viernes, 7 de septiembre de 2012

El alquiler espectral. Henry James.


Cuando dejé la universidad tenía veintidós años. Podía elegir libremente mi carrera y lo hice con mucha prontitud. Es cierto que después renuncié a ella con igual fervor, pero nunca lamenté aquellos dos años juveniles de experiencias confusas y agitadas, pero también agradables y provechosas. Me gustaba la teología y en mis últimos años de universidad había sido un apasionado lector del doctor Channing [1]. La suya era una teología grata y sustanciosa; parecía ofrecer la rosa de la fe deliciosamente despojada de sus espinas. Y además (porque me inclino a pensar que eso tuvo algo que ver con ello) le había tomado cariño a la vieja Divinity School [2]. Yo siempre había tenido en cuenta lo que hay detrás del drama humano de la vida y me pareció que podría representar mi papel con bastantes probabilidades de éxito (al menos a mi entender) en aquella aislada y tranquila sede de casuística moderada, con su respetable avenida a un lado y su vista de verdes campos y en contacto con acres de bosques al otro. Cambridge [3], para los amantes de los bosques y la campiña, ha cambiado a peor desde entonces, y su recinto ha perdido mucho de su quietud mitad pastoril mitad escolástica. Entonces era un centro docente rodeado de bosques... una mezcla encantadora. Lo que es ahora no tiene nada que ver con mi historia; y estoy convencido de que todavía hay jóvenes a punto de graduarse y obsesionados por cuestiones doctrinales que, cuando se pasean por allí cerca en los atardeceres de verano, se prometen que más adelante disfrutarán con calma de sus excelentes condiciones. Por lo que a mí respecta, no me decepcionó. Me instalé en una espaciosa habitación cuadrada y de techo bajo con ventanas de alféizar profundo formando banco; colgué en las paredes grabados de Overbeck y Ary Scheffer [4]; ordené los libros según un elaborado sistema de clasificación en los nichos que había a ambos lados de la alta repisa de la chimenea, y me puse a leer a Plotino [5] y a san Agustín. Entre mis compañeros había dos o tres de talento y buenos camaradas con los que de vez en cuando bebía una copa junto al fuego; y entre arriesgadas lecturas, profundas discusiones, libaciones escrupulosamente de poca importancia y largos paseos por el campo, mi iniciación en el misterio clerical progresó de un modo bastante agradable.
Hice especial amistad con uno de mis camaradas y pasábamos mucho tiempo juntos. Por desgracia tenía una dolencia crónica en una rodilla que le obligaba a llevar una vida muy sedentaria y, como yo era un andarín metódico, eso se interpuso de alguna manera en nuestras costumbres. Yo solía salir habitualmente a dar mi paseo diario sin más compañero que mi bastón en la mano o el libro en el bolsillo. Pues siempre me había bastado con estirar las piernas y respirar sin límites el aire libre. Tal vez debería añadir que el poder disfrutar de un par de ojos de lince era para mí un placer comparable al de cualquier compañía. Mis ojos y yo éramos excelentes amigos; observaban incansablemente todos los incidentes del camino y, con tal de que ellos se distrajeran, yo me daba por contento. Lo cierto es que, debido a sus costumbres inquisitivas, tuve conocimiento de esta notable historia. Gran parte de la campiña que rodea a la vieja ciudad universitaria es todavía muy bonita, pero lo era mucho más hace treinta años. La multitudinaria irrupción de numerosas viviendas de cartón piedra que ahora adornan el paisaje, en dirección a las Waltham Hills, bajas y azules, todavía no había ocurrido; no había ningún elegante cottage que pusiera en evidencia a los prados venidos a menos y a los huertos cubiertos de maleza... una yuxtaposición con la que, en años posteriores, ninguno de los elementos en contraste ha salido ganando. Ciertas encrucijadas tortuosas eran entonces, por lo que recuerdo, más intensamente rurales por supuesto y las viviendas solitarias en las largas laderas cubiertas de hierba junto a ellas, bajo el habitual olmo alto que curvaba su follaje en pleno aire, como las espigas caídas hacia fuera de una ceñida gavilla de trigo, permanecían con sus cubiertas de tablillas derribadas, sin ningún conocimiento anticipado de la moda de los tejados franceses: viejas campesinas arrugadas por el paso del tiempo, podríamos llamarlas, luciendo tranquilamente la cofia del país, sin soñar nunca con tocados cada vez mayores ni exponer indecentemente sus frentes venerables. Aquel invierno fue lo que se llama «abierto»; hizo mucho frío, pero hubo poca nieve; los caminos estaban firmes y despejados y casi nunca me vi obligado a renunciar a mi ejercicio a causa del tiempo. Una tarde gris de diciembre lo había intentado en dirección a la ciudad contigua de Medford y desandaba lo andado tranquilamente, cuando al ver los tonos pálidos y fríos —de color ámbar transparente y rosa desvaído— que, como es costumbre en invierno, cubrían el cielo al oeste, recordé la sonrisa escéptica en los labios de una mujer hermosa. Llegué, cuando ya empezaba a oscurecer, a un camino estrecho por el que nunca había pasado antes e imaginé que por él podría acortar la vuelta a casa. Me encontraba todavía a unas tres millas de distancia; se me había hecho tarde y pensé que agradecería no tener que recorrer más de dos millas. Me desvié, anduve unos diez minutos y entonces me di cuenta de que el camino parecía muy poco frecuentado. Las rodadas no parecían recientes; el silencio parecía particularmente perceptible. Y sin embargo un poco más adelante había una casa, de modo que, hasta cierto punto, aquello debió haber sido una carretera. A un lado había un terraplén natural, elevado, en lo alto del cual se encaramaba un manzanal, cuyas ramas enmarañadas formaban una especie de tosco encaje negro, a través del cual flotaba indiferente el poniente rosado. Poco después llegué a la casa y en seguida me di cuenta de que me interesaba. Me detuve frente a ella y la observé con atención, sin saber muy bien por qué, con una vaga mezcla de curiosidad y de timidez. Era una casa como la mayoría de las que había por allí, con la salvedad de que, indudablemente, era una bella muestra de su estilo. Se levantaba sobre una ladera cubierta de hierba y tenía a un lado su alto olmo moderadamente inclinado y a su espalda la vieja tapadera negra del pozo. Pero era de amplias dimensiones y su madera daba una notable impresión de solidez y de resistencia. Debía ser bastante antigua, además, pues el maderamen de la entrada y de debajo del alero, esmerada y abundantemente tallado, remitía a mediados, por lo menos, del último siglo [6]. Hace tiempo debió estar pintada de blanco, pero la ancha espalda del tiempo, apoyada en las jambas durante un centenar de años, había dejado al descubierto la fibra de la madera. Detrás de la casa se extendía un huerto de manzanos, más nudosos y fantásticos de lo habitual, que en la oscuridad cada vez mayor parecían marchitos y exhaustos. Todas las ventanas de la casa tenían los postigos oxidados y las persianas sin tablillas, y estaban herméticamente cerradas. No había ningún indicio de vida en ella; parecía vacía, sin muebles y desocupada, y sin embargo, al aproximarme, me pareció que tenía algo que me era familiar... una elocuencia audible. Siempre he pensado que la impresión que me causó a primera vista aquella vivienda colonial gris fue una prueba de que a veces la inferencia puede ser muy parecida a la adivinación; pues, después de todo, no había nada en apariencia que justificara la muy seria inferencia que hice. Retrocedí y crucé el camino. La última luz roja del crepúsculo se liberó, como si fuera a desvanecerse, y por un momento se posó débilmente en la fachada antaño plateada de la vieja casa. Alcanzó, con regularidad perfecta, la serie de pequeños cristales de la ventana en forma de abanico que había sobre la puerta y centelleó increíblemente. Luego se extinguió y dejó aquel lugar mucho más sombrío. En aquel momento me dije, profundamente convencido: «La casa realmente está encantada».
No sé por qué lo creí inmediatamente y, mientras yo no estuviera encerrado dentro, la idea me gustó. La sugería el aspecto de la casa, que lo explicaba todo. Si me lo hubieran preguntado media hora antes, habría contestado, como correspondía a un joven que categóricamente tenía una opinión jocosa de lo sobrenatural, que tales cosas no existen. Pero la vivienda que tenía ante mí daba un sentido vivo a aquellas palabras vacías: había sido espiritualmente asolada.
Cuanto más la miraba, más intenso parecía el secreto que guardaba. Di una vuelta a su alrededor, traté de echar una ojeada aquí y allá, a través de alguna rendija entre los postigos, y tuve una satisfacción pueril al apoyar mi mano en el pomo de la puerta y hacerlo girar poco a poco. Si la puerta hubiera cedido, ¿habría entrado? ¿Habría penetrado en aquella silenciosa oscuridad? Afortunadamente, mi audacia no fue puesta a prueba. La puerta era increíblemente sólida y no pude ni siquiera moverla. Al fin me alejé de la casa, echando de vez en cuando una mirada atrás. Continué mi camino y, después de andar más de lo que había esperado, llegué a la carretera. A cierta distancia del punto en el cual se metía el largo camino que he mencionado, había una casa cuidada y de aspecto confortable, que podría ponerse como modelo de casa de ningún modo encantada, que no tenia secretos siniestros y que no conocía más que prosperidad rebosante. Su nítida pintura blanca saltaba a la vista fácilmente en la oscuridad y a su porche cubierto de parra le habían puesto un toldo de paja para el invierno. Un viejo calesín de un caballo, ocupado por dos visitantes que se marchaban, abandonaba la puerta y, a través de las ventanas de la casa sin cortinas, vi una sala de estar iluminada por una lámpara, y en ella una mesa con un servicio de té, que había sido improvisado para los invitados. La dueña de la casa había salido hasta la puerta con sus amigos; se quedó allí después de que el calesín se pusiera en marcha entre chirridos, en parte para ver cómo se alejaban y en parte para dirigirme una mirada inquisitiva cuando yo pasaba en la penumbra. Era una mujer joven y bonita, avispada y con ojos oscuros de lince, y me arriesgué a detenerme para hablar con ella.
—¿Podría usted decirme a quién pertenece esa casa de allá abajo junto al camino, a eso de una milla de aquí... la única que hay?
Me miró fijamente un momento y me pareció que se sonrojaba un poco.
—La gente de por aquí no va nunca por ese camino —dijo lacónicamente.
—Pero es un atajo para ir a Medford —respondí.
Sacudió levemente la cabeza.
—Es posible que resulte el camino más largo. En todo caso, no lo usamos.
Eso era interesante. Una próspera ama de casa yanqui [7] debía tener sus buenas razones para desdeñar el ahorro de tiempo.
—Pero usted, por lo menos, ¿conoce la casa? —le dije.
—Bueno, la he visto.
—¿Y a quién pertenece?
La mujer se echó a reír y apartó la mirada, como si fuera consciente de que para un forastero sus palabras podía parecer que tenían un dejo de superstición campesina.
—Supongo que pertenece a quienes están en ella.
—Pero ¿es que hay alguien en la casa? Está completamente cerrada.
—Eso da lo mismo. Nunca salen y nadie entra.
Y dicho esto, la mujer se volvió. Pero yo puse mi mano sobre su brazo, respetuosamente.
—¿Quiere usted decir que la casa está encantada? —le pregunté.
Se apartó, colorada, se llevó un dedo a los labios y entró corriendo en la casa, donde un momento después corría las cortinas de las ventanas.
Durante unos días pensé reiteradamente en aquella aventurilla, pero me dio cierta satisfacción mantenerla en secreto. Si la casa no estaba encantada, era inútil revelar mis antojos imaginativos y resultaba agradable apurar la copa del horror sin ayuda de nadie. Decidí, por supuesto, pasar de nuevo por aquel camino; y una semana más tarde —era el último día del año— volví sobre mis pasos. Me aproximé a la casa tomando la dirección opuesta y me encontré ante ella aproximadamente a la misma hora que la otra vez. Anochecía, el cielo estaba bajo y gris, el viento gemía sobre la tierra dura y pelada, y formaba lentos remolinos con las hojas ennegrecidas por la helada. Allí estaba la deprimente mansión, congregando a su alrededor, al parecer, el crepúsculo invernal para enmascararse en él, inescrutablemente. Apenas sabía con qué propósito había ido, pero tenía la vaga sensación de que si esta vez pudiera girar el pomo y abrir la puerta, haría de tripas corazón y la cerraría tras de mí. ¿Quiénes eran los misteriosos habitantes a los que había aludido aquella buena mujer en la esquina? ¿Qué había visto u oído?... ¿qué se contaba? La puerta se mostró tan tenaz como la vez anterior y, pese a mis insolentes y desmañados manoseos de los pestillos, no conseguí abrir ninguna ventana del piso alto ni que apareciese ningún rostro extraño y pálido. Me aventuré incluso a levantar el oxidado llamador y dar media docena de golpecitos, pero estos sólo hicieron un sonido apagado, sordo, y no provocaron ningún eco. La familiaridad es causa de desprecio [8]; no sé lo que habría hecho después si, a lo lejos, en la carretera (la misma que yo había seguido), no hubiese visto una figura solitaria que avanzaba hacia la casa. No quería que nadie me viera rondando por aquella casa de mala reputación y busqué refugio en las densas sombras de un pinar cercano, desde donde podría atisbar sin ser visto. El recién llegado se acercó en seguida y me di cuenta de que venía derecho a la casa. Era un hombre viejo de escasa estatura, en cuyo aspecto el rasgo más llamativo era una capa voluminosa, una especie de corte militar. Llevaba un bastón y avanzaba de una manera lenta, penosa, cojeando un poco, pero con aire sumamente decidido. Dejó la carretera, siguió las imprecisas huellas de ruedas y se detuvo a pocas yardas de la casa. La miró fija e inquisitivamente, como si estuviera contando las ventanas o fijándose en ciertas señales familiares. Luego se quitó el sombrero y se inclinó, de una manera lenta y solemne, como si le rindiera homenaje. Mientras se mantuvo descubierto, le eché un vistazo. Era, como ya he dicho, un hombre diminuto, pero habría sido difícil decidir si pertenecía a este mundo o al otro. Su cabeza me recordaba vagamente los retratos del presidente Andrew Jackson [9]. Tenía el cabello gris, tieso como un cepillo, el rostro enjuto, pálido y bien afeitado, y sus ojos brillaban intensamente coronados de pobladas cejas, que habían permanecido completamente negras. Su rostro, así como su capa, parecían pertenecer a un viejo soldado; parecía un militar retirado, de rango modesto; pero me impresionó porque sobrepasaba el privilegio a ser excéntrico y grotesco que se atribuye típicamente a tales personajes. Cuando hubo terminado su saludo, avanzó hacia la puerta, hurgó en los pliegues de su capa, que le colgaba mucho más por delante que por detrás, y sacó una llave. La introdujo lenta y cuidadosamente en la cerradura y después, al parecer, le dio una vuelta. Pero la puerta no se abrió de inmediato; antes el hombre inclinó la cabeza, puso la oreja, y siguió escuchando, y luego miró a un lado y a otro de la carretera. Satisfecho y tranquilizado, apoyó su viejo hombro en uno de los entrepaños hundidos y presionó un poco. La puerta cedió, dando entrada a la más completa oscuridad. Volvió a detenerse en el umbral y, quitándose el sombrero de nuevo, hizo otra reverencia. Luego entró y cerró la puerta tras él cuidadosamente.
¿Quién demonios era y qué se proponía? Parecía un personaje salido de un cuento de Hoffmann. ¿Era una visión o una realidad? ¿Un habitante de la casa, un familiar, o un visitante amigo? ¿Qué significaban, en cualquier caso, aquellas místicas genuflexiones, y cómo pensaba abrirse paso en medio de aquella oscuridad? Salí de mi escondrijo y examiné de cerca varias de las ventanas. En cada una de ellas, a intervalos, se veía un rayo de luz en la rendija entre los dos batientes de los postigos. Evidentemente, estaba iluminando el interior de la casa. ¿Iba a dar una fiesta... una juerga de fantasmas? Mi curiosidad aumentaba, pero no sabía qué hacer para satisfacerla. Por un momento pensé golpear la puerta en tono perentorio; pero descarté la idea por descortés y calculé romper el maleficio, si es que lo había. Di la vuelta a la casa y traté, sin violencia, de abrir una de las ventanas inferiores. Se resistió, pero fui más afortunado, un momento después, con otra. Había un riesgo, sin duda, en lo que estaba haciendo: el riesgo de que me vieran desde el interior o —peor— de que yo viera algo de lo que me arrepintiera. Pero, como digo, me incitaba la curiosidad y estaba muy conforme con el riesgo. A través de la separación entre los postigos, eché un vistazo al interior: una habitación iluminada por dos velas en viejos candelabros de latón colocados sobre la repisa de la chimenea. Al parecer era una especie de salón trasero, que conservaba su viejo mobiliario, de un modelo casero y anticuado, consistente en varias sillas y sofás de esterilla de cerda, algunas mesas de caoba y dechados [10] enmarcados y colgados de las paredes. Pero aunque la habitación estaba amueblada, sorprendentemente no parecía estar habitada; las mesas y las sillas estaban en posiciones rígidas y no se veía ningún pequeño objeto familiar. No podía ver todo, sólo podía adivinar la existencia, a mi derecha, de una gran puerta plegable. Al parecer estaba abierta y a través de ella pasaba la luz de la habitación contigua. Esperé un rato, pero la habitación permanecía vacía. Por fin me di cuenta de que en la pared opuesta a la puerta plegable se proyectaba una gran sombra... obviamente la sombra de una figura en la habitación contigua. Era alta y grotesca, y parecía corresponder a una persona sentada, completamente inmóvil, de perfil. Me pareció reconocer el pelo de punta y la nariz muy arqueada del viejo que había visto. Había una extraña fijeza en su postura; parecía estar sentado y mirando algo con la máxima atención. Observé un buen rato aquella sombra pero ni por un momento se movió. Al fin, no obstante, cuando mi paciencia empezaba a agotarse, se movió lentamente, se elevó hasta el techo y apenas se distinguía. No sé lo que habría visto después, pero, siguiendo un impulso irresistible, cerré el postigo. ¿Fue por delicadeza? ¿O por pusilanimidad? No sabría decirlo. Sin embargo, me quedé cerca de la casa, esperando que mi amigo reapareciera. No quedé decepcionado, pues al fin salió, con el mismo aspecto de cuando llegó, y se despidió de la misma manera ceremoniosa. (Las luces, ya había observado, habían desaparecido de las rendijas de cada ventana.) Dio media vuelta frente a la puerta, se quitó el sombrero e hizo una reverencia sumisa. Mientras se volvía, tuve muchas ganas de dirigirme a él, pero le dejé ir en paz. Eso, puedo decirlo, fue pura delicadeza... tal vez se me podría replicar que llegó demasiado tarde. Me pareció que el hombre tenía derecho a tomar a mal que le observara; aunque mi derecho a observar (si se trataba de fantasmas) me parecía igualmente evidente. Continué mirándolo mientras bajaba el terraplén cojeando sin hacer ruido y se iba por la solitaria carretera. Entonces me retiré pensativamente en dirección opuesta. Estuve tentado de seguirle a distancia para ver qué era de él; pero eso también me pareció indelicado; y, además, confieso que preferí coquetear un poco, por así decirlo, con mi descubrimiento, deshojando los pétalos de la flor uno a uno.
Continué oliendo la flor, de vez en cuando, pues la rareza de su perfume me había fascinado. Pasé de nuevo por delante de la casa en el cruce, pero no encontré al hombre de la capa ni a ningún otro caminante. Parecía mantener a distancia a los observadores y yo tenía buen cuidado de no cotillear sobre ello: un solo curioso, me dije, podría llegar a descubrir el secreto, pero no hay margen para dos. Al mismo tiempo, como es natural, habría agradecido cualquier información casual que pudiera llegar a mi conocimiento, aunque no me imaginaba de dónde podría venir. Esperaba encontrar al viejo de la capa en alguna otra parte pero, como pasaban los días sin que reapareciera, acabé por perder toda esperanza. Y sin embargo pensaba que probablemente vivía en aquella vecindad, puesto que había hecho a pie su peregrinación a la casa vacía. Si hubiese venido de algún lugar distante, seguramente habría llegado en un viejo cabriolé de ancha capota y ruedas amarillas: un vehículo tan venerablemente grotesco como él. Un día di un paseo hasta el cementerio de Mount-Auburn, una institución que en aquella época estaba en mantillas y tenía un encanto silvestre que actualmente ha perdido por completo. Contenía más arces y abedules que sauces y cipreses y los difuntos disponían de mucho espacio. No era una ciudad de muertos, a lo sumo un pueblo, y un paseante pensativo podía caminar por el lugar sin que nada le recordara pertinazmente lo grotesco de nuestras pretensiones de hacer consideraciones póstumas. Había salido a gozar del primer anticipo de la primavera, uno de aquellos suaves días de finales de invierno, cuando la tierra aletargada parece exhalar la primera fragancia prolongada que indica el final del turno de sueño. El sol estaba algo cubierto por la neblina y sin embargo hacía calor y el hielo empezaba a rezumar en los más recónditos escondites. Había estado andando durante media hora por los senderos tortuosos del cementerio cuando de pronto percibí una figura familiar sentada en un banco, contra un seto de hoja perenne orientado hacia el sur. Digo que la figura era familiar porque la había visto a menudo en mis recuerdos y fantasías; en realidad sólo la había visto una vez. Estaba de espaldas a mí, pero llevaba puesta una voluminosa capa que era inconfundible. Allí, por fin, encontraba a mi compañero de visita a la casa encantada y se me presentaba la oportunidad de hablar con él, ¡si quería acercarme! Di la vuelta y me dirigí hacia él de frente. Me vio al final del paseo y permaneció inmóvil, con las manos sobre el puño del bastón, observando cómo me acercaba bajo sus espesas cejas negras. De lejos, aquellas cejas negras parecían formidables; eran lo único que yo veía en su rostro. Pero ya más cerca, me tranquilicé, sencillamente porque me di cuenta en seguida de que nadie podía ser en realidad tan increíblemente feroz como parecía aquel anciano caballero. Su cara era una especie de caricatura de la truculencia marcial. Me detuve ante él y respetuosamente le pedí permiso para sentarme y descansar en su banco. Asintió con un gesto silencioso, con mucha dignidad, y me puse a su lado. En esa posición podía observarlo encubiertamente. Realmente parecía una rareza a la luz de la mañana tanto como lo había sido a la luz dudosa del crepúsculo. Los rasgos de su rostro eran tan rígidos como si hubieran sido cortados a tajos en un bloque de madera por un tallista desmañado. Sus ojos flameaban, su nariz era enorme y su boca inhumana. Y sin embargo, poco después, cuando se volvió despacio y me miró fijamente, me di cuenta de que, a pesar de su portentosa máscara, era en verdad un anciano apacible. Estaba seguro de que hasta le habría gustado sonreír, pero, por lo visto, sus músculos faciales eran demasiado rígidos... habían adoptado una expresión diferente de una vez por todas. Me pregunté si estaría loco, pero descarté la idea; el brillo permanente de sus ojos no era propio de la demencia. Lo que su rostro expresaba en realidad era una profunda y simple tristeza; posiblemente le habían partido el corazón, pero su cerebro estaba intacto. Su ropa era andrajosa, aunque limpia, y su vieja capa azul había conocido medio siglo de cepillados.
Me apresuré a hacer alguna observación sobre la suavidad excepcional del día y me respondió con una voz dulce, suave, que casi sorprendía escuchar procedente de unos labios tan belicosos.
—Este es un lugar muy agradable —añadió en seguida.
—Me gusta pasear por los cementerios —repliqué deliberadamente, congratulándome de haber dado con un filón que podía conducir a algo.
Me animé; él se volvió hacia mí y me miró fijamente con sus ojos de brillo oscuro. Luego me dijo muy seriamente:
—Pasear, sí. Haga ejercicio mientras pueda. Algún día tendrá que acomodarse en un cementerio, sin poder moverse.
—Muy cierto —dije—, pero ¿sabe usted que se dice que algunos hacen ejercicio hasta después de muertos?
Había estado mirándome en silencio y, al oír esas palabras, apartó la mirada.
—¿No me comprende? —le dije suavemente.
Continuó mirando al frente.
—¿Sabe usted?, hay personas que se pasean después de muertas —proseguí.
Al fin se volvió y me miró más siniestramente que nunca.
—Usted no cree eso.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque es usted joven e insensato.
Dijo eso sin acritud... incluso amablemente, pero en el tono de un viejo cuya conciencia de su dura experiencia hace que todo lo demás parezca superficial.
—Es verdad que soy joven —le respondí—, pero no creo que en general sea insensato. Pero si digo que no creo en fantasmas, la mayoría de la gente estará conmigo.
—¡La mayoría de la gente es tonta! —dijo el anciano.
Dejé la cuestión y hablé de otras cosas. Mi acompañante parecía en guardia. Me miraba insolentemente y respondía con pocas palabras a mis observaciones; pero, de todos modos, yo tenía la impresión de que nuestro encuentro le resultaba agradable y que, incluso, le parecía un episodio social de cierta importancia. Era, evidentemente, un ser solitario y debía tener escasas oportunidades de charlar con alguien. Habría tenido sus dificultades, que le habían apartado del mundo y le habían llevado a replegarse en sí mismo; pero la fibra social de su alma anticuada no se había quebrantado del todo y yo estaba seguro de que le había agradado descubrir que todavía podía vibrar, aunque fuera débilmente. Por último empezó a hacerme preguntas; quería saber si yo era estudiante.
—Estudio teología —respondí.
—¿Teología?
—Sí. Estudio para ser sacerdote.
Al oír esto me miró con rara intensidad; después apartó otra vez la mirada.
—Entonces hay ciertas cosas que usted debería saber —dijo, por fin.
—Tengo un gran deseo de aprender —le contesté—. ¿A qué cosas se refiere usted?
Me miró de nuevo durante un rato, pero sin hacer caso a mi pregunta.
—Me gusta su aspecto —dijo—. Me parece usted un muchacho formal.
—¡Oh, sí, muy formal! —exclamé, olvidándome por un momento de mi formalidad.
—Creo que es usted juicioso —prosiguió.
—¿Ya no le parezco insensato, entonces? —le pregunté.
—Me atengo a lo que dije sobre la gente que niega el poder de los difuntos para volver: ¡es tonta!
Y golpeó furiosamente el suelo con su bastón.
Titubeé un momento y acto seguido exclamé bruscamente:
—¡Usted ha visto un fantasma! —le dije.
No pareció ni mucho menos sorprendido.
—Está usted en lo cierto, señor —me contestó con mucha dignidad—. Para mí esto no es una cuestión de fría teoría: no he tenido que curiosear en viejos libros para saber lo que debo creer. ¡Yo sé! ¡Con mis propios ojos he contemplado ante mí el espíritu de un difunto, como le veo a usted ahora!
Y mientras hablaba, sus ojos miraban decididamente como si se hubieran posado en cosas extrañas.
Me sentí irresistiblemente impresionado. Me conmovió su credulidad.
—¿Y fue muy terrible? —le pregunté.
—Soy un viejo soldado. ¡No me asusté!
—¿Cuándo fue eso? ¿Dónde ocurrió? —pregunté.
Me miró con desconfianza y comprendí que iba demasiado aprisa.
—Discúlpeme que no entre en pormenores —dijo—. No estoy autorizado a dar más detalles. Ya he hablado más de lo que debía pues no puedo soportar que se hable a la ligera de esas cosas. ¡Recuerde en el futuro que ha visto usted a un viejo muy sincero que le ha dicho —bajo palabra de honor— que ha visto un fantasma!
Y se levantó, como si pensara que había dicho demasiado. Reserva, timidez, orgullo, el temor de que me riera de él, posiblemente el recuerdo de anteriores ocurrencias sarcásticas... todo eso, por un lado, pesaba en su ánimo; pero sospeché que, por otra parte, le había soltado la lengua la locuacidad de la vejez, el sentirse solo y la necesidad de comprensión... y también, tal vez, llevado por la amistad que había tenido la generosidad de demostrarme. Evidentemente, habría sido imprudente presionarlo, pero esperaba volver a verlo.
—Para dar mayor peso a mis palabras —añadió—, permítame que le mencione mi nombre: capitán Diamond, señor. He servido muchos años.
—Espero poder tener el placer de volver a verlo —dije.
—Lo mismo le digo, señor.
Y blandiendo el bastón ominosamente, aunque con las más amistosas intenciones, se marchó con fría formalidad.
Pregunté a dos o tres personas —seleccionadas con discreción— si sabían algo del capitán Diamond, pero fueron completamente incapaces de aclararme nada. Por fin, de pronto, me golpeé la frente con la palma de la mano y, tildándome de idiota, recordé que había omitido una fuente de información a la cual nunca había recurrido en vano. La excelente persona a cuya mesa comía habitualmente y que dispensaba su hospitalidad a estudiantes, a tanto la semana, tenía una hermana tan buena como ella y de conversación más variada. Esta hermana, conocida como Miss Deborah, era una solterona en toda la acepción de la palabra. Era deforme y nunca salía de su casa; pasaba el día sentada junto a la ventana, entre una jaula de pájaros y una maceta con flores, cosiendo pequeños artículos de lencería... misteriosas cintas y adornos. Me aseguraban que se daba mucha maña para coser y que su trabajo era muy apreciado. A pesar de su deformidad y de su confinamiento, tenía un rostro pequeño, lozano y redondo, y una imperturbable serenidad de espíritu. Era también muy ingeniosa y sumamente observadora y le encantaba la charla amistosa. Nada le gustaba tanto como que alguien —sobre todo, creo, si se trataba de un joven estudiante de teología— tomara una silla y se sentara a su lado, junto a su ventana soleada, para una «conversación» de veinte minutos. «Y bien señor —solía decir siempre—, ¿cuál es la última monstruosidad de la crítica bíblica?» Porque solía fingirse horrorizada por las tendencias racionalistas de la época. Pero tenía su pequeña filosofía inexorable y estoy convencido de que era una racionalista más aguda que ninguno de nosotros, y de que, si se lo hubiera propuesto, podría haber planteado cuestiones que habrían hecho estremecer a los más intrépidos de todos nosotros. Su ventana dominaba toda la ciudad... o más bien todo el país. Todo llegaba a su conocimiento mientras cantaba, con su vocecita cascada, sentada en su mecedora baja. Era la primera en enterarse de todo y la última en olvidarlo. Se sabía al dedillo todos los cotilleos de la ciudad y lo sabía todo de gente que nunca había visto. Cuando le preguntaba cómo sabía tantas cosas, decía simplemente: «¡Oh, yo observo!»
—Observe con suficiente atención —me dijo una vez— y no importa dónde se encuentre usted. Puede estar en un gabinete oscuro como boca de lobo. Lo único que se necesita es empezar con algo; una cosa conduce a la otra y todas las cosas están relacionadas: enciérreme en un armario oscuro y al poco rato observaré que unas partes están más oscuras que otras. Después de esto (deme tiempo), le diré qué va a cenar el presidente de los Estados Unidos.
Una vez le lancé un cumplido: «Sus observaciones son tan finas como su aguja y sus afirmaciones tan exactas como sus puntadas».
Naturalmente, Miss Deborah tenía noticias del capitán Diamond. Se había hablado mucho de él hacía muchos años, pero había sobrevivido al escándalo relacionado con su nombre.
—¿Qué escándalo fue ese? —le pregunté.
—Mató a su hija.
—¿Que mató a su hija? —exclamé—. ¿Cómo fue eso?
—¡Oh, no con una pistola, ni con un puñal, ni con una dosis de arsénico! Con su lengua. ¡Y que me digan de la lengua de las mujeres! Le echó una maldición... con un horrible juramento... y la chica murió.
—¿Qué había hecho ella?
—Había recibido la visita de un joven que la quería y a quien él había prohibido entrar en la casa.
—La casa —dije—, ¡ah, sí! Una casa en el campo, a dos o tres millas de aquí, en un solitario cruce de caminos.
Miss Deborah me miró con atención mientras cortaba el hilo con los dientes.
—¡Ah, usted sabe algo de la casa! —me dijo.
—Un poco —le respondí—. La he visto. Pero quiero que usted me cuente más cosas.
Pero Miss Deborah dio muestras de una reserva de lo más insólita.
—¿No me llamará usted supersticiosa, verdad? —dijo.
—¿Usted supersticiosa? Usted es la quintaesencia de la razón pura.
—Verá usted, todos los hilos tienen su parte endeble, y todas las agujas su pizca de moho. Preferiría no hablar de esa casa.
—¡No puede usted imaginarse cómo excita mi curiosidad! —le dije.
—Lo siento por usted. Pero me pondría muy nerviosa.
—¿Qué daño puede hacerle a usted hablarme de esa casa? —le pregunté.
—A una amiga mía se lo hizo.
Y Miss Deborah asintió con la cabeza de forma concluyente.
—¿Qué había hecho su amiga?
—Me había contado el secreto del capitán Diamond, que él le había revelado con mucho misterio. Había sido un antiguo amor suyo y depositó su confianza en ella. Le rogó que no se lo dijera a nadie y le aseguró que si lo hacía le ocurriría algo espantoso.
—¿Y qué le ocurrió?
—Murió.
—Bueno, ¡todos somos mortales! —dije yo—. ¿Le había hecho ella alguna promesa?
—No se lo había tomado en serio, no le había creído. Me repitió la historia a mí y tres días después sufría una inflamación de los pulmones. Un mes más tarde, sentada donde me siento ahora, cosía su mortaja. Desde entonces no le he mencionado a nadie lo que ella me contó.
—¿Era muy extraño?
—Era extraño, pero también ridículo. Es una cosa que puede hacer estremecer, pero a la vez puede dar risa. Pero no se preocupe por mí. Estoy segura de que si se lo contara, inmediatamente me pincharía con una aguja y al cabo de una semana moriría de trismo [11].
Me retiré y no le insistí más a Miss Deborah; pero cada dos o tres días, después de almorzar, iba a su casa y me sentaba un rato junto a su mecedora. No hice ninguna otra alusión al capitán Diamond; estaba callado, mientras ella recortaba cintas con sus tijeras. Por fin, un día, me dijo que tenía mal aspecto. Estaba pálido.
—Me muero de curiosidad —le dije—. He perdido el apetito. Ni siquiera he comido.
—Acuérdese de la esposa de Barba azul [12] —me dijo Miss Deborah.
—Lo mismo se puede morir de una estocada que de hambre —le respondí.
Sin embargo ella no dijo nada y yo por fin me levanté, suspiré melodramáticamente y me marché. Cuando estaba ya en la puerta, me llamó y me señaló la silla que acababa de desocupar.
—Nunca he sido dura de corazón —dijo—. Siéntese y, si hemos de morir, al menos moriremos juntos.
Y entonces, en muy pocas palabras, me comunicó lo que sabía del secreto del capitán Diamond.
—Era un hombre de muy mal genio y, aunque le tenía mucho cariño a su hija, su voluntad era ley. Había escogido un esposo para ella y le había dado cumplida noticia de ello. La madre había muerto y vivían los dos solos. La casa la había aportado Mrs. Diamond como dote matrimonial; el capitán, creo, no tenía ni un céntimo. Después del casamiento habían ido a vivir allí y el capitán había empezado a dedicarse a labrar la tierra. El novio de la pobre chica era un joven de Boston, con patillas. Una noche el capitán los sorprendió juntos, agarró al joven por el cuello y lanzó una terrible maldición a la pobre chica. El joven gritó que ella era su esposa, y el padre le preguntó a su hija si era cierto. Ella contestó que no. Acto seguido, el capitán Diamond, todavía más enfurecido, repitió su imprecación, le ordenó que abandonara la casa y la repudió para siempre. La chica se desmayó y el padre, furioso, se fue y la dejó. Varias horas más tarde, regresó y encontró la casa vacía. Sobre la mesa había una nota del joven en la que le decía que había matado a su hija, le aseguraba una vez más que era su esposa y reclamaba el derecho exclusivo a enterrar sus restos. ¡Se había llevado el cadáver en un cabriolé! El capitán Diamond le escribió en respuesta una increíble nota diciéndole que no creía que su hija hubiera muerto, pero que, de todos modos, para él había dejado de existir. Una semana más tarde, en medio de la noche, vio su fantasma. Entonces, supongo, quedó convencido. El fantasma reapareció varias veces y finalmente empezó a frecuentar la casa con regularidad. El viejo se sentía incómodo, pues poco a poco su ira había desaparecido y estaba apesadumbrado. Por fin decidió dejar la casa y trató de venderla o de alquilada; pero mientras tanto el rumor había corrido, otras personas habían visto el fantasma, la casa tenía mala fama y era imposible deshacerse de ella. Junto con la granja, era la única propiedad del viejo y su único medio de subsistencia; si no podía vivir en ella ni alquilarla, estaba arruinado. Pero el fantasma no se compadecía, como le había pasado a él. Opuso resistencia durante seis meses, pero al fin sucumbió. Se puso la vieja capa azul, recogió sus cosas y se dispuso a vagar y mendigar su sustento. Entonces el fantasma se ablandó y le propuso un arreglo.
»—¡Déjame la casa! —le dijo—. Me quedaré con ella. Márchate y vive en otro sitio. Pero como no tienes medios de vida, seré tu inquilina, ya que no consigues encontrar ningún otro. Te arrendaré la casa y pagaré un alquiler —y el fantasma fijó una cantidad. El viejo aceptó, ¡y cada trimestre va a cobrar el alquiler!
Me reí de ese relato, pero confieso también que me estremeció, pues venía a confirmar con exactitud lo que yo había observado. ¿No había sido yo testigo de una de las visitas trimestrales del capitán?, ¿acaso por poco no le había visto mirando cómo su espectral inquilino contaba el dinero del alquiler?, y cuando se marchaba penosamente en la oscuridad, ¿acaso no llevaba una bolsita de monedas escondida en los pliegues de su vieja capa azul? No comuniqué a Miss Deborah ninguna de mis reflexiones, pues había decidido que mis observaciones tuvieran una continuación y me prometí el placer de darme el gusto de contarle mi historia cuando estuviera plenamente madura.
—¿No tiene el capitán Diamond —le pregunté— ningún otro medio de subsistencia conocido?
—Absolutamente ninguno. No se fatiga ni hila [13]... su fantasma lo mantiene. Una casa encantada es una propiedad valiosa.
—¿Con qué moneda paga el fantasma?
—Con buenas monedas americanas de oro y plata. Con una sola peculiaridad: que todas las piezas son de fecha anterior a la muerte de la joven. ¡Se trata de una curiosa mezcla de materia y espíritu!
—¿Se muestra generoso el fantasma? ¿Paga un alquiler elevado?
—Tengo entendido que el viejo vive decorosamente y que tiene su pipa y sus gafas. Arrendó una casita junto al río; la puerta da a la calle y delante tiene un pequeño jardín. Allí pasa los días, y una anciana de color le lleva la casa. Hace algunos años solía deambular bastante, era una figura conocida en la ciudad y la mayor parte de la gente conocía su leyenda. Pero últimamente se ha metido en su concha y los curiosos lo han olvidado. Supongo que empieza a chochear. Pero estoy segura, espero —dijo Miss Deborah en conclusión— que no sobrevivirá a sus facultades o a su capacidad de locomoción, pues, si mal no recuerdo, una parte del trato era que debía ir personalmente a cobrar su alquiler.
No parecía probable que ninguno de los dos fuera a recibir castigo alguno por la indiscreción de Miss Deborah; seguí encontrándola, día tras día, cantando inclinada sobre su labor, ni más ni menos activa que de costumbre. En cuanto a mí, continué audazmente con mis observaciones. Volví más de una vez al cementerio, pero mis esperanzas de encontrar allí al capitán Diamond quedaron defraudadas. No obstante, tenía una posibilidad que me proporcionaba compensación. Deduje sagazmente que las peregrinaciones trimestrales del viejo a la casa las hacía el último día de cada trimestre. La primera vez que le había visto fue el treinta y uno de diciembre y era probable que volviera a su casa encantada el último día de marzo. Eso estaba a un paso... al fin llegó. Fui a la casa en el cruce de caminos a media tarde, dando por supuesto que la hora señalada era la del crepúsculo. No me equivoqué. Llevaba algún tiempo rondando, sintiéndome yo mismo casi como un fantasma inquieto, cuando apareció de la misma manera que antes, e igualmente vestido. De nuevo me escondí y le vi entrar con el mismo ceremonial que había utilizado en la ocasión anterior. Aparecieron las luces, una tras otra, en las rendijas entre los postigos de cada ventana y abrí la ventana que había cedido a mi importunidad tres meses antes. Volví a ver la gran sombra en la pared, inmóvil y solemne. Pero no vi nada más. El viejo reapareció finalmente, hizo sus fantásticas zalemas ante la casa y se fue sigilosamente, internándose en la oscuridad.
Un día, más de un mes después, me lo volví a encontrar en el cementerio de Mount Auburn. El aire estaba saturado de las voces de la primavera; los pájaros habían regresado y gorjeaban acerca de sus viajes del invierno, y una suave brisa de poniente murmuraba débilmente en el crudo verdor. Estaba sentado tomando el sol en un banco, todavía embozado en su enorme capa, y me reconoció en cuanto me acerqué a él. Me hizo una inclinación de cabeza, como si fuera un gran bajá que diera la señal para que me decapitaran, pero era evidente que le agradaba verme.
—Le he buscado aquí más de una vez —le dije—. No viene usted a menudo.
—¿Qué quiere usted de mi? —me preguntó.
—Disfrutar de su conversación. Disfruté tanto cuando nos vimos aquí.
—¿Me encuentra usted divertido?
—¡Interesante! —le dije.
—¿No pensará usted que estoy chiflado?
—¿Chiflado? ¡Amigo mío! —protesté.
—Soy el hombre más cuerdo de este lugar. Ya sé que eso es lo que dicen todos los locos; pero por lo general no pueden probarlo. ¡Yo sí puedo!
—Le creo —le dije—. Pero me intriga saber cómo pueden probarse tales cosas.
Permaneció un rato callado.
—Se lo diré. Una vez, sin quererlo, cometí un crimen. Ahora pago el castigo. Dedico mi vida a ello. No eludo mi responsabilidad; la arrostro como es debido, sabiendo perfectamente lo que representa. Nunca he tratado de esquivarla, no he pedido que me dispensen de eso; no he huido de ella. El castigo es terrible, pero lo he aceptado. ¡He sido filósofo!
»Si fuera católico, me habría metido monje y habría dedicado el resto de mi vida al ayuno y a la oración. Pero eso no es un castigo: es una evasión. Podría haberme levantado la tapa de los sesos... podría haberme vuelto loco. No hice nada de eso. Sencillamente, me enfrenté a los hechos, afronté las consecuencias. Como le dije, ¡son espantosas! Las afronto cuatro veces al año, en días determinados; así lo haré mientras viva. Es cosa mía; es mi ocupación. Eso es lo que pienso. ¡Lo considero razonable!
—¡Y tan digno de admiración! —exclamé—. Pero me colma usted de curiosidad y de compasión.
—Sobre todo de curiosidad —me dijo astutamente.
—Bueno —le respondí—, si yo supiera exactamente lo que usted sufre, podría compadecerle más.
—Se lo agradezco mucho. No necesito su compasión; no me serviría de nada. Le diré a usted algo, pero no en mi interés sino en el suyo.
El anciano hizo una pausa y echó una mirada a su alrededor, por si acaso algún fisgón les escuchaba.
—¿Todavía estudia usted teología? —me preguntó.
—Sí —respondí yo, en un tono tal vez irritado—. Es algo que no se puede aprender en seis meses.
—Eso creo, mientras no tengan ustedes más que sus libros. ¿No conoce usted el proverbio que dice: «Un grano de experiencia vale más que una libra de preceptos»? Soy un gran teólogo.
—¡Ah, usted ha tenido experiencia! —murmuré con comprensión.
—Usted ha leído sobre la inmortalidad del alma; usted ha visto a Jonathan Edwards y al doctor Hopkins [14] discutiendo sobre ello y decidiendo, con todo lujo de detalles, que es verdad. Pero yo lo he visto con mis propios ojos; ¡lo he tocado con estas manos!—. Y el anciano levantó sus viejos y nudosos puños, agitándolos ominosamente—. ¡Eso es! —prosiguió—; ¡pero lo he pagado caro! Es mejor que lo aprenda usted en los libros.., evidentemente, es lo que hará. Joven, usted es una buena persona; nunca tendrá un crimen sobre su conciencia.
Le contesté, con cierta fatuidad juvenil, que indudablemente esperaba tener mi cuota de pasiones humanas, aunque era buena persona y futuro doctor en teología.
—Bueno, pero usted tiene muy buen carácter, tranquilo —me dijo—. ¡Como yo ahora! Pero en otro tiempo fui muy brutal... demasiado brutal. Debería usted saber lo que son tales cosas. Maté a mi propia hija.
—¿A su propia hija?
—La derribé al suelo y la dejé morir. No pudieron ahorcarme por ello, pues no lo hice con las manos, sino con mis groseras y detestables palabras. Eso es algo muy diferente; ¡vivimos regidos por una gran ley! Pues bien, señor, puedo garantizar que el alma de ella es inmortal. Tenemos una cita para vernos cuatro veces al año y entonces me gano una reprimenda.
—¿Nunca le ha perdonado?
—¡Me ha perdonado como perdonan los ángeles! Eso es lo que no puedo soportar: la forma tolerante y tranquila con que me mira. Preferiría que hurgara en mi corazón con un cuchillo... ¡Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío!
El capitán Diamond inclinó la cabeza sobre su bastón y apoyó la frente sobre sus manos cruzadas.
Me sentí impresionado y conmovido, y por un momento me pareció que su actitud era un freno a nuevas preguntas. Antes de que me atreviese a preguntarle algo más, se levantó despacio y se envolvió en su vieja capa. No estaba acostumbrado a hablar de sus penas y los recuerdos le abrumaban.
—Tengo que seguir mi camino —me dijo—, tengo que arrastrarme, avanzo a paso de tortuga.
—Puede que nos veamos otra vez —le dije.
—¡Oh!, soy un viejo anquilosado —contestó— y esto está bastante lejos. Tengo que reservar mis fuerzas. A veces me paso un mes seguido sentado en una silla fumando mi pipa. Pero me gustaría verle a usted de nuevo —se detuvo y me dirigió una mirada terrible y bondadosa—. Algún día, tal vez, estaré encantado de poder encontrar un alma joven y pura. Si un hombre es capaz de hacer amigos, siempre habrá ganado algo. ¿Cómo se llama usted?
Llevaba en mi bolsillo un ejemplar de los Pensamientos, de Pascal [15], en cuya guarda había escrito mi nombre y mi dirección. Lo saqué y se lo regalé a mi viejo amigo.
—Le ruego que acepte este librito —le dije—. Es uno de los que más aprecio y le dirá algo acerca de mí.
Lo tomó y lo hojeó despacio, luego levantó los ojos hacia mí frunciendo el ceño en señal de gratitud.
—No soy un gran lector —me dijo—, pero no voy a rechazar el primer regalo que he recibido desde... mi desgracia; y el último. ¡Gracias, señor!
Y se marchó con el librito en las manos.
Me quedé imaginándomelo sentado en su sillón durante semanas fumando su pipa. No volví a verlo otra vez. Pero esperaba mi oportunidad, y el día último de junio, al término de otro trimestre, consideré que ya había llegado. En junio empieza a oscurecer muy tarde y me impacienté un poco. Por fin, cuando culminaba un precioso día de verano, volví a visitar la propiedad del capitán Diamond. Todo estaba verde a su alrededor, excepto el huerto marchito en la parte trasera, pero su deprimente tristeza imposible de mitigar era tan impresionante como cuando la había visto por primera vez bajo un cielo de diciembre. Al acercarme vi que llegaba tarde para mi propósito, que era sencillamente el de adelantarme a la llegada del capitán y pedirle resueltamente que me dejase entrar con él. Me había precedido y ya había luces en las ventanas. No quise, por supuesto, molestarlo durante su entrevista con el fantasma y esperé hasta que apareció. Las luces desaparecieron al cabo de un rato; acto seguido se abrió la puerta y el capitán Diamond salió sigilosamente. Aquella noche no hizo ninguna reverencia a la casa encantada, pues lo primero que vio fue a su joven e imparcial amigo plantado, recatado pero con firmeza, cerca del umbral. Se detuvo bruscamente, me miró y esta vez su terrible fruncimiento de ceño estuvo en consonancia con la situación.
—Sabía que estaba usted aquí —le dije—. Vine a propósito.
Parecía consternado y volvió la cabeza hacia la casa, molesto.
—Dispénseme si he ido demasiado lejos en mi atrevimiento —añadí—, pero usted sabe que me alentó a hacerlo.
—¿Cómo supo que yo estaba aquí?
—Me paré a pensar. Usted me contó la mitad de su historia y yo deduje la otra mitad. Soy un gran observador y me había fijado en esta casa, al pasar. Me pareció que encerraba algún misterio. Cuando usted me confió amablemente que veía espíritus, tuve la seguridad de que sólo podía haberlos visto aquí.
—Es usted muy listo —exclamó el anciano—. ¿Y qué le trajo a usted aquí esta noche?
Me vi obligado a esquivar la pregunta.
—Oh, vengo a menudo; me gusta contemplar la casa... me fascina.
Se volvió y la miró.
—Por fuera no tiene nada en particular.
Era evidente que no se había dado cuenta de su peculiar aspecto externo, y ese extraño hecho, dicho así a la luz del crepúsculo, y delante mismo de la siniestra morada, parecía hacer más real su visión de las extrañas cosas del interior.
—He estado esperando una oportunidad para verla por dentro —le dije—. Pensé que podría encontrarle aquí y que me dejaría entrar con usted. Me gustaría ver lo que ve usted.
Parecía desconcertado por mi osadía, pero no disgustado del todo. Me puso una mano sobre el brazo.
—¿Sabe usted lo que veo? —me preguntó.
—¿Cómo voy a saberlo, si no es, como dijo usted el otro día, por la experiencia? Por favor, abra la puerta y déjeme entrar.
Los ojos brillantes del capitán Diamond se dilataron bajo sus cejas oscuras y, después de contener la respiración un instante, se permitió la primera y última disculpa de reírse, con lo cual pude ver los serios rasgos de su semblante contraídos. Fue una risa profundamente grotesca, pero completamente silenciosa.
—¿Hacerle entrar? —gruñó suavemente—. No entraría otra vez, hasta que me llegue la hora, ni por mil veces la suma que he recibido.
Sacó la mano de entre los pliegues de su capa y me mostró una pequeña aglomeración de monedas anudadas en el extremo de un viejo pañuelo de seda.
—Cumplo mi trato por lo menos, ¡pero nada más!
—Pero la primera vez que tuve el placer de hablar con usted me dijo que la cosa no era tan terrible.
—Tampoco ahora digo que sea terrible. ¡Pero es tremendamente desagradable!
Ese adjetivo fue pronunciado con tanta energía que me hizo titubear y reflexionar. Mientras lo hacía, creí oír un ligero movimiento en uno de los postigos de una ventana encima de nosotros. Miré hacia arriba, pero todo parecía inmóvil. El capitán Diamond también había estado pensando; de pronto se volvió hacia la casa.
—Si quiere usted entrar solo —me dijo—, puede hacerlo.
—¿Me esperará usted aquí?
—Sí, no se quedará usted mucho tiempo.
—Pero la casa está completamente a oscuras. Cuando usted entra, hay alguna luz encendida. Se metió la mano en las profundidades de su capa y sacó algunas cerillas.
—Tome esto —dijo—. Encontrará usted dos palmatorias con velas encima de la mesa del vestíbulo. Enciéndalas, coja una en cada mano y siga adelante.
—¿Adónde debo ir?
—A cualquier sitio... a todas partes Puede estar seguro de que el fantasma le encontrará.
No voy a pretender negar que en aquel momento mi corazón latía aceleradamente. Y sin embargo supongo que indiqué al anciano con un gesto bastante solemne que abriera la puerta. Había decidido que de hecho había un fantasma. Había admitido la premisa. Sólo que me había asegurado a mí mismo que en cuanto la mente estuviese preparada, y no se enfrentara a una sorpresa, era posible mantener la calma. El capitán Diamond dio una vuelta a la llave en la cerradura, abrió la puerta de golpe y, mientras yo entraba, me hizo una profunda reverencia. Me quedé a oscuras y oí cerrarse la puerta tras de mí. Durante unos momentos no moví ni un solo dedo de mi cuerpo; miré resueltamente a la impenetrable oscuridad. Pero ni vi ni oí nada y al fin encendí una cerilla. Encima de una mesa había dos palmatorias de latón, herrumbrosas por la falta de uso. Encendí las velas y empecé mi ronda de exploración.
Ante mí se elevaba una ancha escalera, protegida por una balaustrada antigua de esa talla estrictamente delicada que tan a menudo se encuentra en algunas viejas casas de Nueva Inglaterra. Aplacé el ascenso a la escalera y me metí en la habitación a mi derecha. Era un salón anticuado, escasamente amueblado, que olía a cerrado debido a la ausencia de vida humana. Levanté en alto mis dos velas y no vi nada más que sillas vacías y paredes desnudas. Más allá estaba la habitación que yo había atisbado desde fuera y que, de hecho, se comunicaba con ella, como yo había supuesto, mediante unas puertas plegables. Tampoco allí me enfrenté con ningún espectro amenazador. Atravesé de nuevo el vestíbulo y visité las habitaciones del otro lado: delante un comedor, donde habría podido escribir mi nombre con el dedo en la capa de polvo que cubría la gran mesa cuadrada; detrás una cocina con sus cacerolas y pucheros, permanentemente fríos. Todo aquello resultaba desalentador y penoso, pero realmente no impresionaba. Regresé al vestíbulo y me dirigí al pie de la escalera, sosteniendo mis palmatorias; subir requería un nuevo esfuerzo y escruté la penumbra de arriba. De pronto tuve una sensación inefable: me di cuenta de que la penumbra tenía vida; parecía moverse y juntarse. Lentamente —y digo lentamente porque en mi tensa expectación los instantes me parecieron siglos— aquello tomó la forma de una figura grande y definida, que avanzó y se detuvo en lo alto de la escalera. Francamente debo confesar que para entonces yo era consciente de un sentimiento al cual me veo obligado a aplicar el término vulgar de miedo. Puedo poetizarlo y llamarlo Pavor, con mayúscula; era, en cualquier caso, el sentimiento que hace a un hombre retroceder. Lo sopesaba mientras crecía y me pareció perfectamente irresistible; pues no parecía venir de dentro de mí sino de fuera y se encarnaba en la figura oscura en lo alto de la escalera. Hasta cierto punto razoné... recuerdo que razoné. Y me dije: «Siempre había creído que los fantasmas eran blancos y transparentes; este es una criatura formada de sombras espesas, densamente opacas». Me recordé a mi mismo que aquello era momentáneo, y que si el miedo iba a dominarme, debería ordenar todas mis impresiones mientras conservara el juicio. Retrocedí, paso a paso, con mi mirada fija en la figura y dejé mis palmatorias encima de la mesa. Era perfectamente consciente de que lo que tenía que hacer era subir la escalera con resolución y enfrentarme cara a cara con aquella figura, pero las suelas de mis zapatos parecían haberse transformado de pronto en pesas de plomo. Había conseguido lo que quería: veía al fantasma. Traté de mirar a la figura claramente para poder recordarla y afirmar honradamente, después, que no había perdido el dominio de mi mismo. Llegué a preguntarme cuánto tiempo se suponía que debía estar mirando y cuándo podía retirarme de manera honorable. Todo eso, como es natural, pasó por mi mente con extrema rapidez y lo confirmó un nuevo movimiento de la figura. Aparecieron dos blancas manos en aquella oscura masa vertical y se elevaron despacio hasta lo que parecía ser la altura de la cabeza. Allí se apretaron en la zona del rostro, luego se soltaron, y lo dejaron al descubierto. Era impreciso, blanco, extraño, fantasmal en todos los sentidos. Bajó la mirada hacia mí durante unos instantes, después de los cuales levantó otra vez una de las manos, despacio, y la movió hacia adelante y atrás. Había algo muy raro en aquel gesto: parecía denotar rencor y rechazo, y sin embargo era una especie de movimiento trivial, familiar. La familiaridad por parte de la Presencia espectral no había entrado en mis cálculos, y no me impresionó favorablemente. Estuve de acuerdo con el capitán Diamond en que aquello era «tremendamente desagradable». Me sentía imbuido del incontenible deseo de hacer una retirada ordenada y, si era posible, airosa. Quise hacerla con gallardía y me pareció que lo más gallardo seria apagar mis velas. Me volví y así lo hice, meticulosamente, y luego me abrí paso hasta la puerta, la busqué a tientas durante unos instantes y la abrí. La luz del exterior, aunque estaba casi extinta, penetró en la casa por un momento, jugueteó con las polvorientas profundidades de la casa y me mostró aquella sombra sólida.
De pie en la hierba, inclinado sobre su bastón, bajo las primeras estrellas vacilantes, encontré al capitán Diamond. Me miró fijamente durante un momento, pero no me hizo ninguna pregunta, y luego fue a cerrar la puerta. Cumplida esa formalidad, llevó a cabo la otra —hizo su reverencia como el sacerdote ante el altar— y sin prestarme más atención, se marchó.
Unos días más tarde, suspendí mis estudios y me marché a pasar mis vacaciones veraniegas. Estuve ausente varias semanas, durante las cuales tuve suficiente tiempo libre para analizar mis impresiones acerca de lo sobrenatural. Tuve cierta satisfacción al pensar que no me había sentido innoblemente aterrorizado; no había echado a correr ni me había desmayado: había procedido con dignidad. No obstante, no cabe duda de que me sentí más tranquilo cuando puse treinta millas entre mí y el escenario de mi hazaña, y durante mucho tiempo continué prefiriendo la luz del día a la oscuridad. Mis nervios habían sufrido una intensa excitación; de eso me di cuenta específicamente cuando, bajo la influencia del aire soporífero de la costa, mi excitación empezó a decaer poco a poco. A medida que esta desaparecía, intenté formarme una opinión rigurosamente racional acerca de mi experiencia. Con toda certeza yo había visto algo: aquello no fue fruto de mi imaginación; pero, ¿qué era lo que había visto? Lamenté mucho entonces no haber sido más audaz, no haberme acercado más a la aparición y examinarla más minuciosamente. Pero es muy fácil hablar; yo había hecho lo mismo que cualquier hombre en mis circunstancias habría osado hacer; fue ciertamente una imposibilidad física lo que me impidió avanzar. ¿No fue esa paralización de mis facultades en sí misma una influencia sobrenatural? No necesariamente, quizás, pues un fantasma simulado que uno ha aceptado puede causar tanto efecto como uno verdadero. Pero ¿por qué había aceptado yo tan fácilmente el fantasma sable [16] que movía la mano? ¿Por qué se había impresionado tanto el mismo? Sin lugar a dudas, verdadero o falso, se trataba de un fantasma muy inteligente. Yo habría preferido mucho que hubiera sido un fantasma auténtico: en primer lugar porque no me importaría haberme estremecido y temblado sin motivo, y en segundo lugar porque haber visto un duende bien acreditado es, tal y como van las cosas, algo de lo que poder jactarse. Traté, por consiguiente, de dejar estar mi visión y no darle más vueltas. Pero un impulso más fuerte que mi voluntad volvía a repetirse de vez en cuando y ponía en mis labios una pregunta burlona. Di por supuesto que la aparición era la hija del capitán Diamond; si era ella, seguramente era su espíritu. Pero ¿no sería su espíritu y algo más?
A mediados de septiembre me encontraba instalado de nuevo entre las tinieblas teológicas, pero no me apresuré a visitar otra vez la casa encantada.
Se aproximaba el final de mes —el término de otro trimestre para el pobre capitán Diamond— y me sentía poco dispuesto a perturbar su peregrinaje, en aquella ocasión; aunque confieso que sentía mucha compasión al pensar en el débil anciano andando penosamente, solo, en el crepúsculo otoñal para llevar a cabo su extraordinaria misión. El día treinta de septiembre, al mediodía, dormitaba inclinado sobre un pesado octavo [17], cuando oí un débil golpecito en mi puerta. Respondí con una invitación a entrar, pero como eso no surtiera efecto, acudí a la puerta y la abrí. Me encontré ante una mujer negra, entrada en años, con la cabeza envuelta con un turbante escarlata y un pañuelo blanco cubriéndole el pecho. Me miró fijamente en silencio; tenía ese aire de gravedad y de decoro que suelen lucir las personas de edad de su raza. Me quedé mirándola con gesto interrogante y finalmente, sacando una mano de su amplio bolsillo, ella alzó un librito. Era el ejemplar de los Pensamientos, de Pascal, que yo había regalado al capitán Diamond.
—Por favor, señor —me dijo muy suavemente—, ¿conoce usted este libro?
—Perfectamente —le dije—, mi nombre está escrito en la guarda.
—¿Es su nombre... no el de otra persona?
—Si usted quiere, escribiré mi nombre y podrá usted compararlos —le contesté.
Se quedó callada un momento y luego, con dignidad, dijo:
—Sería inútil. No sé leer. Si usted me da su palabra, me basta. Vengo —prosiguió— de parte del caballero a quien usted dio el libro. Me dijo que lo trajera como prenda... esa es la palabra que él empleó. Está muy enfermo en cama y quiere verle a usted.
—¿El capitán Diamond... enfermo? —exclamé—. ¿Es grave su enfermedad?
—Está muy mal... está completamente exhausto.
Le expresé mi pesar y condolencia y me ofrecí a ir a verlo inmediatamente si su mensajera sable me mostraba el camino. La mujer asintió con deferencia y a los pocos momentos la seguía por las calles soleadas, sintiéndome casi como un personaje de las Mil y una noches, conducido hasta una puerta trasera por una esclava etíope. Mi guía dirigió sus pasos hacia el río y se detuvo ante una decorosa casita amarilla en una de las calles descendentes. Rápidamente me abrió la puerta y me encontré en presencia de mi viejo amigo. Estaba en cama, en una habitación oscura y, evidentemente, en muy mal estado. Estaba recostado en la almohada, mirando al frente, con su cabello erizado más tieso que nunca y los ojos intensamente brillantes y oscuros afectados por la fiebre. El cuarto era modesto y estaba escrupulosamente limpio, y pensé que mi guía morena era una fiel sirviente. El capitán Diamond, tendido allí, rígido y pálido, entre sus sábanas blancas, parecía una figura toscamente tallada en la cubierta de una tumba gótica. Me miró en silencio y mi acompañante se retiró dejándonos solos.
—Sí, es usted —me dijo por fin el capitán—, es usted, aquel joven tan buena persona. No me equivoco, ¿verdad?
—Espero que no; creo ser joven y buena persona. Pero siento mucho que se encuentre usted enfermo. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Me encuentro mal, muy mal; ¡me duelen tanto mis viejos huesos! —repuso, y trató de volverse hacia mí, gruñendo ominosamente.
Le pregunté sobre la índole de su enfermedad y el tiempo que llevaba postrado en cama, pero apenas me prestó atención; parecía estar impaciente por hablarme de algo. Me agarró por una manga, me atrajo hacia sí y murmuró en seguida:
—Usted sabe que ha llegado mi hora.
—¡Oh, espero que no! —le dije, interpretando mal sus palabras—. Seguramente le veré otra vez restablecido.
—¡Sólo Dios lo sabe! —exclamó—. Pero no quería decir que me estoy muriendo. Lo que quería decir es que me esperan en la casa. Hoy es el día de pago del alquiler.
—¡Sí, en efecto! Pero usted no puede ir.
—No puedo ir. Es terrible. Perderé mi dinero. Aunque esté muriéndome, lo necesito de todos modos. Tengo que pagar al doctor. Y quiero ser enterrado como un hombre respetable.
—¿Es esta tarde? —pregunté.
—Esta noche a la puesta de sol, exactamente.
Se quedó mirándome y mientras, a mi vez, le miraba, comprendí de pronto el motivo de que me hubiese llamado. En cuanto se me ocurrió la idea, prácticamente la rechacé. Pero supongo que debí mostrarme impasible, pues continuó hablando en el mismo tono.
—No puedo perder mi dinero. Alguna otra persona tiene que ir. Le pedí a Belinda que fuera ella, pero no quiere ni oír hablar de ello.
—¿Cree usted que le pagarán el dinero a otra persona?
—Al menos podemos intentarlo. Nunca he faltado antes y no lo sé. Pero si usted le dice que estoy postrado en cama, que me duelen todos los huesos, que me estoy muriendo, tal vez confíe en usted. ¡Mi hija no querrá que me muera de hambre!
—Entonces, ¿querría usted que yo fuera en su lugar?
—Usted ya ha estado allí otra vez; ya sabe lo que es eso. ¿Está usted asustado?
Titubeé.
—Deme tres minutos para reflexionar —le respondí—, y se lo diré.
Recorrí la habitación con la mirada y me fijé en varios objetos que revelaban la desgastada y decente pobreza de su ocupante. Escasos, agrietados y descoloridos, parecían un mudo llamamiento a mi piedad y a mi determinación. Mientras tanto el capitán Diamond prosiguió débilmente:
—Creo que ella confiará en usted, como yo he confiado; le gustará el rostro que tiene usted; comprenderá que usted es incapaz de hacer daño a nadie. Son ciento treinta y tres dólares, exactamente. Asegúrese de que los pone en lugar seguro.
—Sí —le dije, por fin—, iré y, en lo que de mi dependa, tendrá usted el dinero a las nueve en punto de la noche.
Pareció muy aliviado; me cogió la mano y la apretó débilmente; poco después me retiré. Durante el resto del día traté de no pensar en la prueba que me esperaba aquella noche; pero, como es natural, no pensé en otra cosa. No voy a negar que estaba nervioso; de hecho, estaba muy excitado y pasé el tiempo esperando unas veces que el misterio no resultara ser tan profundo como parecía y temiendo sin embargo que fuera demasiado superficial. Las horas pasaron muy despacio, pero cuando la tarde empezó a declinar, emprendí mi misión. En el camino me detuve en la modesta vivienda del capitán Diamond, para preguntar cómo se encontraba y recibir las últimas instrucciones que quisiera darme. La anciana negra me dejó entrar con una placidez grave e inescrutable, y en respuesta a mis preguntas dijo que el capitán estaba muy mal; había empeorado desde la mañana.
—Debe ser usted muy rápido —me dijo— si quiere regresar antes de que el capitán muera.
Una mirada me convenció de que estaba enterada de mi proyectada expedición, aunque en su opaca pupila negra no vi ningún relampagueo que la traicionara.
—Pero ¿por qué va a morirse el capitán Diamond? —le pregunté—. Cierto que parece muy débil, pero no puedo creer que su enfermedad sea definitiva.
—Su enfermedad es la vejez —dijo la mujer sentenciosamente.
—Pero no es tan viejo como eso; tendrá sesenta y siete o sesenta y ocho años a lo sumo.
La mujer calló por un momento.
—Está muy gastado; está muy agotado; no resistirá mucho más tiempo.
—¿Puedo verle un momento? —le pregunté; ante lo cual me condujo de nuevo a la habitación del capitán.
Estaba acostado, como cuando le dejé, con la salvedad de que tenía los ojos cerrados. Pero parecía muy «mal», como ella había dicho, y apenas se le notaba el pulso. De todos modos me enteré además de que el médico había estado allí aquella tarde y se había mostrado satisfecho.
—No sabe lo que va a pasar —dijo Belinda de manera cortante.
El anciano se movió un poco, abrió los ojos y, al cabo de un rato, me reconoció.
—Sepa que me voy —le dije—. Me voy a por su dinero. ¿Tiene usted algo más que decirme?
Se incorporó lentamente y con un penoso esfuerzo, apoyándose en las almohadas; pero no pareció que me entendiera.
—La casa, ¿sabe usted? —le dije—. Su hija.
Se frotó la frente, despacio, durante un rato, y al fin me di cuenta de que me había entendido.
—¡Ah, sí! —murmuró—. Confío en usted. Ciento treinta y tres dólares. En monedas antiguas... todo en monedas antiguas.
Luego añadió enérgicamente mientras se le iluminaban los ojos:
—Sea usted muy respetuoso... sea muy cortés. Si no... si no...
Y le falló de nuevo la voz.
—Por supuesto que lo seré —le dije con una sonrisa algo forzada—. Pero si no, ¿qué?
—¡Si no, lo sabré! —me respondió muy seriamente.
Dicho esto, cerró los ojos y se hundió en la cama.
Me marché y proseguí mi viaje, a un paso suficientemente constante. Cuando llegué a la casa, hice una inclinación propiciatoria frente a ella, emulando al capitán Diamond. Había calculado mi marcha para poder entrar sin dilación; la noche ya había caído. Di una vuelta a la llave, abrí la puerta y la cerré después de entrar. Luego encendí una cerilla y encontré las dos palmatorias que había usado la vez anterior, encima de las mesas de la entrada. Las encendí con una cerilla, las cogí y entré al salón. Estaba vacío y, aunque esperé un rato, siguió tan vacío como al principio. Pasé a las otras habitaciones de la misma planta y ninguna imagen oscura apareció ante mí para detener mis pasos. Por último volví al vestíbulo y estuve considerando la cuestión de subir la escalera, que había sido el escenario de mi desconcierto la vez anterior, y me aproximé a ella con profundo recelo. Al llegar al pie me detuve, y miré hacia arriba, con la mano apoyada en la barandilla. Me sentía extremadamente expectante y mi expectación estaba justificada. Lentamente, arriba en la oscuridad, tomaba cuerpo la figura oscura que había visto la vez anterior. No era una ilusión; era una figura y era la misma que vi en aquella ocasión. Le di tiempo para que se definiera por sí misma y observé que se detenía y que su rostro oculto miraba hacia abajo en dirección a mí. Entonces, deliberadamente, levanté la voz y hablé.
—He venido en lugar del capitán Diamond, a petición suya. Está muy enfermo; no puede abandonar el lecho. Le pide encarecidamente que me pague a mí el dinero; se lo llevaré inmediatamente.
La figura permaneció inmóvil, sin hacer el menor gesto.
—El capitán Diamond habría venido si pudiera moverse —añadí en seguida, en tono suplicante—, pero está completamente incapacitado.
A todo esto, la figura se quitó lentamente el velo que cubría su rostro y mostró una imprecisa máscara blanca; luego empezó a descender lentamente la escalera. Instintivamente retrocedí ante ella, retirándome hacia la puerta de la sala de delante. Con mis ojos todavía fijos en la aparición, retrocedí hasta atravesar el umbral; entonces me detuve en medio de la habitación y deposité en el suelo mis palmatorias. La figura avanzó; parecía corresponder a una mujer alta, vestida con vaporosos crespones negros. Cuando se acercó, vi que tenía un rostro perfectamente humano, aunque parecía en extremo pálido y triste. Nos quedamos mirándonos el uno al otro; mi agitación había desaparecido por completo. Únicamente sentía mucho interés.
—¿Está mi padre gravemente enfermo? —dijo la aparición.
Al escuchar su voz —dulce, trémula y perfectamente humana—, di un paso adelante y sentí renacer mi excitación. Exhalé un prolongado suspiro y lancé una especie de grito, porque lo que tenía ante mí no era un espíritu incorpóreo, sino una hermosa mujer, una actriz audaz. De una manera instintiva e irresistible, como una reacción a mi credulidad, estiré el brazo y agarré el velo que embozaba la cabeza de la mujer. Le di un tirón violento, casi se lo arranqué y me quedé mirando fijamente a una persona de gran belleza, de unos treinta y cinco años. De un vistazo comprendí la situación: su largo vestido negro, su cara pálida y consumida por la pena, pintada para parecer más pálida, sus bellos ojos —del mismo color que los de su padre—, y su sensación de ultraje ante mi gesto.
—¡Supongo que mi padre no le ha enviado para que me insulte! —exclamó.
Y se volvió rápidamente, cogió una de las velas y se dirigió hacia la puerta. Allí se detuvo, me miró de nuevo, vaciló, y luego se sacó un monedero del bolsillo y lo tiró al suelo.
—¡Ahí tiene usted su dinero! —dijo majestuosamente.
Me quedé allí, titubeando entre el asombro y la vergüenza, y la vi salir al vestíbulo. Luego recogí el monedero. Un momento después oí un alarido y el estrépito de algo al caer al suelo, y la mujer volvió a entrar en la habitación tambaleándose y sin la luz.
—¡Mi padre!... ¡mi padre! —exclamó. Y con la boca abierta y los ojos dilatados, se precipitó sobre mí.
—Su padre... ¿dónde? —le pregunté.
—En el vestíbulo, al pie de la escalera.
Di un paso adelante para salir, pero ella me agarró de un brazo.
—Va de blanco —exclamó—, en camisa. ¡No es él!
—¡Vaya!, su padre está en su casa, en cama, muy enfermo —le respondí.
Me miró fijamente, con ojos penetrantes.
—¿Moribundo?
—Espero que no —farfullé.
La mujer lanzó un prolongado gemido y se cubrió el rostro con las manos.
—¡Oh, Cielos, he visto su fantasma! —exclamó.
Seguía sujetándome el brazo; parecía demasiado aterrorizada para soltarme.
—¡Su fantasma! —repetí, perplejo.
—¡Es el castigo por mi gran locura! —prosiguió ella.
—¡Ah! —dije yo—, es el castigo por mi indiscreción... ¡por mi vehemencia!
—¡Sáqueme de aquí, sáqueme! —exclamó, agarrada todavía a mi brazo—. No, por allí no, ¡por piedad! —añadió al ver que me dirigía hacia el vestíbulo y la puerta de entrada—. Por la puerta de atrás.
Y agarrando otras velas de encima de la mesa, me condujo a través de la habitación contigua hasta la parte de atrás de la casa. Había una puerta que daba a una especie de fregadero dentro del huerto. Descorrí el oxidado cerrojo, salimos y permanecimos al aire libre, bajo las estrellas. Allí mi acompañante se envolvió en su ropaje negro y por un momento permaneció indecisa. Yo me había puesto muy nervioso, pero mi curiosidad por aquella mujer estaba por encima de todo. Agitada, pálida, pintoresca, parecía, con las primeras luces del atardecer, muy bella.
—Todos estos años ha estado usted representando un papel extraordinario —le dije.
Me miró sombríamente y parecía poco dispuesta a responderme.
—He venido verdaderamente de buena fe —proseguí—. La última vez... hace tres meses... ¿se acuerda?.., me asustó usted mucho.
—Claro que fue un papel extraordinario —me respondió finalmente—. Pero era la única manera.
—¿No la habría perdonado él?
—Mientras me considerara muerta, sí. Hubo cosas en mi vida que él no podía perdonar.
Titubeé y luego le pregunté:
—¿Dónde está su esposo?
—No tengo esposo... nunca he tenido esposo.
Hizo un gesto que frenaba más preguntas y se alejó rápidamente. Caminé a su lado alrededor de la casa, hacia la carretera, y ella seguía murmurando:
—Era él... ¡era él!
Cuando llegamos a la carretera, se detuvo y me preguntó qué dirección iba a tornar yo. Señalé el camino por el que había llegado y ella me dijo:
—Yo voy en otra dirección. ¿Va usted a casa de mi padre? —añadió.
—Directamente —le dije.
—¿Podría usted hacerme saber mañana cómo lo ha encontrado?
—Con mucho gusto. Pero ¿cómo me comunicaré con usted?
Pareció desorientada y miró a su alrededor.
—Escríbame usted unas pocas palabras en un papel —me dijo— y póngalo debajo de esta piedra.
Me señaló una de las losas de lava que bordeaban el viejo pozo. Le prometí hacerlo y ella se volvió.
—Conozco mi camino —me dijo—. Todo estaba acordado. Es una vieja historia.
Me dejó a paso rápido y mientras se alejaba en la oscuridad, con los oscuros contornos de su ropaje ondeando al viento, volvió a tomar la apariencia fantasmal con la que se me había aparecido la primera vez. La observé hasta que dejó de verse y entonces me despedí del lugar. Volví a la ciudad a paso acelerado y me dirigí directamente a la casita amarilla cerca del río. Me tomé la libertad de entrar sin llamar y, al no encontrar nada que me lo impidiera, me abrí paso hasta la habitación del capitán Diamond. Junto a la puerta, sentada en un banco bajo, con los brazos cruzados, estaba la negra Belinda.
—¿Cómo está? —le pregunté.
—Se ha ido al cielo.
—¿Ha muerto?
Belinda se levantó, soltando una especie de risita sofocada.
—¡Ahora es tan fantasma como cualquiera de ellos!
Entré en la habitación y encontré al anciano tendido en la cama irremediablemente rígido e inmóvil. Aquella noche escribí unas líneas que me proponía poner al día siguiente debajo de la piedra, junto al pozo; pero mi promesa estaba destinada a no ser cumplida. Aquella noche dormí muy mal —era lógico— y en mi desasosiego me levanté de la cama y paseé por la habitación. Mientras lo hacía divisé, al pasar junto a la ventana, un resplandor rojo en el cielo, hacia el noroeste. Una casa se estaba quemando en el campo y evidentemente ardía deprisa. Estaba situada en la misma dirección del escenario de mis aventuras de aquella tarde y, mientras seguía observando el horizonte carmesí, me sobresaltó un recuerdo repentino. Había apagado la vela que nos alumbró a mi acompañante y a mí hasta la puerta por la que escapamos, pero no había tenido en cuenta la otra, que ella se había llevado al vestíbulo y se le había caído —sabe Dios dónde— en su consternación. Al día siguiente salí con mi carta doblada y tomé el cruce de caminos ya familiar. La casa encantada era un montón de vigas carbonizadas y cenizas a punto de apagarse; los pocos vecinos que habían tenido la audacia de desafiar lo que debieron considerar como un fuego prendido por el demonio habían arrancado la tapa del pozo, en busca de agua; las piedras sueltas habían sido completamente desplazadas y la tierra había sido pisoteada y estaba llena de charcos.


[1] William Ellery Channing (1780-1841), notable teólogo bostoniano que se opuso a las estrictas doctrinas puritanas del calvinismo y defendió las menos severas y más racionalistas del unitarismo. En Estados Unidos el unitarismo surgió a partir del congregacionalismo puritano de Robert Browne (ca. 1550-1633) y se convirtió en uno de los grupos religiosos más importantes (fundaron las universidades de Yale y Harvard), cuya influencia en la vida del país no guarda proporción con el número de sus miembros.

[2] Se refiere a la Facultad de Teología de la Universidad de Harvard.

[3] Ciudad norteamericana del estado de Massachusetts, a las afueras de Boston, donde está ubicada la Universidad de Harvard.

[4] Johann Friedrich Overbeck (1789-1869) fue un pintor y calcógrafo alemán, fundador y principal representante del grupo de los Nazarenos. Inspirándose en los primitivos alemanes e italianos, regeneró el arte religioso de su país e influyó considerablemente en los prerrafaelistas ingleses.
Ary Scheffer (1795-1858) fue un pintor, grabador y escultor franco-holandés, autor de cuadros de temática sentimental, religiosos y profanos, en un estilo académico, próximo a Géricault y Delacroix.

[5] Filósofo neoplatónico griego (205-270) nacido en Licópolis (Egipto), cuyas Eneadas o novenas tuvieron gran influencia en la teología cristiana.

[6] Se refiere evidentemente al siglo XVIII.

[7] Habitante de Nueva Inglaterra. El apelativo deriva de la palabra holandesa «Janke», un diminutivo de Jan (John) utilizado burlonamente. Posteriormente su uso se extendió a los habitantes de los estados del Norte y más tarde a todos los estadounidenses.

[8] San Agustín en Scala paradisi 8 (Jacques Paul Migne, Patrologia latina 40, col. 1001): «vulgare proverbium est, quod nimia familiaritas parit contemptum» [«es un refrán común, que el exceso de familiaridad engendra desprecio»].

[9] Andrew Jackson (1767-1845), séptimo presidente de Estados Unidos (1828-1837) y famoso militar, convertido en héroe nacional al dirigir con éxito la defensa de Nueva Orleans al final de la segunda guerra contra Gran Bretaña (1815). Conocido popularmente como «Old Hickory», aludiendo a ese nogal americano de excelente madera, utilizada para culatas de escopetas y rifles de lujo y para hélices de avión, fue además abogado, fiscal y juez, y llegó a presidir el Tribunal Supremo del estado de Tennessee (cuyo nombre la tradición le atribuye haber inventado).

[10] Labor que las niñas ejecutan en lienzo para aprender, imitando las diferentes muestras.

[11] Contracción tetánica de los músculos maseteros, que produce la imposibilidad de abrir la boca.

[12] Personaje del célebre cuento homónimo de Charles Perrault, incluido en Cuentos de antaño (1697), que al irse de viaje le deja varias llaves a su mujer, instándola a que no utilice la que abre el gabinete del piso de abajo, al que le prohíbe entrar tajantemente. Aunque ella cree que podría sucederle alguna desgracia si le desobedeciese, finalmente entra y descubre los cadáveres de varias mujeres degolladas que estuvieron casadas anteriormente con Barba azul.

[13] Alusión bíblica: «Aprended de los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan ni hilan» [Mateo 6, 28].

[14] Jonathan Edwards (1703-1758), influyente pastor y teólogo de Nueva Inglaterra. Dr. Samuel Hopltins (1721-1803), eminente teólogo de Connecticut opuesto a la esclavitud.

[15] Pensées sur la religion, una serie de notas y fragmentos destinados a servir de base para una apología del cristianismo, que el matemático, físico, filósofo y moralista francés Blaise Pascal (1623-1662) nunca llegó a escribir. Encontrados entre sus papeles cuando murió, se editaron por primera vez en 1669.

[16] Color negro en Heráldica.

[17] Librito en que se contiene el rezo de una octava, como las antiguas de Pentecostés, Epifanía, etc.


Título original: “The Ghostly Rental”. Traducción de Juan Antonio Molina Foix.



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