente, pero en el tono de un viejo cuya conciencia de
su dura experiencia hace que todo lo demás parezca superficial.
—Es verdad que soy
joven —le respondí—, pero no creo que en general sea insensato. Pero si digo
que no creo en fantasmas, la mayoría de la gente estará conmigo.
—¡La mayoría de la gente
es tonta! —dijo el anciano.
Dejé la cuestión y
hablé de otras cosas. Mi acompañante parecía en guardia. Me miraba
insolentemente y respondía con pocas palabras a mis observaciones; pero, de
todos modos, yo tenía la impresión de que nuestro encuentro le resultaba
agradable y que, incluso, le parecía un episodio social de cierta importancia.
Era, evidentemente, un ser solitario y debía tener escasas oportunidades de
charlar con alguien. Habría tenido sus dificultades, que le habían apartado del
mundo y le habían llevado a replegarse en sí mismo; pero la fibra social de su
alma anticuada no se había quebrantado del todo y yo estaba seguro de que le
había agradado descubrir que todavía podía vibrar, aunque fuera débilmente. Por
último empezó a hacerme preguntas; quería saber si yo era estudiante.
—Estudio teología
—respondí.
—¿Teología?
—Sí. Estudio para ser
sacerdote.
Al oír esto me miró
con rara intensidad; después apartó otra vez la mirada.
—Entonces hay ciertas
cosas que usted debería saber —dijo, por fin.
—Tengo un gran deseo
de aprender —le contesté—. ¿A qué cosas se refiere usted?
Me miró de nuevo
durante un rato, pero sin hacer caso a mi pregunta.
—Me gusta su aspecto
—dijo—. Me parece usted un muchacho formal.
—¡Oh, sí, muy formal!
—exclamé, olvidándome por un momento de mi formalidad.
—Creo que es usted
juicioso —prosiguió.
—¿Ya no le parezco
insensato, entonces? —le pregunté.
—Me atengo a lo que
dije sobre la gente que niega el poder de los difuntos para volver: ¡es tonta!
Y golpeó furiosamente
el suelo con su bastón.
Titubeé un momento y
acto seguido exclamé bruscamente:
—¡Usted ha visto un
fantasma! —le dije.
No pareció ni mucho
menos sorprendido.
—Está usted en lo
cierto, señor —me contestó con mucha dignidad—. Para mí esto no es una cuestión
de fría teoría: no he tenido que curiosear en viejos libros para saber lo que debo
creer. ¡Yo sé! ¡Con mis propios ojos
he contemplado ante mí el espíritu de un difunto, como le veo a usted ahora!
Y mientras hablaba,
sus ojos miraban decididamente como si se hubieran posado en cosas extrañas.
Me sentí
irresistiblemente impresionado. Me conmovió su credulidad.
—¿Y fue muy terrible?
—le pregunté.
—Soy un viejo
soldado. ¡No me asusté!
—¿Cuándo fue eso?
¿Dónde ocurrió? —pregunté.
Me miró con
desconfianza y comprendí que iba demasiado aprisa.
—Discúlpeme que no
entre en pormenores —dijo—. No estoy autorizado a dar más detalles. Ya he
hablado más de lo que debía pues no puedo soportar que se hable a la ligera de
esas cosas. ¡Recuerde en el futuro que ha visto usted a un viejo muy sincero
que le ha dicho —bajo palabra de honor— que ha visto un fantasma!
Y se levantó, como si
pensara que había dicho demasiado. Reserva, timidez, orgullo, el temor de que
me riera de él, posiblemente el recuerdo de anteriores ocurrencias
sarcásticas... todo eso, por un lado, pesaba en su ánimo; pero sospeché que,
por otra parte, le había soltado la lengua la locuacidad de la vejez, el
sentirse solo y la necesidad de comprensión... y también, tal vez, llevado por
la amistad que había tenido la generosidad de demostrarme. Evidentemente,
habría sido imprudente presionarlo, pero esperaba volver a verlo.
—Para dar mayor peso
a mis palabras —añadió—, permítame que le mencione mi nombre: capitán Diamond,
señor. He servido muchos años.
—Espero poder tener
el placer de volver a verlo —dije.
—Lo mismo le digo,
señor.
Y blandiendo el
bastón ominosamente, aunque con las más amistosas intenciones, se marchó con
fría formalidad.
Pregunté a dos o tres
personas —seleccionadas con discreción— si sabían algo del capitán Diamond,
pero fueron completamente incapaces de aclararme nada. Por fin, de pronto, me
golpeé la frente con la palma de la mano y, tildándome de idiota, recordé que
había omitido una fuente de información a la cual nunca había recurrido en
vano. La excelente persona a cuya mesa comía habitualmente y que dispensaba su
hospitalidad a estudiantes, a tanto la semana, tenía una hermana tan buena como
ella y de conversación más variada. Esta hermana, conocida como Miss Deborah,
era una solterona en toda la acepción de la palabra. Era deforme y nunca salía
de su casa; pasaba el día sentada junto a la ventana, entre una jaula de
pájaros y una maceta con flores, cosiendo pequeños artículos de lencería...
misteriosas cintas y adornos. Me aseguraban que se daba mucha maña para coser y
que su trabajo era muy apreciado. A pesar de su deformidad y de su
confinamiento, tenía un rostro pequeño, lozano y redondo, y una imperturbable
serenidad de espíritu. Era también muy ingeniosa y sumamente observadora y le
encantaba la charla amistosa. Nada le gustaba tanto como que alguien —sobre todo,
creo, si se trataba de un joven estudiante de teología— tomara una silla y se
sentara a su lado, junto a su ventana soleada, para una «conversación» de
veinte minutos. «Y bien señor —solía decir siempre—, ¿cuál es la última
monstruosidad de la crítica bíblica?» Porque solía fingirse horrorizada por las
tendencias racionalistas de la época. Pero tenía su pequeña filosofía
inexorable y estoy convencido de que era una racionalista más aguda que ninguno
de nosotros, y de que, si se lo hubiera propuesto, podría haber planteado
cuestiones que habrían hecho estremecer a los más intrépidos de todos nosotros.
Su ventana dominaba toda la ciudad... o más bien todo el país. Todo llegaba a
su conocimiento mientras cantaba, con su vocecita cascada, sentada en su
mecedora baja. Era la primera en enterarse de todo y la última en olvidarlo. Se
sabía al dedillo todos los cotilleos de la ciudad y lo sabía todo de gente que
nunca había visto. Cuando le preguntaba cómo sabía tantas cosas, decía simplemente:
«¡Oh, yo observo!»
—Observe con
suficiente atención —me dijo una vez— y no importa dónde se encuentre usted.
Puede estar en un gabinete oscuro como boca de lobo. Lo único que se necesita
es empezar con algo; una cosa conduce a la otra y todas las cosas están
relacionadas: enciérreme en un armario oscuro y al poco rato observaré que unas
partes están más oscuras que otras. Después de esto (deme tiempo), le diré qué
va a cenar el presidente de los Estados Unidos.
Una vez le lancé un
cumplido: «Sus observaciones son tan finas como su aguja y sus afirmaciones tan
exactas como sus puntadas».
Naturalmente, Miss
Deborah tenía noticias del capitán Diamond. Se había hablado mucho de él hacía
muchos años, pero había sobrevivido al escándalo relacionado con su nombre.
—¿Qué escándalo fue ese?
—le pregunté.
—Mató a su hija.
—¿Que mató a su hija?
—exclamé—. ¿Cómo fue eso?
—¡Oh, no con una
pistola, ni con un puñal, ni con una dosis de arsénico! Con su lengua. ¡Y que
me digan de la lengua de las mujeres! Le echó una maldición... con un horrible
juramento... y la chica murió.
—¿Qué había hecho
ella?
—Había recibido la
visita de un joven que la quería y a quien él había prohibido entrar en la
casa.
—La casa —dije—, ¡ah,
sí! Una casa en el campo, a dos o tres millas de aquí, en un solitario cruce de
caminos.
Miss Deborah me miró
con atención mientras cortaba el hilo con los dientes.
—¡Ah, usted sabe algo
de la casa! —me dijo.
—Un poco —le
respondí—. La he visto. Pero quiero que usted me cuente más cosas.
Pero Miss Deborah dio
muestras de una reserva de lo más insólita.
—¿No me llamará usted
supersticiosa, verdad? —dijo.
—¿Usted
supersticiosa? Usted es la quintaesencia de la razón pura.
—Verá usted, todos
los hilos tienen su parte endeble, y todas las agujas su pizca de moho. Preferiría
no hablar de esa casa.
—¡No puede usted
imaginarse cómo excita mi curiosidad! —le dije.
—Lo siento por usted.
Pero me pondría muy nerviosa.
—¿Qué daño puede
hacerle a usted hablarme de esa casa? —le pregunté.
—A una amiga mía se
lo hizo.
Y Miss Deborah
asintió con la cabeza de forma concluyente.
—¿Qué había hecho su
amiga?
—Me había contado el
secreto del capitán Diamond, que él le había revelado con mucho misterio. Había
sido un antiguo amor suyo y depositó su confianza en ella. Le rogó que no se lo
dijera a nadie y le aseguró que si lo hacía le ocurriría algo espantoso.
—¿Y qué le ocurrió?
—Murió.
—Bueno, ¡todos somos
mortales! —dije yo—. ¿Le había hecho ella alguna promesa?
—No se lo había
tomado en serio, no le había creído. Me repitió la historia a mí y tres días después
sufría una inflamación de los pulmones. Un mes más tarde, sentada donde me
siento ahora, cosía su mortaja. Desde entonces no le he mencionado a nadie lo
que ella me contó.
—¿Era muy extraño?
—Era extraño, pero
también ridículo. Es una cosa que puede hacer estremecer, pero a la vez puede
dar risa. Pero no se preocupe por mí. Estoy segura de que si se lo contara,
inmediatamente me pincharía con una aguja y al cabo de una semana moriría de
trismo [11].
Me retiré y no le
insistí más a Miss Deborah; pero cada dos o tres días, después de almorzar, iba
a su casa y me sentaba un rato junto a su mecedora. No hice ninguna otra
alusión al capitán Diamond; estaba callado, mientras ella recortaba cintas con
sus tijeras. Por fin, un día, me dijo que tenía mal aspecto. Estaba pálido.
—Me muero de
curiosidad —le dije—. He perdido el apetito. Ni siquiera he comido.
—Acuérdese de la
esposa de Barba azul [12] —me dijo
Miss Deborah.
—Lo mismo se puede
morir de una estocada que de hambre —le respondí.
Sin embargo ella no
dijo nada y yo por fin me levanté, suspiré melodramáticamente y me marché.
Cuando estaba ya en la puerta, me llamó y me señaló la silla que acababa de desocupar.
—Nunca he sido dura
de corazón —dijo—. Siéntese y, si hemos de morir, al menos moriremos juntos.
Y entonces, en muy
pocas palabras, me comunicó lo que sabía del secreto del capitán Diamond.
—Era un hombre de muy
mal genio y, aunque le tenía mucho cariño a su hija, su voluntad era ley. Había
escogido un esposo para ella y le había dado cumplida noticia de ello. La madre
había muerto y vivían los dos solos. La casa la había aportado Mrs. Diamond
como dote matrimonial; el capitán, creo, no tenía ni un céntimo. Después del
casamiento habían ido a vivir allí y el capitán había empezado a dedicarse a
labrar la tierra. El novio de la pobre chica era un joven de Boston, con
patillas. Una noche el capitán los sorprendió juntos, agarró al joven por el
cuello y lanzó una terrible maldición a la pobre chica. El joven gritó que ella
era su esposa, y el padre le preguntó a su hija si era cierto. Ella contestó
que no. Acto seguido, el capitán Diamond, todavía más enfurecido, repitió su
imprecación, le ordenó que abandonara la casa y la repudió para siempre. La
chica se desmayó y el padre, furioso, se fue y la dejó. Varias horas más tarde,
regresó y encontró la casa vacía. Sobre la mesa había una nota del joven en la
que le decía que había matado a su hija, le aseguraba una vez más que era su
esposa y reclamaba el derecho exclusivo a enterrar sus restos. ¡Se había
llevado el cadáver en un cabriolé! El capitán Diamond le escribió en respuesta
una increíble nota diciéndole que no creía que su hija hubiera muerto, pero
que, de todos modos, para él había dejado de existir. Una semana más tarde, en
medio de la noche, vio su fantasma. Entonces, supongo, quedó convencido. El
fantasma reapareció varias veces y finalmente empezó a frecuentar la casa con
regularidad. El viejo se sentía incómodo, pues poco a poco su ira había
desaparecido y estaba apesadumbrado. Por fin decidió dejar la casa y trató de
venderla o de alquilada; pero mientras tanto el rumor había corrido, otras
personas habían visto el fantasma, la casa tenía mala fama y era imposible
deshacerse de ella. Junto con la granja, era la única propiedad del viejo y su
único medio de subsistencia; si no podía vivir en ella ni alquilarla, estaba
arruinado. Pero el fantasma no se compadecía, como le había pasado a él. Opuso
resistencia durante seis meses, pero al fin sucumbió. Se puso la vieja capa azul,
recogió sus cosas y se dispuso a vagar y mendigar su sustento. Entonces el
fantasma se ablandó y le propuso un arreglo.
»—¡Déjame la casa!
—le dijo—. Me quedaré con ella. Márchate y vive en otro sitio. Pero como no
tienes medios de vida, seré tu inquilina, ya que no consigues encontrar ningún
otro. Te arrendaré la casa y pagaré un alquiler —y el fantasma fijó una
cantidad. El viejo aceptó, ¡y cada trimestre va a cobrar el alquiler!
Me reí de ese relato,
pero confieso también que me estremeció, pues venía a confirmar con exactitud
lo que yo había observado. ¿No había sido yo testigo de una de las visitas
trimestrales del capitán?, ¿acaso por poco no le había visto mirando cómo su
espectral inquilino contaba el dinero del alquiler?, y cuando se marchaba
penosamente en la oscuridad, ¿acaso no llevaba una bolsita de monedas escondida
en los pliegues de su vieja capa azul? No comuniqué a Miss Deborah ninguna de
mis reflexiones, pues había decidido que mis observaciones tuvieran una
continuación y me prometí el placer de darme el gusto de contarle mi historia
cuando estuviera plenamente madura.
—¿No tiene el capitán
Diamond —le pregunté— ningún otro medio de subsistencia conocido?
—Absolutamente ninguno.
No se fatiga ni hila [13]... su
fantasma lo mantiene. Una casa encantada es una propiedad valiosa.
—¿Con qué moneda paga
el fantasma?
—Con buenas monedas
americanas de oro y plata. Con una sola peculiaridad: que todas las piezas son
de fecha anterior a la muerte de la joven. ¡Se trata de una curiosa mezcla de
materia y espíritu!
—¿Se muestra generoso
el fantasma? ¿Paga un alquiler elevado?
—Tengo entendido que
el viejo vive decorosamente y que tiene su pipa y sus gafas. Arrendó una casita
junto al río; la puerta da a la calle y delante tiene un pequeño jardín. Allí
pasa los días, y una anciana de color le lleva la casa. Hace algunos años solía
deambular bastante, era una figura conocida en la ciudad y la mayor parte de la
gente conocía su leyenda. Pero últimamente se ha metido en su concha y los
curiosos lo han olvidado. Supongo que empieza a chochear. Pero estoy segura,
espero —dijo Miss Deborah en conclusión— que no sobrevivirá a sus facultades o
a su capacidad de locomoción, pues, si mal no recuerdo, una parte del trato era
que debía ir personalmente a cobrar su alquiler.
No parecía probable
que ninguno de los dos fuera a recibir castigo alguno por la indiscreción de Miss
Deborah; seguí encontrándola, día tras día, cantando inclinada sobre su labor,
ni más ni menos activa que de costumbre. En cuanto a mí, continué audazmente
con mis observaciones. Volví más de una vez al cementerio, pero mis esperanzas
de encontrar allí al capitán Diamond quedaron defraudadas. No obstante, tenía
una posibilidad que me proporcionaba compensación. Deduje sagazmente que las
peregrinaciones trimestrales del viejo a la casa las hacía el último día de
cada trimestre. La primera vez que le había visto fue el treinta y uno de
diciembre y era probable que volviera a su casa encantada el último día de
marzo. Eso estaba a un paso... al fin llegó. Fui a la casa en el cruce de caminos
a media tarde, dando por supuesto que la hora señalada era la del crepúsculo.
No me equivoqué. Llevaba algún tiempo rondando, sintiéndome yo mismo casi como
un fantasma inquieto, cuando apareció de la misma manera que antes, e
igualmente vestido. De nuevo me escondí y le vi entrar con el mismo ceremonial
que había utilizado en la ocasión anterior. Aparecieron las luces, una tras
otra, en las rendijas entre los postigos de cada ventana y abrí la ventana que
había cedido a mi importunidad tres meses antes. Volví a ver la gran sombra en
la pared, inmóvil y solemne. Pero no vi nada más. El viejo reapareció
finalmente, hizo sus fantásticas zalemas ante la casa y se fue sigilosamente,
internándose en la oscuridad.
Un día, más de un mes
después, me lo volví a encontrar en el cementerio de Mount Auburn. El aire
estaba saturado de las voces de la primavera; los pájaros habían regresado y
gorjeaban acerca de sus viajes del invierno, y una suave brisa de poniente
murmuraba débilmente en el crudo verdor. Estaba sentado tomando el sol en un
banco, todavía embozado en su enorme capa, y me reconoció en cuanto me acerqué
a él. Me hizo una inclinación de cabeza, como si fuera un gran bajá que diera
la señal para que me decapitaran, pero era evidente que le agradaba verme.
—Le he buscado aquí
más de una vez —le dije—. No viene usted a menudo.
—¿Qué quiere usted de
mi? —me preguntó.
—Disfrutar de su
conversación. Disfruté tanto cuando nos vimos aquí.
—¿Me encuentra usted
divertido?
—¡Interesante! —le
dije.
—¿No pensará usted
que estoy chiflado?
—¿Chiflado? ¡Amigo
mío! —protesté.
—Soy el hombre más
cuerdo de este lugar. Ya sé que eso es lo que dicen todos los locos; pero por
lo general no pueden probarlo. ¡Yo sí puedo!
—Le creo —le dije—.
Pero me intriga saber cómo pueden probarse tales cosas.
Permaneció un rato
callado.
—Se lo diré. Una vez,
sin quererlo, cometí un crimen. Ahora pago el castigo. Dedico mi vida a ello.
No eludo mi responsabilidad; la arrostro como es debido, sabiendo perfectamente
lo que representa. Nunca he tratado de esquivarla, no he pedido que me
dispensen de eso; no he huido de ella. El castigo es terrible, pero lo he
aceptado. ¡He sido filósofo!
»Si fuera católico,
me habría metido monje y habría dedicado el resto de mi vida al ayuno y a la
oración. Pero eso no es un castigo: es una evasión. Podría haberme levantado la
tapa de los sesos... podría haberme vuelto loco. No hice nada de eso.
Sencillamente, me enfrenté a los hechos, afronté las consecuencias. Como le
dije, ¡son espantosas! Las afronto cuatro veces al año, en días determinados;
así lo haré mientras viva. Es cosa mía; es mi ocupación. Eso es lo que pienso.
¡Lo considero razonable!
—¡Y tan digno de
admiración! —exclamé—. Pero me colma usted de curiosidad y de compasión.
—Sobre todo de curiosidad
—me dijo astutamente.
—Bueno —le respondí—,
si yo supiera exactamente lo que usted sufre, podría compadecerle más.
—Se lo agradezco
mucho. No necesito su compasión; no me serviría de nada. Le diré a usted algo,
pero no en mi interés sino en el suyo.
El anciano hizo una
pausa y echó una mirada a su alrededor, por si acaso algún fisgón les
escuchaba.
—¿Todavía estudia
usted teología? —me preguntó.
—Sí —respondí yo, en
un tono tal vez irritado—. Es algo que no se puede aprender en seis meses.
—Eso creo, mientras
no tengan ustedes más que sus libros. ¿No conoce usted el proverbio que dice:
«Un grano de experiencia vale más que una libra de preceptos»? Soy un gran
teólogo.
—¡Ah, usted ha tenido
experiencia! —murmuré con comprensión.
—Usted ha leído sobre
la inmortalidad del alma; usted ha visto a Jonathan Edwards y al doctor Hopkins
[14] discutiendo sobre ello y decidiendo,
con todo lujo de detalles, que es verdad. Pero yo lo he visto con mis propios
ojos; ¡lo he tocado con estas manos!—. Y el anciano levantó sus viejos y nudosos
puños, agitándolos ominosamente—. ¡Eso es! —prosiguió—; ¡pero lo he pagado
caro! Es mejor que lo aprenda usted en los libros.., evidentemente, es lo que
hará. Joven, usted es una buena persona; nunca tendrá un crimen sobre su
conciencia.
Le contesté, con
cierta fatuidad juvenil, que indudablemente esperaba tener mi cuota de pasiones
humanas, aunque era buena persona y futuro doctor en teología.
—Bueno, pero usted
tiene muy buen carácter, tranquilo —me dijo—. ¡Como yo ahora! Pero en otro
tiempo fui muy brutal... demasiado brutal. Debería usted saber lo que son tales
cosas. Maté a mi propia hija.
—¿A su propia hija?
—La derribé al suelo
y la dejé morir. No pudieron ahorcarme por ello, pues no lo hice con las manos,
sino con mis groseras y detestables palabras. Eso es algo muy diferente;
¡vivimos regidos por una gran ley! Pues bien, señor, puedo garantizar que el
alma de ella es inmortal. Tenemos una
cita para vernos cuatro veces al año y entonces me gano una reprimenda.
—¿Nunca le ha
perdonado?
—¡Me ha perdonado
como perdonan los ángeles! Eso es lo que no puedo soportar: la forma tolerante
y tranquila con que me mira. Preferiría que hurgara en mi corazón con un
cuchillo... ¡Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío!
El capitán Diamond
inclinó la cabeza sobre su bastón y apoyó la frente sobre sus manos cruzadas.
Me sentí impresionado
y conmovido, y por un momento me pareció que su actitud era un freno a nuevas
preguntas. Antes de que me atreviese a preguntarle algo más, se levantó
despacio y se envolvió en su vieja capa. No estaba acostumbrado a hablar de sus
penas y los recuerdos le abrumaban.
—Tengo que seguir mi
camino —me dijo—, tengo que arrastrarme, avanzo a paso de tortuga.
—Puede que nos veamos
otra vez —le dije.
—¡Oh!, soy un viejo
anquilosado —contestó— y esto está bastante lejos. Tengo que reservar mis
fuerzas. A veces me paso un mes seguido sentado en una silla fumando mi pipa.
Pero me gustaría verle a usted de nuevo —se detuvo y me dirigió una mirada
terrible y bondadosa—. Algún día, tal vez, estaré encantado de poder encontrar
un alma joven y pura. Si un hombre es capaz de hacer amigos, siempre habrá ganado
algo. ¿Cómo se llama usted?
Llevaba en mi
bolsillo un ejemplar de los Pensamientos,
de Pascal [15], en cuya guarda había
escrito mi nombre y mi dirección. Lo saqué y se lo regalé a mi viejo amigo.
—Le ruego que acepte
este librito —le dije—. Es uno de los que más aprecio y le dirá algo acerca de
mí.
Lo tomó y lo hojeó
despacio, luego levantó los ojos hacia mí frunciendo el ceño en señal de
gratitud.
—No soy un gran
lector —me dijo—, pero no voy a rechazar el primer regalo que he recibido
desde... mi desgracia; y el último. ¡Gracias, señor!
Y se marchó con el
librito en las manos.
Me quedé
imaginándomelo sentado en su sillón durante semanas fumando su pipa. No volví a
verlo otra vez. Pero esperaba mi oportunidad, y el día último de junio, al término
de otro trimestre, consideré que ya había llegado. En junio empieza a oscurecer
muy tarde y me impacienté un poco. Por fin, cuando culminaba un precioso día de
verano, volví a visitar la propiedad del capitán Diamond. Todo estaba verde a
su alrededor, excepto el huerto marchito en la parte trasera, pero su
deprimente tristeza imposible de mitigar era tan impresionante como cuando la
había visto por primera vez bajo un cielo de diciembre. Al acercarme vi que
llegaba tarde para mi propósito, que era sencillamente el de adelantarme a la
llegada del capitán y pedirle resueltamente que me dejase entrar con él. Me
había precedido y ya había luces en las ventanas. No quise, por supuesto,
molestarlo durante su entrevista con el fantasma y esperé hasta que apareció.
Las luces desaparecieron al cabo de un rato; acto seguido se abrió la puerta y
el capitán Diamond salió sigilosamente. Aquella noche no hizo ninguna
reverencia a la casa encantada, pues lo primero que vio fue a su joven e
imparcial amigo plantado, recatado pero con firmeza, cerca del umbral. Se
detuvo bruscamente, me miró y esta vez su terrible fruncimiento de ceño estuvo
en consonancia con la situación.
—Sabía que estaba
usted aquí —le dije—. Vine a propósito.
Parecía consternado y
volvió la cabeza hacia la casa, molesto.
—Dispénseme si he ido
demasiado lejos en mi atrevimiento —añadí—, pero usted sabe que me alentó a hacerlo.
—¿Cómo supo que yo
estaba aquí?
—Me paré a pensar.
Usted me contó la mitad de su historia y yo deduje la otra mitad. Soy un gran
observador y me había fijado en esta casa, al pasar. Me pareció que encerraba
algún misterio. Cuando usted me confió amablemente que veía espíritus, tuve la
seguridad de que sólo podía haberlos visto aquí.
—Es usted muy listo
—exclamó el anciano—. ¿Y qué le trajo a usted aquí esta noche?
Me vi obligado a
esquivar la pregunta.
—Oh, vengo a menudo;
me gusta contemplar la casa... me fascina.
Se volvió y la miró.
—Por fuera no tiene
nada en particular.
Era evidente que no
se había dado cuenta de su peculiar aspecto externo, y ese extraño hecho, dicho
así a la luz del crepúsculo, y delante mismo de la siniestra morada, parecía
hacer más real su visión de las extrañas cosas del interior.
—He estado esperando
una oportunidad para verla por dentro —le dije—. Pensé que podría encontrarle
aquí y que me dejaría entrar con usted. Me gustaría ver lo que ve usted.
Parecía desconcertado
por mi osadía, pero no disgustado del todo. Me puso una mano sobre el brazo.
—¿Sabe usted lo que
veo? —me preguntó.
—¿Cómo voy a saberlo,
si no es, como dijo usted el otro día, por la experiencia? Por favor, abra la
puerta y déjeme entrar.
Los ojos brillantes
del capitán Diamond se dilataron bajo sus cejas oscuras y, después de contener
la respiración un instante, se permitió la primera y última disculpa de reírse,
con lo cual pude ver los serios rasgos de su semblante contraídos. Fue una risa
profundamente grotesca, pero completamente silenciosa.
—¿Hacerle entrar?
—gruñó suavemente—. No entraría otra vez, hasta que me llegue la hora, ni por
mil veces la suma que he recibido.
Sacó la mano de entre
los pliegues de su capa y me mostró una pequeña aglomeración de monedas
anudadas en el extremo de un viejo pañuelo de seda.
—Cumplo mi trato por
lo menos, ¡pero nada más!
—Pero la primera vez
que tuve el placer de hablar con usted me dijo que la cosa no era tan terrible.
—Tampoco ahora digo
que sea terrible. ¡Pero es tremendamente desagradable!
Ese adjetivo fue pronunciado
con tanta energía que me hizo titubear y reflexionar. Mientras lo hacía, creí
oír un ligero movimiento en uno de los postigos de una ventana encima de
nosotros. Miré hacia arriba, pero todo parecía inmóvil. El capitán Diamond también
había estado pensando; de pronto se volvió hacia la casa.
—Si quiere usted
entrar solo —me dijo—, puede hacerlo.
—¿Me esperará usted
aquí?
—Sí, no se quedará
usted mucho tiempo.
—Pero la casa está
completamente a oscuras. Cuando usted entra, hay alguna luz encendida. Se metió
la mano en las profundidades de su capa y sacó algunas cerillas.
—Tome esto —dijo—.
Encontrará usted dos palmatorias con velas encima de la mesa del vestíbulo.
Enciéndalas, coja una en cada mano y siga adelante.
—¿Adónde debo ir?
—A cualquier sitio...
a todas partes Puede estar seguro de que el fantasma le encontrará.
No voy a pretender
negar que en aquel momento mi corazón latía aceleradamente. Y sin embargo
supongo que indiqué al anciano con un gesto bastante solemne que abriera la
puerta. Había decidido que de hecho había un fantasma. Había admitido la
premisa. Sólo que me había asegurado a mí mismo que en cuanto la mente
estuviese preparada, y no se enfrentara a una sorpresa, era posible mantener la
calma. El capitán Diamond dio una vuelta a la llave en la cerradura, abrió la
puerta de golpe y, mientras yo entraba, me hizo una profunda reverencia. Me
quedé a oscuras y oí cerrarse la puerta tras de mí. Durante unos momentos no
moví ni un solo dedo de mi cuerpo; miré resueltamente a la impenetrable oscuridad.
Pero ni vi ni oí nada y al fin encendí una cerilla. Encima de una mesa había
dos palmatorias de latón, herrumbrosas por la falta de uso. Encendí las velas y
empecé mi ronda de exploración.
Ante mí se elevaba
una ancha escalera, protegida por una balaustrada antigua de esa talla
estrictamente delicada que tan a menudo se encuentra en algunas viejas casas de
Nueva Inglaterra. Aplacé el ascenso a la escalera y me metí en la habitación a
mi derecha. Era un salón anticuado, escasamente amueblado, que olía a cerrado
debido a la ausencia de vida humana. Levanté en alto mis dos velas y no vi nada
más que sillas vacías y paredes desnudas. Más allá estaba la habitación que yo
había atisbado desde fuera y que, de hecho, se comunicaba con ella, como yo había
supuesto, mediante unas puertas plegables. Tampoco allí me enfrenté con ningún
espectro amenazador. Atravesé de nuevo el vestíbulo y visité las habitaciones
del otro lado: delante un comedor, donde habría podido escribir mi nombre con
el dedo en la capa de polvo que cubría la gran mesa cuadrada; detrás una cocina
con sus cacerolas y pucheros, permanentemente fríos. Todo aquello resultaba
desalentador y penoso, pero realmente no impresionaba. Regresé al vestíbulo y
me dirigí al pie de la escalera, sosteniendo mis palmatorias; subir requería un
nuevo esfuerzo y escruté la penumbra de arriba. De pronto tuve una sensación
inefable: me di cuenta de que la penumbra tenía vida; parecía moverse y
juntarse. Lentamente —y digo lentamente porque en mi tensa expectación los
instantes me parecieron siglos— aquello tomó la forma de una figura grande y
definida, que avanzó y se detuvo en lo alto de la escalera. Francamente debo
confesar que para entonces yo era consciente de un sentimiento al cual me veo
obligado a aplicar el término vulgar de miedo. Puedo poetizarlo y llamarlo
Pavor, con mayúscula; era, en cualquier caso, el sentimiento que hace a un
hombre retroceder. Lo sopesaba mientras crecía y me pareció perfectamente
irresistible; pues no parecía venir de dentro de mí sino de fuera y se
encarnaba en la figura oscura en lo alto de la escalera. Hasta cierto punto
razoné... recuerdo que razoné. Y me dije: «Siempre había creído que los
fantasmas eran blancos y transparentes; este es una criatura formada de sombras
espesas, densamente opacas». Me recordé a mi mismo que aquello era momentáneo,
y que si el miedo iba a dominarme, debería ordenar todas mis impresiones
mientras conservara el juicio. Retrocedí, paso a paso, con mi mirada fija en la
figura y dejé mis palmatorias encima de la mesa. Era perfectamente consciente
de que lo que tenía que hacer era subir la escalera con resolución y
enfrentarme cara a cara con aquella figura, pero las suelas de mis zapatos
parecían haberse transformado de pronto en pesas de plomo. Había conseguido lo
que quería: veía al fantasma. Traté de mirar a la figura claramente para poder
recordarla y afirmar honradamente, después, que no había perdido el dominio de
mi mismo. Llegué a preguntarme cuánto tiempo se suponía que debía estar mirando
y cuándo podía retirarme de manera honorable. Todo eso, como es natural, pasó
por mi mente con extrema rapidez y lo confirmó un nuevo movimiento de la figura.
Aparecieron dos blancas manos en aquella oscura masa vertical y se elevaron
despacio hasta lo que parecía ser la altura de la cabeza. Allí se apretaron en
la zona del rostro, luego se soltaron, y lo dejaron al descubierto. Era
impreciso, blanco, extraño, fantasmal en todos los sentidos. Bajó la mirada
hacia mí durante unos instantes, después de los cuales levantó otra vez una de
las manos, despacio, y la movió hacia adelante y atrás. Había algo muy raro en
aquel gesto: parecía denotar rencor y rechazo, y sin embargo era una especie de
movimiento trivial, familiar. La familiaridad por parte de la Presencia espectral
no había entrado en mis cálculos, y no me impresionó favorablemente. Estuve de
acuerdo con el capitán Diamond en que aquello era «tremendamente desagradable».
Me sentía imbuido del incontenible deseo de hacer una retirada ordenada y, si
era posible, airosa. Quise hacerla con gallardía y me pareció que lo más
gallardo seria apagar mis velas. Me volví y así lo hice, meticulosamente, y
luego me abrí paso hasta la puerta, la busqué a tientas durante unos instantes
y la abrí. La luz del exterior, aunque estaba casi extinta, penetró en la casa
por un momento, jugueteó con las polvorientas profundidades de la casa y me
mostró aquella sombra sólida.
De pie en la hierba,
inclinado sobre su bastón, bajo las primeras estrellas vacilantes, encontré al
capitán Diamond. Me miró fijamente durante un momento, pero no me hizo ninguna
pregunta, y luego fue a cerrar la puerta. Cumplida esa formalidad, llevó a cabo
la otra —hizo su reverencia como el sacerdote ante el altar— y sin prestarme
más atención, se marchó.
Unos días más tarde,
suspendí mis estudios y me marché a pasar mis vacaciones veraniegas. Estuve
ausente varias semanas, durante las cuales tuve suficiente tiempo libre para
analizar mis impresiones acerca de lo sobrenatural. Tuve cierta satisfacción al
pensar que no me había sentido innoblemente aterrorizado; no había echado a
correr ni me había desmayado: había procedido con dignidad. No obstante, no
cabe duda de que me sentí más tranquilo cuando puse treinta millas entre mí y
el escenario de mi hazaña, y durante mucho tiempo continué prefiriendo la luz del
día a la oscuridad. Mis nervios habían sufrido una intensa excitación; de eso
me di cuenta específicamente cuando, bajo la influencia del aire soporífero de
la costa, mi excitación empezó a decaer poco a poco. A medida que esta
desaparecía, intenté formarme una opinión rigurosamente racional acerca de mi
experiencia. Con toda certeza yo había visto algo: aquello no fue fruto de mi imaginación; pero, ¿qué era lo que
había visto? Lamenté mucho entonces no haber sido más audaz, no haberme
acercado más a la aparición y examinarla más minuciosamente. Pero es muy fácil
hablar; yo había hecho lo mismo que cualquier hombre en mis circunstancias
habría osado hacer; fue ciertamente una imposibilidad física lo que me impidió
avanzar. ¿No fue esa paralización de mis facultades en sí misma una influencia
sobrenatural? No necesariamente, quizás, pues un fantasma simulado que uno ha
aceptado puede causar tanto efecto como uno verdadero. Pero ¿por qué había
aceptado yo tan fácilmente el fantasma sable [16] que movía la mano? ¿Por qué se había impresionado tanto el
mismo? Sin lugar a dudas, verdadero o falso, se trataba de un fantasma muy
inteligente. Yo habría preferido mucho que hubiera sido un fantasma auténtico:
en primer lugar porque no me importaría haberme estremecido y temblado sin
motivo, y en segundo lugar porque haber visto un duende bien acreditado es, tal
y como van las cosas, algo de lo que poder jactarse. Traté, por consiguiente,
de dejar estar mi visión y no darle más vueltas. Pero un impulso más fuerte que
mi voluntad volvía a repetirse de vez en cuando y ponía en mis labios una
pregunta burlona. Di por supuesto que la aparición era la hija del capitán
Diamond; si era ella, seguramente era su espíritu. Pero ¿no sería su espíritu y
algo más?
A mediados de
septiembre me encontraba instalado de nuevo entre las tinieblas teológicas,
pero no me apresuré a visitar otra vez la casa encantada.
Se aproximaba el
final de mes —el término de otro trimestre para el pobre capitán Diamond— y me
sentía poco dispuesto a perturbar su peregrinaje, en aquella ocasión; aunque
confieso que sentía mucha compasión al pensar en el débil anciano andando
penosamente, solo, en el crepúsculo otoñal para llevar a cabo su extraordinaria
misión. El día treinta de septiembre, al mediodía, dormitaba inclinado sobre un
pesado octavo [17], cuando oí un
débil golpecito en mi puerta. Respondí con una invitación a entrar, pero como
eso no surtiera efecto, acudí a la puerta y la abrí. Me encontré ante una mujer
negra, entrada en años, con la cabeza envuelta con un turbante escarlata y un
pañuelo blanco cubriéndole el pecho. Me miró fijamente en silencio; tenía ese
aire de gravedad y de decoro que suelen lucir las personas de edad de su raza.
Me quedé mirándola con gesto interrogante y finalmente, sacando una mano de su
amplio bolsillo, ella alzó un librito. Era el ejemplar de los Pensamientos, de Pascal, que yo había
regalado al capitán Diamond.
—Por favor, señor —me
dijo muy suavemente—, ¿conoce usted este libro?
—Perfectamente —le
dije—, mi nombre está escrito en la guarda.
—¿Es su nombre... no
el de otra persona?
—Si usted quiere,
escribiré mi nombre y podrá usted compararlos —le contesté.
Se quedó callada un
momento y luego, con dignidad, dijo:
—Sería inútil. No sé
leer. Si usted me da su palabra, me basta. Vengo —prosiguió— de parte del
caballero a quien usted dio el libro. Me dijo que lo trajera como prenda... esa
es la palabra que él empleó. Está muy enfermo en cama y quiere verle a usted.
—¿El capitán Diamond...
enfermo? —exclamé—. ¿Es grave su enfermedad?
—Está muy mal... está
completamente exhausto.
Le expresé mi pesar y
condolencia y me ofrecí a ir a verlo inmediatamente si su mensajera sable me
mostraba el camino. La mujer asintió con deferencia y a los pocos momentos la
seguía por las calles soleadas, sintiéndome casi como un personaje de las Mil y una noches, conducido hasta una
puerta trasera por una esclava etíope. Mi guía dirigió sus pasos hacia el río y
se detuvo ante una decorosa casita amarilla en una de las calles descendentes.
Rápidamente me abrió la puerta y me encontré en presencia de mi viejo amigo.
Estaba en cama, en una habitación oscura y, evidentemente, en muy mal estado.
Estaba recostado en la almohada, mirando al frente, con su cabello erizado más
tieso que nunca y los ojos intensamente brillantes y oscuros afectados por la
fiebre. El cuarto era modesto y estaba escrupulosamente limpio, y pensé que mi
guía morena era una fiel sirviente. El capitán Diamond, tendido allí, rígido y
pálido, entre sus sábanas blancas, parecía una figura toscamente tallada en la
cubierta de una tumba gótica. Me miró en silencio y mi acompañante se retiró
dejándonos solos.
—Sí, es usted —me
dijo por fin el capitán—, es usted, aquel joven tan buena persona. No me equivoco,
¿verdad?
—Espero que no; creo
ser joven y buena persona. Pero siento mucho que se encuentre usted enfermo.
¿Qué puedo hacer por usted?
—Me encuentro mal,
muy mal; ¡me duelen tanto mis viejos huesos! —repuso, y trató de volverse hacia
mí, gruñendo ominosamente.
Le pregunté sobre la
índole de su enfermedad y el tiempo que llevaba postrado en cama, pero apenas
me prestó atención; parecía estar impaciente por hablarme de algo. Me agarró
por una manga, me atrajo hacia sí y murmuró en seguida:
—Usted sabe que ha
llegado mi hora.
—¡Oh, espero que no!
—le dije, interpretando mal sus palabras—. Seguramente le veré otra vez
restablecido.
—¡Sólo Dios lo sabe!
—exclamó—. Pero no quería decir que me estoy muriendo. Lo que quería decir es
que me esperan en la casa. Hoy es el día de pago del alquiler.
—¡Sí, en efecto! Pero
usted no puede ir.
—No puedo ir. Es
terrible. Perderé mi dinero. Aunque esté muriéndome, lo necesito de todos
modos. Tengo que pagar al doctor. Y quiero ser enterrado como un hombre
respetable.
—¿Es esta tarde?
—pregunté.
—Esta noche a la
puesta de sol, exactamente.
Se quedó mirándome y
mientras, a mi vez, le miraba, comprendí de pronto el motivo de que me hubiese
llamado. En cuanto se me ocurrió la idea, prácticamente la rechacé. Pero
supongo que debí mostrarme impasible, pues continuó hablando en el mismo tono.
—No puedo perder mi
dinero. Alguna otra persona tiene que ir. Le pedí a Belinda que fuera ella,
pero no quiere ni oír hablar de ello.
—¿Cree usted que le
pagarán el dinero a otra persona?
—Al menos podemos
intentarlo. Nunca he faltado antes y no lo sé. Pero si usted le dice que estoy
postrado en cama, que me duelen todos los huesos, que me estoy muriendo, tal
vez confíe en usted. ¡Mi hija no querrá que me muera de hambre!
—Entonces, ¿querría
usted que yo fuera en su lugar?
—Usted ya ha estado
allí otra vez; ya sabe lo que es eso. ¿Está usted asustado?
Titubeé.
—Deme tres minutos
para reflexionar —le respondí—, y se lo diré.
Recorrí la habitación
con la mirada y me fijé en varios objetos que revelaban la desgastada y decente
pobreza de su ocupante. Escasos, agrietados y descoloridos, parecían un mudo
llamamiento a mi piedad y a mi determinación. Mientras tanto el capitán Diamond
prosiguió débilmente:
—Creo que ella
confiará en usted, como yo he confiado; le gustará el rostro que tiene usted;
comprenderá que usted es incapaz de hacer daño a nadie. Son ciento treinta y
tres dólares, exactamente. Asegúrese de que los pone en lugar seguro.
—Sí —le dije, por
fin—, iré y, en lo que de mi dependa, tendrá usted el dinero a las nueve en
punto de la noche.
Pareció muy aliviado;
me cogió la mano y la apretó débilmente; poco después me retiré. Durante el
resto del día traté de no pensar en la prueba que me esperaba aquella noche;
pero, como es natural, no pensé en otra cosa. No voy a negar que estaba
nervioso; de hecho, estaba muy excitado y pasé el tiempo esperando unas veces
que el misterio no resultara ser tan profundo como parecía y temiendo sin
embargo que fuera demasiado superficial. Las horas pasaron muy despacio, pero
cuando la tarde empezó a declinar, emprendí mi misión. En el camino me detuve
en la modesta vivienda del capitán Diamond, para preguntar cómo se encontraba y
recibir las últimas instrucciones que quisiera darme. La anciana negra me dejó
entrar con una placidez grave e inescrutable, y en respuesta a mis preguntas
dijo que el capitán estaba muy mal; había empeorado desde la mañana.
—Debe ser usted muy
rápido —me dijo— si quiere regresar antes de que el capitán muera.
Una mirada me
convenció de que estaba enterada de mi proyectada expedición, aunque en su
opaca pupila negra no vi ningún relampagueo que la traicionara.
—Pero ¿por qué va a
morirse el capitán Diamond? —le pregunté—. Cierto que parece muy débil, pero no
puedo creer que su enfermedad sea definitiva.
—Su enfermedad es la
vejez —dijo la mujer sentenciosamente.
—Pero no es tan viejo
como eso; tendrá sesenta y siete o sesenta y ocho años a lo sumo.
La mujer calló por un
momento.
—Está muy gastado;
está muy agotado; no resistirá mucho más tiempo.
—¿Puedo verle un
momento? —le pregunté; ante lo cual me condujo de nuevo a la habitación del
capitán.
Estaba acostado, como
cuando le dejé, con la salvedad de que tenía los ojos cerrados. Pero parecía
muy «mal», como ella había dicho, y apenas se le notaba el pulso. De todos
modos me enteré además de que el médico había estado allí aquella tarde y se
había mostrado satisfecho.
—No sabe lo que va a
pasar —dijo Belinda de manera cortante.
El anciano se movió
un poco, abrió los ojos y, al cabo de un rato, me reconoció.
—Sepa que me voy —le
dije—. Me voy a por su dinero. ¿Tiene usted algo más que decirme?
Se incorporó
lentamente y con un penoso esfuerzo, apoyándose en las almohadas; pero no
pareció que me entendiera.
—La casa, ¿sabe
usted? —le dije—. Su hija.
Se frotó la frente,
despacio, durante un rato, y al fin me di cuenta de que me había entendido.
—¡Ah, sí! —murmuró—.
Confío en usted. Ciento treinta y tres dólares. En monedas antiguas... todo en
monedas antiguas.
Luego añadió
enérgicamente mientras se le iluminaban los ojos:
—Sea usted muy
respetuoso... sea muy cortés. Si no... si no...
Y le falló de nuevo
la voz.
—Por supuesto que lo
seré —le dije con una sonrisa algo forzada—. Pero si no, ¿qué?
—¡Si no, lo sabré!
—me respondió muy seriamente.
Dicho esto, cerró los
ojos y se hundió en la cama.
Me marché y proseguí
mi viaje, a un paso suficientemente constante. Cuando llegué a la casa, hice
una inclinación propiciatoria frente a ella, emulando al capitán Diamond. Había
calculado mi marcha para poder entrar sin dilación; la noche ya había caído. Di
una vuelta a la llave, abrí la puerta y la cerré después de entrar. Luego
encendí una cerilla y encontré las dos palmatorias que había usado la vez
anterior, encima de las mesas de la entrada. Las encendí con una cerilla, las
cogí y entré al salón. Estaba vacío y, aunque esperé un rato, siguió tan vacío
como al principio. Pasé a las otras habitaciones de la misma planta y ninguna
imagen oscura apareció ante mí para detener mis pasos. Por último volví al vestíbulo
y estuve considerando la cuestión de subir la escalera, que había sido el
escenario de mi desconcierto la vez anterior, y me aproximé a ella con profundo
recelo. Al llegar al pie me detuve, y miré hacia arriba, con la mano apoyada en
la barandilla. Me sentía extremadamente expectante y mi expectación estaba
justificada. Lentamente, arriba en la oscuridad, tomaba cuerpo la figura oscura
que había visto la vez anterior. No era una ilusión; era una figura y era la
misma que vi en aquella ocasión. Le di tiempo para que se definiera por sí
misma y observé que se detenía y que su rostro oculto miraba hacia abajo en
dirección a mí. Entonces, deliberadamente, levanté la voz y hablé.
—He venido en lugar
del capitán Diamond, a petición suya. Está muy enfermo; no puede abandonar el
lecho. Le pide encarecidamente que me pague a mí el dinero; se lo llevaré
inmediatamente.
La figura permaneció
inmóvil, sin hacer el menor gesto.
—El capitán Diamond
habría venido si pudiera moverse —añadí en seguida, en tono suplicante—, pero
está completamente incapacitado.
A todo esto, la
figura se quitó lentamente el velo que cubría su rostro y mostró una imprecisa
máscara blanca; luego empezó a descender lentamente la escalera.
Instintivamente retrocedí ante ella, retirándome hacia la puerta de la sala de
delante. Con mis ojos todavía fijos en la aparición, retrocedí hasta atravesar
el umbral; entonces me detuve en medio de la habitación y deposité en el suelo
mis palmatorias. La figura avanzó; parecía corresponder a una mujer alta, vestida
con vaporosos crespones negros. Cuando se acercó, vi que tenía un rostro
perfectamente humano, aunque parecía en extremo pálido y triste. Nos quedamos
mirándonos el uno al otro; mi agitación había desaparecido por completo. Únicamente
sentía mucho interés.
—¿Está mi padre
gravemente enfermo? —dijo la aparición.
Al escuchar su voz
—dulce, trémula y perfectamente humana—, di un paso adelante y sentí renacer mi
excitación. Exhalé un prolongado suspiro y lancé una especie de grito, porque
lo que tenía ante mí no era un espíritu incorpóreo, sino una hermosa mujer, una
actriz audaz. De una manera instintiva e irresistible, como una reacción a mi
credulidad, estiré el brazo y agarré el velo que embozaba la cabeza de la
mujer. Le di un tirón violento, casi se lo arranqué y me quedé mirando
fijamente a una persona de gran belleza, de unos treinta y cinco años. De un
vistazo comprendí la situación: su largo vestido negro, su cara pálida y
consumida por la pena, pintada para parecer más pálida, sus bellos ojos —del
mismo color que los de su padre—, y su sensación de ultraje ante mi gesto.
—¡Supongo que mi
padre no le ha enviado para que me insulte! —exclamó.
Y se volvió
rápidamente, cogió una de las velas y se dirigió hacia la puerta. Allí se
detuvo, me miró de nuevo, vaciló, y luego se sacó un monedero del bolsillo y lo
tiró al suelo.
—¡Ahí tiene usted su
dinero! —dijo majestuosamente.
Me quedé allí,
titubeando entre el asombro y la vergüenza, y la vi salir al vestíbulo. Luego
recogí el monedero. Un momento después oí un alarido y el estrépito de algo al
caer al suelo, y la mujer volvió a entrar en la habitación tambaleándose y sin
la luz.
—¡Mi padre!... ¡mi
padre! —exclamó. Y con la boca abierta y los ojos dilatados, se precipitó sobre
mí.
—Su padre... ¿dónde?
—le pregunté.
—En el vestíbulo, al
pie de la escalera.
Di un paso adelante
para salir, pero ella me agarró de un brazo.
—Va de blanco —exclamó—,
en camisa. ¡No es él!
—¡Vaya!, su padre
está en su casa, en cama, muy enfermo —le respondí.
Me miró fijamente, con
ojos penetrantes.
—¿Moribundo?
—Espero que no
—farfullé.
La mujer lanzó un
prolongado gemido y se cubrió el rostro con las manos.
—¡Oh, Cielos, he
visto su fantasma! —exclamó.
Seguía sujetándome el
brazo; parecía demasiado aterrorizada para soltarme.
—¡Su fantasma!
—repetí, perplejo.
—¡Es el castigo por mi
gran locura! —prosiguió ella.
—¡Ah! —dije yo—, es
el castigo por mi indiscreción... ¡por mi vehemencia!
—¡Sáqueme de aquí,
sáqueme! —exclamó, agarrada todavía a mi brazo—. No, por allí no, ¡por piedad! —añadió
al ver que me dirigía hacia el vestíbulo y la puerta de entrada—. Por la puerta
de atrás.
Y agarrando otras
velas de encima de la mesa, me condujo a través de la habitación contigua hasta
la parte de atrás de la casa. Había una puerta que daba a una especie de
fregadero dentro del huerto. Descorrí el oxidado cerrojo, salimos y
permanecimos al aire libre, bajo las estrellas. Allí mi acompañante se envolvió
en su ropaje negro y por un momento permaneció indecisa. Yo me había puesto muy
nervioso, pero mi curiosidad por aquella mujer estaba por encima de todo.
Agitada, pálida, pintoresca, parecía, con las primeras luces del atardecer, muy
bella.
—Todos estos años ha
estado usted representando un papel extraordinario —le dije.
Me miró sombríamente
y parecía poco dispuesta a responderme.
—He venido
verdaderamente de buena fe —proseguí—. La última vez... hace tres meses... ¿se
acuerda?.., me asustó usted mucho.
—Claro que fue un
papel extraordinario —me respondió finalmente—. Pero era la única manera.
—¿No la habría
perdonado él?
—Mientras me
considerara muerta, sí. Hubo cosas en mi vida que él no podía perdonar.
Titubeé y luego le
pregunté:
—¿Dónde está su
esposo?
—No tengo esposo...
nunca he tenido esposo.
Hizo un gesto que
frenaba más preguntas y se alejó rápidamente. Caminé a su lado alrededor de la
casa, hacia la carretera, y ella seguía murmurando:
—Era él... ¡era él!
Cuando llegamos a la
carretera, se detuvo y me preguntó qué dirección iba a tornar yo. Señalé el
camino por el que había llegado y ella me dijo:
—Yo voy en otra
dirección. ¿Va usted a casa de mi padre? —añadió.
—Directamente —le
dije.
—¿Podría usted
hacerme saber mañana cómo lo ha encontrado?
—Con mucho gusto.
Pero ¿cómo me comunicaré con usted?
Pareció desorientada
y miró a su alrededor.
—Escríbame usted unas
pocas palabras en un papel —me dijo— y póngalo debajo de esta piedra.
Me señaló una de las
losas de lava que bordeaban el viejo pozo. Le prometí hacerlo y ella se volvió.
—Conozco mi camino
—me dijo—. Todo estaba acordado. Es una vieja historia.
Me dejó a paso rápido
y mientras se alejaba en la oscuridad, con los oscuros contornos de su ropaje
ondeando al viento, volvió a tomar la apariencia fantasmal con la que se me
había aparecido la primera vez. La observé hasta que dejó de verse y entonces
me despedí del lugar. Volví a la ciudad a paso acelerado y me dirigí directamente
a la casita amarilla cerca del río. Me tomé la libertad de entrar sin llamar y,
al no encontrar nada que me lo impidiera, me abrí paso hasta la habitación del
capitán Diamond. Junto a la puerta, sentada en un banco bajo, con los brazos
cruzados, estaba la negra Belinda.
—¿Cómo está? —le
pregunté.
—Se ha ido al cielo.
—¿Ha muerto?
Belinda se levantó,
soltando una especie de risita sofocada.
—¡Ahora es tan fantasma
como cualquiera de ellos!
Entré en la
habitación y encontré al anciano tendido en la cama irremediablemente rígido e
inmóvil. Aquella noche escribí unas líneas que me proponía poner al día
siguiente debajo de la piedra, junto al pozo; pero mi promesa estaba destinada
a no ser cumplida. Aquella noche dormí muy mal —era lógico— y en mi desasosiego
me levanté de la cama y paseé por la habitación. Mientras lo hacía divisé, al
pasar junto a la ventana, un resplandor rojo en el cielo, hacia el noroeste.
Una casa se estaba quemando en el campo y evidentemente ardía deprisa. Estaba
situada en la misma dirección del escenario de mis aventuras de aquella tarde
y, mientras seguía observando el horizonte carmesí, me sobresaltó un recuerdo
repentino. Había apagado la vela que nos alumbró a mi acompañante y a mí hasta
la puerta por la que escapamos, pero no había tenido en cuenta la otra, que
ella se había llevado al vestíbulo y se le había caído —sabe Dios dónde— en su
consternación. Al día siguiente salí con mi carta doblada y tomé el cruce de
caminos ya familiar. La casa encantada era un montón de vigas carbonizadas y
cenizas a punto de apagarse; los pocos vecinos que habían tenido la audacia de
desafiar lo que debieron considerar como un fuego prendido por el demonio
habían arrancado la tapa del pozo, en busca de agua; las piedras sueltas habían
sido completamente desplazadas y la tierra había sido pisoteada y estaba llena
de charcos.
[1] William Ellery
Channing (1780-1841), notable teólogo bostoniano que se opuso a las estrictas
doctrinas puritanas del calvinismo y defendió las menos severas y más
racionalistas del unitarismo. En Estados Unidos el unitarismo surgió a partir
del congregacionalismo puritano de Robert Browne (ca. 1550-1633) y se convirtió
en uno de los grupos religiosos más importantes (fundaron las universidades de Yale
y Harvard), cuya influencia en la vida del país no guarda proporción con el
número de sus miembros.
[2] Se refiere a la
Facultad de Teología de la Universidad de Harvard.
[3] Ciudad
norteamericana del estado de Massachusetts, a las afueras de Boston, donde está
ubicada la Universidad de Harvard.
[4] Johann Friedrich
Overbeck (1789-1869) fue un pintor y calcógrafo alemán, fundador y principal
representante del grupo de los Nazarenos. Inspirándose en los primitivos
alemanes e italianos, regeneró el arte religioso de su país e influyó
considerablemente en los prerrafaelistas ingleses.
Ary Scheffer
(1795-1858) fue un pintor, grabador y escultor franco-holandés, autor de
cuadros de temática sentimental, religiosos y profanos, en un estilo académico,
próximo a Géricault y Delacroix.
[5] Filósofo
neoplatónico griego (205-270) nacido en Licópolis (Egipto), cuyas Eneadas o novenas tuvieron gran influencia en la teología cristiana.
[6] Se refiere
evidentemente al siglo XVIII.
[7] Habitante de Nueva
Inglaterra. El apelativo deriva de la palabra holandesa «Janke», un diminutivo
de Jan (John) utilizado burlonamente. Posteriormente su uso se extendió a los
habitantes de los estados del Norte y más tarde a todos los estadounidenses.
[8] San Agustín en Scala paradisi 8 (Jacques Paul Migne, Patrologia latina 40, col. 1001):
«vulgare proverbium est, quod nimia familiaritas parit contemptum» [«es un
refrán común, que el exceso de familiaridad engendra desprecio»].
[9] Andrew Jackson
(1767-1845), séptimo presidente de Estados Unidos (1828-1837) y famoso militar,
convertido en héroe nacional al dirigir con éxito la defensa de Nueva Orleans
al final de la segunda guerra contra Gran Bretaña (1815). Conocido popularmente
como «Old Hickory», aludiendo a ese nogal americano de excelente madera, utilizada
para culatas de escopetas y rifles de lujo y para hélices de avión, fue además
abogado, fiscal y juez, y llegó a presidir el Tribunal Supremo del estado de
Tennessee (cuyo nombre la tradición le atribuye haber inventado).
[10] Labor que las niñas
ejecutan en lienzo para aprender, imitando las diferentes muestras.
[11] Contracción tetánica
de los músculos maseteros, que produce la imposibilidad de abrir la boca.
[12] Personaje del
célebre cuento homónimo de Charles Perrault, incluido en Cuentos de antaño (1697), que al irse de viaje le deja varias
llaves a su mujer, instándola a que no utilice la que abre el gabinete del piso
de abajo, al que le prohíbe entrar tajantemente. Aunque ella cree que podría
sucederle alguna desgracia si le desobedeciese, finalmente entra y descubre los
cadáveres de varias mujeres degolladas que estuvieron casadas anteriormente con
Barba azul.
[13] Alusión bíblica:
«Aprended de los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan ni hilan» [Mateo
6, 28].
[14] Jonathan Edwards
(1703-1758), influyente pastor y teólogo de Nueva Inglaterra. Dr. Samuel
Hopltins (1721-1803), eminente teólogo de Connecticut opuesto a la esclavitud.
[15] Pensées sur la religion, una serie de notas
y fragmentos destinados a servir de base para una apología del cristianismo,
que el matemático, físico, filósofo y moralista francés Blaise Pascal
(1623-1662) nunca llegó a escribir. Encontrados entre sus papeles cuando murió,
se editaron por primera vez en 1669.
[16] Color negro en
Heráldica.
[17] Librito en que se
contiene el rezo de una octava, como las antiguas de Pentecostés, Epifanía,
etc.
Título original: “The Ghostly Rental”. Traducción de Juan Antonio Molina Foix.
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