miércoles, 20 de febrero de 2013

El modo fantástico. Rosemary Jackson.


La imaginación en el exilio

Habrá lágrimas y risas extrañas. Nacimientos y muertes feroces bajo techos sombríos. Y sueños, y violencia, y desencanto.
Mervyn Peake, Titus Groan

“Fantástico” proviene del latín, phantasticus, que deriva del griego, ψανταστικός, y significa aquello que se hace visible, quimérico, irreal. Dado un ámbito infinito como ése, resultó difícil desarrollar una definición adecuada del fantasy como especie literaria. Un crítica afirma que “en un sentido significativo, el fantasy no tiene historia” (Irwin). Parece apropiado que una forma tan proteica se haya resistido con tanto éxito a una clasificación genérica. “La amplia gama de trabajos que llamamos... fantásticos es grande, demasiado grande para constituir un solo género. Incluye géneros convencionales enteros, tales como el cuento de hadas, la novela policial, el fantasy” (Rabkin).
Como término crítico, “fantasy” se aplicó en forma más bien indiscriminada a cualquier tipo de literatura que no da prioridad a la representación realista: mitos, leyendas, cuentos de hadas y folklóricos, alegorías utópicas, ensoñaciones, escritos surrealistas, ciencia ficción y cuentos de horror, textos todos que presentan “otros” territorios, diferentes del humano. Una característica  que se asocia al fantasy literario con la mayor frecuencia es su obstinado rechazo a las definiciones prevalecientes de lo “real” o lo “posible”, un rechazo que por momentos se convierte en violenta oposición. “Un fantasy es un relato basado en y controlado por una franca violación de lo que generalmente se acepta como posibilidad: es el resultado narrativo de transformar la condición contraria a la realidad en una ‘realidad’ en sí misma” (Irwin). Esta violación de los supuestos dominantes amenaza con subvertir (derrocar, trastornar, socavar) las reglas y convenciones que se consideran normativas. En sí misma, no es una actividad socialmente subversiva: sería ingenuo comparar el fantasy con la política anárquica o revolucionaria. Sí perturba, sin embargo, las “leyes” de la representación artística y las reproducciones de lo “real” en la literatura.
El examen de algunas de las raíces del fantasy literario revela que esta función subversiva le es característica. El estudio de Mikhail Bakhtin, La Poética de Dostoievsky coloca a fantasistas modernos como E. T. A. Hoffmann, Dostoievsky, Gógol, Edgar Allan Poe, Jean-Paul, como descendientes directos de un género literario tradicional: la menipea. La sátira menipea aparecía en la antigua literatura cristiana y bizantina, en los escritos medievales, en los de la Reforma y el Renacimiento. Sus trabajos más representativos eran ficciones como Satyricon de Petronio, Bimarcus (es decir, El Doble Marcus) de Varro, Metamorphoses (conocido como El Asno de Oro) de Apuleyo, Una Historia Extraña de Luciano. Era un género que rompía los requerimientos de probabilidad o realismo histórico. La menipea se movía cómodamente en el espacio que se abre entre este mundo, un submundo y un mundo superior. Combinaba pasado, presente y futuro, y permitía dialogar con los muertos. Eran perfectamente normales los estados de alucinación, sueño o desvarío, conductas y discursos excéntricos, transformaciones personales y situaciones extraordinarias.

Son características de la menipea las violaciones al curso habitual de acontecimientos, lo que generalmente se acepta, y a las normas establecidas de conducta y etiqueta, incluyendo las verbales... Los escándalos y las excentricidades destruyen la integridad épica y trágica del mundo, abren una brecha en el curso estable y normal de los asuntos humanos, y libera la conducta humana de normas y motivaciones predeterminantes (Bakhtin).

Era un género que no pretendía ser culto o definitivo. Carente de finalidad, cuestionaba las verdades autoritarias y las reemplazaba por ato menos cierto. Como lo expresa Bakhtin, “Acá lo fantástico no sirve como la encarnación positiva de la verdad, sino para la búsqueda tras la verdad, su provocación y, sobre todo, su puesta a prueba”.
Las definiciones genéricas de la menipea que propone Bakhtin, lo mismo que su descubrimiento de rasgos similares en obras de Rabelais, Swift, Sterne, Dickens, Dostoievsky y Gogol, resultan útiles como una introducción a las cualidades y funciones de los textos fantásticos. Además señala la hostilidad del fantasy hacia las unidades discretas, estáticas, su yuxtaposición de elementos Incompatibles y su resistencia a la fijación. Se disuelven todos los sistemas de orden temporal, espacial y filosófico; se quiebran las nociones unificadas del personaje; el lenguaje y la sintaxis se vuelven incoherentes. A través de este “desgobierno” permite un “cuestionamiento fundamental” al orden social, y urde acertijos metafísicos con respecto al sentido de la vida. Incapaz de ratificar una visión omnisciente, unificada y cerrada, la menipea viola la propiedad social. Habla del descenso a los submundos de burdeles, prisiones, orgías y sepulcros; no le teme a lo criminal ni a lo erótico, tampoco a los locos o los muertos. Muchos fantasy modernos continúan con esta función violentamente transgresiva, pero existen diferencias cruciales entre el regodeo en el desastre de la tradición menipea, y los desórdenes menos sanguíneos, menos celebratorios que aparecen en Dostoievsky y otros fantasistas posteriores, diferencias que Bakhtin tiende a minimizar.
La menipea, para Bakhtin, estaba conceptualmente ligada a la noción del carnaval, una actividad pública, un evento ritualizado y festivo. “En el carnaval”, continúa Bakhtin, “cada uno participa activamente, todos comulgan en el acto carnavalesco ... La vida carnavalesca es la que se arranca de su ruta usual, es, hasta cierto punto, ‘la vida vuelta del revés’, ‘el lado malo de la vida’. El carnaval era una condición temporaria, una suspensión ritual de la ley y el orden de todos los días. Con estos medios, el carnaval disolvía las diferencias, permitía el contacto abierto entre clases diferentes, rompía tabúes sexuales, y fusionaba “todas las cosas que estaban encerradas, aisladas y separadas, en combinaciones y cruces carnavalescos”.
La menipea era una forma tradicional del arte fantástico; muestra lazos fundamentales con el carnaval, lo mismo que fundamentales diferencias entre su celebración del desarreglo, y el desorden de los fantasy modernos menos festivos. Algunos relatos de Dostoievsky, como por ejemplo Bobok, El Doble, Memorias del Subsuelo, Una Historia Enojosa, El Sueño del Tito, conservan muchos rasgos carnavalescos. Invierten las reglas, introducen lo inesperado, hablan de estados psicológicos “anormales”, descienden a un sub mundo social. Pero no tienen una base comunal. Lejos de celebrar una suspensión temporaria de la ley, existen fuera de ella. Sus alucinados sujetos se aíslan de la comunidad, y creen que su alejamiento les es peculiar. Son excéntricos (ex-céntricos), ya no “coinciden consigo mismos” (frase de Bakhtin), y se viven como identidades dobles, con frecuencia múltiples. Esta desintegración de la unidad personal es algo diferente de las suspensiones temporarias de la coherencia que aparecen en la menipea tradicional.
El fantasy moderno se escindió de sus raíces carnavalescas: ya no es una forma comunal. Las desuniones que aparecen en Dostoievsky, Poe, Kafka o Pynchon no son aquellas rupturas temporales del desorden menipeo, aunque sus grotescas manifestaciones sean similares. Bakhtin sugiere que la novela “polifónica” de Dostoievsky expresa la mezcla de formas sociales heterogéneas como una de las consecuencias de la economía capitalista y su correspondiente destrucción del orden “orgánico”. “Al no permitir más división que la división entre proletarios y capitalistas, el capitalismo causó la colisión entre esos mundos, y volvió a soldarlos en su propia unidad envolvente y contradictoria”. Los textos fantásticos de Dostoievsky anticipan uno de los rasgos centrales de la literatura moderna: la pluralidad de lenguajes, la confrontación, de discursos e ideologías, sin llegar a ninguna síntesis o conclusión definitiva. No hay “axis” (por eje), no hay “monologuismo”. [1] Sólo hay una grotesca disolución, una gran promiscuidad.
Dostoievsky se refiere con frecuencia a la literatura fantástica como el único medio apropiado para sugerir una sensación de distanciamiento, de alienación respecto de los orígenes “naturales”. Sus historias relatan escenas metropolitanas “no-naturales”, habitadas por individuos desintegrados, “hombres subterráneos”. A pesar de que lo fantástico retiene su función original de ejercer presión contra los sistemas jerárquicos dominantes, ya no es una forma escapista sino el único modo expresivo posible. Como dice Dostoievsky,

Pero ahora sabemos que si no existe un suelo y si no existe acción posible, el espíritu esforzado se expresará precisamente en manifestaciones irregulares y anormales; equivocará la frase por la vida, saltará por encima de las fórmulas dispuestas pero extrañas, estará encantado de tenerlas, y las reemplazará por la realidad. En una vida fantástica, todas las funciones son también fantásticas. (Dostoievsky, cit. Linnér.)

Sartre escribió una defensa del fantasy como una forma perenne que se hace valer en el mundo secularizado y materialista del capitalismo moderno. Mientras prevalecía la fe religiosa, dice Sartre, el fantasy hablaba de saltos hacia otros territorios. Las condiciones de una existencia puramente humana se trascendían a través del ascetismo, el misticismo, la metafísica o la poesía, y el fantasy cumplía una función definida, escapista. “Manifestaba nuestro poder humano de trascender lo humano. Los hombres procuraban crear un mundo que no fuera de este mundo” (Sartre, 1947). En una cultura secular el fantasy tiene una función diferente. No inventa regiones sobrenaturales, pero presenta el mundo natural transformado en una cosa rara, en “otra” cosa. Cuando se pasa de las exploraciones trascendentales a las transcripciones de la condición humana, el mundo se humaniza, se “domestica”. En este sentido, según Sartre, el fantasy asume la función que le es propia: transformar este mundo. “Al humanizarse, lo fantástico se aproxima a la pureza ideal de su esencia, se convierte en lo que ha sido.” Sacado de un contexto de fe en lo sobrenatural (ya sea sagrado o secular), el fantasy se convierte en una expresión de las fuerzas humanas.

Parece despojado de todos sus artificios. ... Reconocernos como propia la huella en el borde. No hay fantasmas, ni súcubos, ni fuentes rezumantes. Sólo hay hombres, y el creador de lo fantástico anuncia que se está identificando con el objeto fantástico.

Sartre define lo fantástico como una literatura en la que se desconocen los significados definitivos: los objetos ya no sirven a propósitos trascendentales, de modo que los medios han reemplazado a los fines.
La transición de la fe al descreimiento no fue fácil: las transformaciones del fantasy fueron lentas y fluidas, y la supervivencia de lo “maravilloso” en los trabajos del siglo veinte indican la sostenida seducción de ese modo. Pero lo fantástico se convirtió en una forma narrativa particularmente desencantada (en ambos sentidos de la palabra). “El período de descreimiento permitió que emergiera la literatura fantástica en el sentido más estricto.” [2] “Lo fantástico es una compensación que el hombre se proporciona a sí mismo en el nivel de la imaginación [l’imaginaire], por todo lo que ha perdido en el nivel de la fe” (Lévy).
Georges Bataille dice: “Esas artes que mantienen dentro de nosotros la angustia y la recuperación de la angustia, son las herederas de la religión” (Bataille, Literatura y Mal). El fantasy revela una insatisfacción con lo que “es”, pero sus frustrados intentos de realizar un ideal lo convierten en una versión negativa del mito religioso. El fantasy es “eficaz (sólo) en el deseo por el objeto, no en su posesión” (ibíd.) Sin una cosmología de cielo e infierno, la mente se enfrenta con el exceso puro: el cosmos se convierte en un espacio cargado de amenaza, percibida e internalizada cada vez  más como un área sin-sentido.


Lo “real” bajo escrutinio

La realidad no se limita a lo que nos es familiar, al lugar común, ya que en gran medida consiste en una palabra futura, aún latente y tácita.
Dostoievsky, Notas

En una cultura secularizada, el deseo de lo otro no se desplaza hacia regiones alternativas del cielo y el infierno, sino que se dirige hacia las zonas ausentes de este mundo, transformándolas en “otra” cosa, diferente de la familiar y confortable. En lugar de un orden alternativo, crea la “otredad”, este mundo re-emplazado y dis-locado. Un término útil para comprender y expresar este proceso de transformación y deformación es “paraxis”. Esto significa par -axis, lo que está situado a cada lado del axis (eje) principal, lo que yace a los costados del cuerpo central. Paraxis es una noción eficaz para referirse al lugar o el espacio de lo fantástico, porque implica un vínculo inextricable con el cuerpo central de lo “real”, al que ensombrece y amenaza.
Paraxis es también un término técnico que se emplea en óptica. Una región paraxial es un área en la que los rayos de luz parecen unirse en un punto detrás de la refracción. En este área, el objeto y la imagen parecen chocar, pero en realidad ni el objeto ni la imagen reconstituida residen ahí verdaderamente: ahí no reside nada.


Esta zona paraxial sirve para representar la región espectral de lo fantástico, cuyo mundo imaginario no es enteramente “real” (objeto), ni enteramente “irreal” (imagen), pero se localiza en alguna parte indeterminada entre ambos. Este posicionamiento paraxial determina muchos de los rasgos semánticos y estructurales de la narrativa fantástica: los medios de que se vale para establecer su “realidad” son inicialmente miméticos (“realistas”, que presentan “objetivamente” un mundo de “objetos”), pero luego cambian a otro modo que parecería ser maravilloso (“no-realista”, que representa aparentes imposibilidades), si no fuera por su base inicial establecida en lo “real”. También temáticamente, como veremos, lo fantástico juega con las dificultades para interpretar acontecimientos/cosas como objetos o como imágenes, y de esta forma desorienta al lector en su categorización de lo “real”.
La etimología de la palabra “fantástico” indica una ambigüedad esencial: es i(no)real. Como el fantasma que no está vivo ni muerto, lo fantástico es una presencia espectral suspendida entre el ser y la nada. Toma lo real y lo quiebra. La famosa distinción que hace Coleridge entre Imaginación y Fantasía en su Biographia Literaria, enfatiza esta actividad disolvente, esta re-creación de lo real: “La fantasía no tiene otros adversarios con quien jugar más que las fijaciones y los definidos ... Es un modo de la memoria emancipado del tiempo y del espacio, mezclado con y modificado por ese fenómeno empírico de la voluntad que expresamos con la palabra elección”. J. A. Symonds escribe algo similar y lo vincula con el grotesco: “Lo fantástico ... implica invariablemente una cierta exageración o distorsión de la naturaleza. Lo que llamamos fantástico en el arte proviene de un ejercicio de la fantasía caprichosa, que juega con las cosas y las combina en formas arbitrarias e inexistentes”. El fantasy re-combina e invierte lo real, pero no escapa a su esfera: existe en una relación simbiótica o parásita con lo real. Lo fantástico no puede existir en forma independiente de ese mundo “real” al que parece encontrar finito en un grado frustrante.
El trabajo de Irène Bessière, Le Récit fantastique: la poètique de l’incertain (1974), es el mejor estudio teórico del fantasy definido por su “relacionalidad”, es decir, por su posicionamiento respecto de lo real. Bessière propone que lo fantástico está íntimamente ligado con lo real y lo racional: no debe ser equiparado con lo irracional. El lado inverso de la ortodoxia de la razón es lo anti-racional. Este lado revela que la razón y la realidad son construcciones arbitrarias y movedizas, y en consecuencia pone en cuestionamiento la categoría de lo “real”. En el texto fantástico las contradicciones salen a la superficie y se plantean como antinomias, puesto que la razón tiene que confrontarse con todo lo que tradicionalmente rechaza. La estructura de la narrativa fantástica está fundada sobre contradicciones.
Se pueden aplicar a lo fantástico las teorías formalistas de estructura literaria, que identifican diferentes especies narrativas por sus correspondencias con diferentes tropos lingüísticos. Lo que surge como el tropo básico del fantasy es el oxímoron, una figura retórica que conjuga contradicciones y las sostiene en una unidad imposible, sin avanzar hacia una síntesis. Algunos críticos literarios se han manifestado en términos más generales con respecto a este tipo de estructura antinómica del texto fantástico. “El fantasy es esa clase de narración prolongada que establece y desarrolla un antihecho, es decir, juega al juego de lo imposible... un fantasy es un relato basado en y controlado por una franca violación de lo que habitualmente se acepta como posibilidad” (Irwin).
Generalmente se coincide en que esta imposibilidad es lo que define lo fantástico como narrativa, aunque hasta el estudio de Bessière no se había considerado que una estructura antinómica fuera un determinante formal. Rabkin declara que “Lo verdaderamente fantástico ocurre cuando las reglas básicas de un relato son forzadas a hacer un giro de 180 grados, cuando se contradice en forma directa las perspectivas predominantes... Lo fantástico sólo existe contra un fondo al que se opone francamente.” El problema con la definición de Rabkin es su rigidez: su paradigma es Alicia al otro lado del espejo, pero algunas fantasías más fluidas no pueden ajustarse a su esquema. Hay otras definiciones generales que no examinan las estructuras narrativas, como la de Caillois: “Lo fantástico implica siempre una ruptura del orden reconocido, una irrupción de lo inadmisible dentro de la inmutable legalidad de todos los días” (Images, Images). Más cerca de la definición estructural de Bessière está la noción de “subjuntividad negativa” de Joanna Russ:

El fantasy expresa la “subjuntividad negativa”; el fantasy es fantasy porque contraviene lo real y lo viola. El mundo real está constantemente presente en el fantasy, por negación ... fantasy es lo que no hubiera podido pasar; es decir, lo que no puede pasar, lo que no puede existir ... la subjuntividad negativa, el no puede o no hubiera podido, constituye de hecho el placer principal del fantasy. El fantasy viola lo real, lo contraviene, lo niega, e insiste en esta negación hasta el final (Russ).

Marcel Brion entiende lo fantástico como ese tipo de percepción “qui ouvre sur les plus vastes espaces” (que se abre a los espacios más extensos) (cit. Hellens). Es esta acción de apertura lo que molesta, por negar la solidez de lo que se tomó por real. Bataille se refirió a esta clase de infracción como “une déchirure”, un desgarramiento, o herida, que yace abierta a un lado de lo real. La misma “apertura” violenta del orden sintáctico se puede encontrar en Lautréamont, Mallarmé, Rimbaud, Artaud, el surrealismo, etcétera, y desde esta perspectiva, los escritos fantásticos de los últimos dos siglos son claros antecedentes de los textos modernistas, tales como Ulises o Finnegan’s Wake, de Joyce, con su cometido de desintegración.
Muchos títulos del modo fantasy indican esta acción de “apertura”, frecuentemente vinculados con nociones de (1) invisibilidad, (2) imposibilidad, (3) transformación, (4) ilusión desafiante. Por ejemplo: (1) La muchacha invisible, de Mary Shelley, El hombre invisible, de Wells, El hombre sin rostro, de Margaret Armstrong, Vanishing men, de G. M. Winsor, The man who was not there, de E. L. White, Le passe-muraille, de Marcel Aymé. (2) El mortal inmortal, de Mary Shelley, El mundo que nunca fue, de Arthur Adcock, Unborn tomorrow, de John Kendall, Death into life, de W. O. Stapledon, El país de los muertos vivos, de Neal Fyne, La mujer que no podía morir, de A. Stinger. (3) Wieland, o la transformación, de Brockden Brown, Avatar, o la doble transformación, de Gautier, La metamorfosis, de Kafka, La transformación, de George MacBeth. (4) Walking shadows, de Alfred Noye, The double shadow, de C. A. Smith, Dwellers in the mirage, de Abraham Merritt, Ciudad de ilusiones, de Ursula K. Le Guin, The Shape or Illusion, The Shadows of the Images, de William Barrett.
En otros trabajos, el mundo “real” es re-emplazado, sus ejes se disuelven y distorsionan de tal manera que las estructuras temporales y espaciales sufren un colapso: Vice Versa, de F. Anstey, The disintegrator, de C. Brown, The Edge of Things, de W. Barrett, La división del tiempo, de Elizabeth Sewell, etcétera.
La poética del fantasy propuesta por Bessière señala las estructuras que están detrás de estos temas. La presentación de la imposibilidad no es una actividad radical en sí misma: los textos sólo subvierten si el lector está perturbado por el disloque de su forma narrativa. Lo fantástico, tal como lo entiende Bessière, no puede estar clausurado. Actúa dentro de sistemas cerrados, infiltrando, abriendo espacios donde la unidad se dio por sentada. Sus imposibilidades proponen “otros” significados o realidades latentes detrás de lo posible o lo conocido. Al romper “verdades” simples y reduccionistas, lo fantástico traza un espacio dentro del marco cognoscitivo de una sociedad. Introduce verdades múltiples y contradictorias: se vuelve polisémico.

Lo imposible es una zona de polisemia, de la inscripción de otro significado. Este significado se produce por un proceso relativizante que surge del juego de ambivalencias. Como es una narrativa estructurada sobre contrarios, el fantasy habla de límites, y es particularmente revelador al señalar los bordes de lo “real” (Bessière).

 Al presentar lo que no puede ser, pero es, el fantasy expone las definiciones de una cultura sobre lo que, puede ser: traza los límites de su marco ontológico y epistemológico.
Las definiciones de lo que puede “ser”, y las imágenes de lo que no puede ser, obviamente sufren considerables cambios históricos. Las sociedades no secularizadas difieren de las culturas seculares en sus creencias acerca de lo que constituye la “realidad”. La otredad es imaginada e interpretada en forma diferente. En lo que podríamos llamar una economía [3] sobrenatural, la otredad es trascendente, maravillosamente distinta de lo humano: los resultados son fantasy religiosos de ángeles, demonios, cielos, infiernos, tierras prometidas, y fantasy paganos de elfos, enanos, hadas y mundos de hadas. En una economía natural, o secular, la otredad no se localiza en otra parte: se lee como una proyección de miedos y deseos meramente humanos que transforman el mundo a través de su percepción subjetiva. Una economía introduce la ficción que puede denominarse “maravillosa”, mientras que la otra produce lo “siniestro” o “extraño”. Por un lado, hay trabajos “maravillosos” que confieren cualidades sobrenaturales a la otredad; a esta clase pertenecen las narraciones mágicas, desde Sir Gawain y el Caballero Verde o La bella durmiente, hasta El señor de los anillos. Por el otro lado, hay cuentos “extraños” donde lo raro es un efecto producido por la mente deformada y deformante del protagonista; la mente, por ejemplo, evidentemente alucinada del narrador del Horla de Maupassant:

Ahora tengo la certeza ... de que a mi lado existe una criatura invisible ... que puede tocar las cosas, levantarlas y moverlas, que en consecuencia está dotada de una naturaleza material, aunque pueda resultar imperceptible a nuestros sentidos, y que vive bajo mi techo como yo mismo. ... Creería estar sufriendo alucinaciones aunque permanezco perfectamente sano. [4]

A partir de la ficción gótica, hay una transición gradual desde lo maravilloso hasta lo extraño; la historia de la supervivencia del horror gótico es la historia de la progresiva internalización y reconocimiento de miedos originados en el yo.
No es casual que lo fantástico reciba el crédito que se merece en el siglo diecinueve, precisamente cuando una economía sobrenatural de ideas dejaba lugar a una economía natural, pero aún no era del todo desplazada por ella. Todorov clarifica esto en su representación diagramática de las formas cambiantes de lo fantástico: van de lo maravilloso (predominante en un clima de creencias mágicas y sobrenaturales) a través de lo puramente fantástico (donde no se puede encontrar explicación) hasta lo extraño (que explica todas las extrañezas como producidas por fuerzas inconscientes). Así:


Lo fantástico abarca una región que no tiene nombre ni explicación racional de su existencia. Sugiere acontecimientos que quedan fuera de toda interpretación. Tal como lo describe Bessière, amplificando el esquema de Todorov: “La narrativa fantástica se presenta como una transcripción de la experiencia imaginaria de los límites de la razón. Vincula la falsedad intelectual de sus premisas a una hipótesis de lo no natural o lo sobrenatural” y llega gradualmente a una posición en la que esas hipótesis son insostenibles, de modo que lo fantástico introduce “aquello que no puede ser, tanto en una economía natural como sobrenatural”.
Durante el siglo diecinueve, pues, lo fantástico comenzó a vaciar el mundo “real”, volviéndolo extraño, sin proporcionar explicación alguna sobre la extrañeza. Michel Guiorriar denominó este efecto l’insolíte —lo insólito, inusual, sin precedentes— y describió la acción negadora de lo fantástico como una actividad de disolución, deterioro, desintegración, trastorno, dilapidación, vaciamiento, perdición. La noción misma de realismo que fuera dominante a mediados del siglo diecinueve queda sujeta al cuestionamiento y la interrogación.
Lo fantástico existe como la parte interior, o inferior, del realismo, y enfrenta la novela cerrada y monológica con estructuras abiertas y dialógicas como si la novela hubiera provocado su propio opuesto, su reflejo irreconocible. De ahí su relación simbiótica, el axis de la primera oscurecido por la paraxis de la segunda. Lo fantástico da salida precisamente a esos elementos que, dentro de un orden dominante “realista”, sólo se conocen a través de su ausencia. Durante el siglo diecinueve los cuentos fantásticos proliferaron como la versión opuesta de la narrativa realista: la literatura de lo fantástico es “nada más que la consciencia desasosegada del positivismo del siglo diecinueve” (Todorov). Es todo lo que no se dice, todo lo que no se puede decir a través de formas realistas.
Lo fantástico se afirma en la categoría de lo “real”, e introduce zonas sólo conceptualizadas por los términos negativos de las categorías realistas del siglo diecinueve: im-posible, in-forme, in-visible, in-decible, des-conocido, i-real. Se ataca lo que podría llamarse una categoría “burguesa” de lo real. Esta relacionalidad negativa constituye el significado del fantástico moderno.


Lo maravilloso, lo mimético y lo fantástico

La distinción entre lo natural y lo sobrenatural, de hecho, se derrumbó; y cuando sucedió eso, uno comenzó a descubrir qué cómodo había sido, cómo había aliviado la carga de intolerable extrañeza que este universo nos impone.
C. S. Lewis, Voyage to Venus

Tradicionalmente, los críticos definieron el fantasy por su relación con lo “real”; en términos literarios esto implicaba una tendencia a entender lo fantástico a través de su relación con el realismo. El estudio de Todorov fue el primero en cuestionar esta clasificación y en ofrecer una formulación sistemática de la poética del fantasy, en la cual se rehúsa a tomar elementos de otras categorías para explicar o “dar cuenta de” la emergencia y existencia de la forma. Más que distraerse con explicaciones filosóficas y psicológicas, Todorov se apoya en el análisis del texto en sus propios términos, y así llega a una definición más teórica que histórica del género. Voy a resumir sus ideas principales antes de sugerir unas pocas modificaciones que podrían hacerse.
Dado que parecía haber un común acuerdo en que lo fantástico tenía que ver con algún tipo de desasosiego y ansiedad existencial, Todorov buscó la manera de entender cómo los fantasy literarios producían tal efecto. Descubrió el meollo de sus teorías en el trabajo de un crítico ruso del siglo diecinueve, Vladimir Solovyov, quien formuló esta definición: “En el verdadero campo de lo fantástico, existe siempre la posibilidad exterior y formal de una explicación simple de los fenómenos, pero, al mismo tiempo, esta explicación carece por completo de probabilidad interna”. Curiosamente, el mismo Dostoievsky llegó a una definición similar al describir el cuento de Pushkin, La reina de espadas (1834) como “una obra maestra del arte fantástico”, ya que era imposible disipar la ansiedad provocada por la aparente irrealidad de los sucesos narrados:

Uno cree que Herman tuvo realmente una visión ... sin embargo, al final del relato, es decir, cuando se lo leyó por completo, uno no puede decidirse. ¿Esa visión surgió del mismo Herman, o era realmente uno de esos seres que están en contacto con otro mundo, uno de los espíritus del mal, hostiles a la humanidad? (Cit. Linnér).

Según Dostoievsky, el verdadero fantasy no debe romper la vacilación que el lector experimenta al interpretar los sucesos. Los relatos que resultan demasiado increíbles para ser presentados como “reales” rompen esta convención; descarta como un puro disparate la historia de un hombre que carece (literalmente) de corazón, porque viola los límites de lo posible y el acuerdo que el texto establece entre el lector y el autor. “Lo fantástico”, dice Dostoievsky, “debe estar tan cerca de lo real que uno casi tiene que creerlo”.
Todorov vio que la definición de Solovyov podía ampliarse a un enfoque más riguroso y extenso de lo fantástico. El relato que presenta acontecimientos “extraños” no permite ninguna explicación interna de lo extraño —el protagonista no puede entender lo que está pasando— y esta confusión se extiende hacia afuera para afectar al lector de la misma manera, Según Todorov, el texto puramente fantástico establece una vacilación absoluta, tanto en el protagonista como en el lector, quienes no pueden aceptar los insólitos sucesos que se describen, ni desecharlos como fenómenos sobrenaturales. La ansiedad, entonces, no es sólo un rasgo temático, sino que se incorpora a la estructura del trabajo para convertirse en su elemento definitorio. Todorov insiste en que esta inserción o inscripción sistemática de la vacilación es la que define lo fantástico.

Lo fantástico requiere el cumplimiento de tres condiciones. En primer lugar, el texto debe obligar al lector a considerar el mundo de los personajes como un mundo de personas reales y a vacilar entre una explicación natural y una explicación sobrenatural de los acontecimientos evocados. En segundo lugar, esta vacilación puede también ser sentida por un personaje; de este modo, el papel del lector está confiado a un personaje ... la vacilación está representada, se convierte en uno de los temas de la obra. Finalmente, el lector debe adoptar determinada actitud frente al texto: deberá rechazar tanto la interpretación alegórica como la interpretación “poética”.

La primera y la tercera de estas condiciones se definen como constituyentes del género, mientras que la segunda es un elemento opcional. Podemos encontrar un ejemplo que incorpora su propio escepticismo en cuanto a la credulidad de su contenido, en el cuento La nariz (1836) de Gogol, que influyó sobre El doble de Dostoievsky. El narrador distrae la incredulidad del lector confesando la suya propia y haciendo explícita la imposibilidad de entender el relato en términos racionales. El protagonista, Ivan Yakovlevich, descubre “una nariz muy conocida” en el pan de su desayuno, una nariz que adquiere vida propia. El narrador comenta: “Podemos ver que en esta historia hay mucho de inverosímil ... es altamente improbable que una nariz desaparezca de un modo tan fantástico, para reaparecer luego en diversas partes de la ciudad vestida de concejal.” [5] Lo crucial aquí es que dentro del mismo texto redundan las explicaciones naturales y sobrenaturales de lo extraño; la imposibilidad de certeza y de interpretación de significados pasa a primer plano.
El texto paradigmático de Todorov es un cuento de Cazotte, El diablo enamorado (1772), que muchos consideran el primer relato puramente fantástico. Su héroe, Alvaro, está enamorado de una mujer llamada Biondetta, que resulta ser el diablo. Alvaro nunca puede decidir quién es Biondetta; ella es humana y sobrehumana, ambas cosas en forma ambigua, y Alvaro se vuelve loco de indecisión. Su incapacidad para definirla, para conocerla, rompe el sistema racional con que había ordenado el mundo, y llega a un estado de total confusión en cuanto a la naturaleza de lo “real”, incluso respecto de su propia identidad. Está dividido entre una fe primitiva en los hechos sobrenaturales que acontecen (Biondetta como el diablo) y una profunda incredulidad más allá de lo puramente humano (Biondettta como mujer). Esta incertidumbre epistemológica —expresada frecuentemente en términos de locura, alucinación, división múltiple del sujeto— es un rasgo recurrente en el fantasy del siglo diecinueve; y tal como señala Todorov, el texto mismo lo dramatiza cuando produce un des-conocimiento similar por parte del lector. El mejor ejemplo, quizás, de profunda incertidumbre del protagonista (otra vez incertidumbre con respecto al status de una figura “demoníaca”) es Private Memoirs and Confessions of a Justified Sinner (Memorias Privadas y Confesiones de un Pecador Justificado) de James Hogg. Es una obra dividida literalmente en dos secciones —una a cargo de un editor y la otra a cargo del confesor— que demuestra claramente la teoría de Todorov en cuanto a la inscripción de enfoques dobles dentro del texto fantástico.
Las Confesiones de Hogg logran que el lector no pueda llegar a una versión definitiva de la verdad. Todo recuento preciso de acontecimientos, toda interpretación confiable, se aleja más y más en la distancia; o mejor dicho, lo que aparece en primer plano como tema realmente importante, es una verdad equivoca. Todorov considera que esta clase de ambigüedad se produce por la tensión entre la voz de un “el” (en la versión de Hogg, ésta sería la historia del editor) y la voz de un “yo” (que sería la historia del pecador). En otras palabras, la vacilación que produce el relato surge de una confusión de pronombres y funciones pronominales: el lector nunca recobra una posición de confianza respecto del texto, como la que podría encontrar en la narrativa de una tercera persona omnisciente, donde una voz “objetiva” y autoritaria (autoral), que todo lo sabe, explica el significado de los hechos. El relato de Cazotte, por ejemplo, no permite que el lector restablezca la certeza: no hay regreso a una voz impersonal, separada de la de Alvaro. El lector queda indeciso, y nunca llega a saber si era verdad o no lo que se dijo en nombre de una experiencia “verdadera”. La voz narrativa es la de un “yo” desconcertado/desconcertante, colocado en el centro del relato.
La visión incierta del protagonista de lo fantástico se extiende al lector a través de una combinación de narrador y héroe. La visión borrosa del protagonista y su ignorancia conforman la perspectiva más “objetiva” posible. Y al mismo tiempo, no se puede distanciar su experiencia como el mero producto de una mente afiebrada, porque la voz narrativa es más frecuentemente un “él” que un “yo”, excluyendo de esta forma la posibilidad de descartar el relato como algo peculiar a esa mente o subjetividad individual. El efecto de vértigo que produce un cuento como La metamorfosis de Kafka proviene de esta incapacidad de descartar como ilusoria la experiencia del héroe: en términos de su presentación, no es el sueño de un “yo” sino la realidad de un “él”. La transformación “irreal” de Gregorio es “real”: es otro ser diferente, con su razón intacta.

Hubiera necesitado los brazos y las manos para levantarse; sólo tenía en cambio esas patitas que nunca dejaban de moverse en todas direcciones y que no podía controlar en lo más mínimo. Cuando trató de doblar una de ellas, fue la primera en estirarse ... contempló sus patitas luchando entre sí más salvajemente que nunca y no vio de qué manera podría poner orden en esa arbitraria confusión...

Esta confusión entre un “yo” y un “él” a través de la voz narrativa, tiene como su causa y efecto la incertidumbre en la visión, la resistencia o incapacidad de fijar las cosas como explicables y conocidas. Lo fantástico problematiza la visión (¿es posible confiar en el ojo que ve?) y el lenguaje (¿es posible confiar en el “yo” que habla y registra?). Es interesante observar que en el traslado del género fantástico al cine, estos problemas se reenfocan en la visión del “ojo” de la cámara, que puede producir una combinación similar de registros “objetivos” o documentales, y una visión “subjetiva” sugerida a través de un personaje de la narración. O puede haber combinaciones “irreales” de objetos y acontecimientos, presentadas como “reales” por el ojo de la cámara; en este sentido, el mismo proceso cinemático podría considerarse “fantástico”. Mark Nash, en un análisis sobre el film Vampyr de Carl Dreyer, observó la necesidad de estudiar las relaciones y diferencias entre las presentaciones literarias y cinematográficas de lo fantástico, y señaló que uno de los rasgos que ambas tienen en común es el oscurecimiento de una visión clara de un “él” o un “yo” reconocible (con cuyo ojo el lector o el espectador podría quedarse tranquilo).

La incertidumbre del lector sobre la verdad o no de lo que se da en nombre del “yo”, de la experiencia, suspende su decisión en cuanto al registro con que asignará los pronombres que representan la subjetividad narrativa. Este juego de expectativas por tomar uno u otro camino está lejos del supuesto abierto de separación que aparece en el texto moderno. Sin embargo, instituye el juego de funciones pronominales como un elemento privilegiado de lo fantástico como género. (Mark Nash, “Vampyr y lo fantástico”).

Este problema (y problematización) de la percepción/visión/ conocimiento del protagonista, el narrador y el lector del texto fantástico, no es considerado por Todorov bajo ninguna perspectiva histórica, y sin embargo forma parte de un creciente interés en los interrogantes del ver y el saber que ocupa buena parte del pensamiento romántico y post-romántico. Incluso la escala móvil de diferentes tipos de fantasy que propone Todorov apunta a su contextualización histórica: lo fantástico puro, afirma, existe entre lo maravilloso puro (con hechos sobrenaturales, sobrehumanos, mágicos) y lo extraño puro (con hechos que se consideran extraños a causa de la mente engañosa del protagonista). Esto corresponde a un cambio en las ideas, que parte del sobrenaturalismo y se dirige hacia una visión del mundo cada vez más científica y racionalista. Todorov representa en forma diagramática los diferentes tipos de fantasy:


EXTRAÑO
PURO


FANTASTICO
EXTRAÑO

FANTASTICO MARAVILLOSO

MARAVILLOSO
PURO

El área de lo maravilloso puro comprende narraciones tales como los cuentos de hadas, romances medievales y muchos textos de ciencia ficción. A su lado, lo fantástico-maravilloso incluye obras como La muerta enamorada, de Théophile Gautier, y Vera de Villiers de l’Isle Adam. Estos trabajos presentan efectos inexplicables que eventualmente se atribuyen a causas sobrenaturales. Dentro de lo fantástico-extraño está el Manuscrito encontrado en Zaragoza (1804), de Jan Potocki, donde los acontecimientos extraños parecen tener algún origen subjetivo. Todorov ubica los cuentos de Poe en lo extraño puro. Lo más cercano a su línea mediana e indeterminada de lo puramente fantástico son El diablo enamorado, de Cazotte y Otra vuelta de tuerca, de Henry James, donde lo fantástico registra la duración de la incertidumbre, y el lector se queda en la duda acerca de los orígenes de los “fantasmas”: no sabe si son presencias naturales o sobrenaturales. Lo fantástico puro “se puede representar por la línea media que separa lo fantástico-extraño de lo fantástico-maravilloso. Esta línea se corresponde perfectamente con la naturaleza de lo fantástico: una frontera entre dos ámbitos adyacentes”.
Este esquema es útil para distinguir algunos tipos dentro de lo fantástico, pero su polarización de lo maravilloso y de lo extraño lleva a cierta confusión. Porque si se quiere considerar lo fantástico como una forma literaria, es preciso definirlo en términos literarios, y lo extraño, o l’étrange, no es uno de estos términos; no es una categoría literaria, en tanto que lo maravilloso sí lo es. Es mejor, tal vez, definir lo fantástico como un modo literario antes que un género, y ubicarlo entre los modos opuestos de lo maravilloso y lo mimético. Las formas en que opera pueden entonces entenderse por su combinación de elementos de estos dos diferentes modos, como explicaré.


Lo maravilloso

La narrativa maravillosa está formada por el mundo de los cuentos de hadas, el romance, la magia y el sobrenaturalismo. Hans Andersen, Andrew Lang y Tolkien pertenecen todos a este modo. Si tomamos el comienzo de un cuento de Grimm, llamado “Hans the Hedgehog” (Hans el Erizo), vemos que la voz es impersonal y que los hechos están bien distanciados en el pasado: “Había una vez un campesino que poseía tierras y dinero en cantidad...” [6] Sucede algo similar con el comienzo de Water Babies (Niños de Agua) de Charles Kingsley: “Había una vez un pequeño deshollinador, y su nombre era Tom”. [7] Estos comienzos operan en forma similar, repitiendo la fórmula mecánica que tradicionalmente abre los cuentos de hadas: “Había una vez...”. El narrador es impersonal, y se ha convertido en una voz sapiente y autoritaria. El compromiso emocional es mínimo; esa voz se dirige con absoluta confianza y certeza hacia los hechos, Tiene completo conocimiento de hechos acabados, no se cuestiona su versión de la historia, y el relato parece negar el proceso de su propia narración: sólo está reproduciendo versiones de lo que pasó establecidas como “verdaderas”. Lo maravilloso se caracteriza por una narración funcional mínima, cuyo narrador es omnisciente y tiene una autoridad absoluta. Es una forma que desalienta la participación del lector; representa acontecimientos ubicados en un pasado muy distante, contenidos y fijados por una larga perspectiva temporal, con la implicación de que sus efectos dejaron de perturbar hace mucho tiempo. De ahí su final también formular, “y entonces vivieron felices para siempre” o alguna variante por el estilo. Las narraciones de este tipo producen una relación pasiva con la historia. El lector, igual que el protagonista, es apenas un receptor de acontecimientos que ponen en marcha una pauta preconcebida.


Lo mimético

Las narraciones que pretenden imitar una realidad externa, las miméticas (imitadoras), también establecen una distancia con la experiencia, moldeándola conforme a pautas y secuencias significativas. La ficción narrativa clásica, ejemplificada por tantas novelas “realistas” del siglo diecinueve, representa los sucesos contados como “reales” usando como portavoz una tercera persona sapiente. De ahí el comienzo de la novela victoriana Thackeray, Vanity Fair (1848): “En una soleada mañana de junio, un amplio carruaje familiar transpuso la gran puerta de hierro de la academia para señoritas de Miss Pinkerton, en Chiswick Mall...”. O la novela “histórica” de Elizabeth Gaskell, Mary Barton (1848): “Hay unos campos cerca de Manchester, conocidos para los habitantes del lugar como ‘los campos Green Heys’, por los que atraviesa un sendero público que lleva a una pequeña aldea ubicada como a dos millas de distancia.” Estos comienzos hacen una declaración implícita de equivalencia entre el mundo ficcional representado y el mundo “real” exterior al texto.


Lo fantástico

La narrativa fantástica confunde elementos de lo maravilloso y de lo mimético. Afirma que es real lo que está contando —para lo cual se apoya en todas las convenciones de la ficción realista— y entonces procede a romper ese supuesto de realismo, al introducir lo que —en esos términos— es manifiestamente irreal. Arranca al lector de la aparente comodidad y seguridad del mundo conocido y cotidiano, para meterlo en algo más extraño, en un mundo cuyas improbabilidades están más cerca del ámbito normalmente asociado con lo maravilloso. El narrador no entiende lo que está pasando, ni su interpretación, más que el protagonista; constantemente se cuestiona la naturaleza de lo que se ve y registra como “real”. Esta inestabilidad narrativa constituye el centro de lo fantástico como modo. De ahí provienen los círculos de ambigüedad en Poe, tales como el comienzo de “El gato negro”:

No espero ni pido que crean la fantástica aunque ordinaria historia que voy a escribir. Estaría loco si lo esperara, pues mis propios sentidos rechazan la evidencia. Sin embargo, no estoy loco; e indudablemente esto no lo he soñado. [8]

Entre lo maravilloso y lo mimético, tomando prestadas la extravagancia de uno y la mediocridad del otro, lo fantástico no pertenece a ninguno de los dos, y carece de sus supuestos de confianza o sus presentaciones de “verdades” autoritarias.
Es posible, pues, modificar ligeramente el esquema de Todorov, y sugerir una definición de lo fantástico como un modo, que entonces asume formas genéricas diferentes. Una de estas formas es el fantasy tal como surgió en el siglo diecinueve. Pareció convertirse en un género por derecho propio gracias a su relación extremadamente íntima con la forma de la novela, un género al que socavó. Como dice Bakhtin, la novela surgió como una forma dominada por la visión secular, una estrecha conciencia monológica, cuyo panorama es: “Todo lo que tiene significado puede colectarse en una sola conciencia y subordinarse a un acento unificado; todo lo que no sea pasible de una reducción semejante es accidental o no esencial”. Al subvertir esta visión unitaria, lo fantástico introduce confusión y alternativas. En el siglo diecinueve esto significaba una oposición a la ideología burguesa sostenida por la novela “realista”. [9]
En su Prefacio a Silvia y Bruno (1893), Lewis Carroll señalaba esta ubicación de lo fantástico entre lo realista y lo maravilloso. Carroll distinguía tres tipos de estados mentales, que podrían vincularse con los tres modos (mimético, fantástico y maravilloso) descritos anteriormente. Carroll llama “corriente” a la primera condición, la segunda es “siniestra” y la tercera es “como-en-trance”. En un estado mental corriente, el hombre ve un mundo “imaginario”. Esto corresponde aproximadamente a las formas literarias de lo mimético, lo fantástico y lo maravilloso. Lo fantástico existe en una zona interna entre lo “real” y lo “imaginario”, movilizando las relaciones entre ellos a través de su indeterminación.
Aquí es preciso hacer una observación con respecto a la relación entre las obras denominadas fantásticas y las que se consideran surrealistas Obviamente, sobre-esquematizar tal distinción sería hilar demasiado fino, ya que el surrealismo y el fantasy tienen mucho en común, especialmente en el uso de temas similares, tales como la desintegración de los objetos y la fluidez de las formas discretas. Pero existen diferencias fundamentales. Estas diferencias se entienden mejor en términos de la estructura narrativa y la relación entre el texto y el lector. La literatura surrealista está mucho más cerca de un modo maravilloso, porque el narrador raramente está en una posición de incertidumbre. Los sucesos extraordinarios que se cuentan no lo sorprenden; por cierto los espera y los registra con afable indiferencia, con cierta neutralidad. El comienzo de un cuento de Benjamin Péret, por ejemplo, Une vie pleine d' interêt (Una vida llena de interés), presenta hechos extraños con el mismo tipo de despreocupación y autoritaria indiferencia que se encuentra en los viejos cuentos de hadas: “Saliendo de su casa por la mañana temprano, la señora Lannor vio que sus cerezos, aún cubiertos de fina fruta roja el día anterior, habían sido reemplazados durante la noche por jirafas embalsamadas.” [10]
Entonces lo surrealista está más cerca de lo maravilloso —es super-real— y su etimología implica la presentación de un mundo que está por encima de éste, y no un mundo que puede fracturarlo por dentro o por debajo. A diferencia de lo maravilloso o lo mimético, lo fantástico es un modo de escritura que introduce un diálogo con lo “real” e incorpora ese diálogo como parte de su estructura esencial. Para volver a la frase de Bakhtin, el fantasy es “dialógico”, al cuestionar las miradas simples o unitarias. Para lo fantástico, siempre es relevante el punto de realidad interna de la narración, con el resultado de que lo “real” queda sujeto a una interrogación constante. El texto aún no se ha vuelto no-referencial, como en la ficción modernista o en los fantasy lingüísticos recientes (algunos cuentos de Borges, por ejemplo), donde no se cuestiona tanto la relación entre el lenguaje y el mundo “real” exterior al texto que el texto construye, sino que se dirige más bien hacia otra clase de autonomía ficcional. Los medios figurativos del realismo han resultado ser interminablemente problemáticos en muchos fantasy, desde Carroll y Poe hasta Calvino. Los atrae ese discurso de lo maravilloso que Novalis describió como “una narrativa sin coherencia pero con asociación, como los sueños ... llena de palabras pero sin coherencia ni significado alguno”. Ese discurso los atrae, pero no lo usan para escapar. Lo que les preocupa en sus sueños de vigilia es la extraña relación entre lo “real” y su representación.


No–significación

La literatura fantástica nos deja entre las manos dos nociones: realidad y literatura, tan insatisfactoria la una como la otra.
Todorov, Lo fantástico

La resistencia o incapacidad para presentar versiones definitivas de “verdad” o “realidad” convierten al fantástico moderno en una literatura que apunta a su propia práctica como sistema lingüístico. Estructurado sobre la contradicción y la ambivalencia, lo fantástico se perfila en lo que no se puede decir, lo que elude su articulación o lo que se representa como “falso” e “irreal”. Al ofrecer una re-presentación problemática de un mundo empíricamente “real”, lo fantástico interroga la naturaleza de lo real y lo irreal, y enfatiza la relación entre ambos como su principal interés. Es en este sentido que Todorov se refiere al fantasy como la más “literaria” de todas las formas literarias, como “la quintaesencia de la literatura”, porque expresa claramente los problemas de establecer “realidad” y “significado” a través de un texto literario. Como dice Bessière: “La narrativa fantástica es quizás el modo más artificial y deliberado de la narrativa literaria ... está construida sobre la afirmación del vacío ... la incertidumbre surge de esta mezcla de nada y demasiado”.
En los fantasy post-románticos resulta fundamental la imposibilidad de verificar los hechos, tal como sucede en los cuentos de Hoffmann y en las Confesiones de Hogg. La percepción se vuelve cada vez más confusa, los signos son vulnerables a interpretaciones múltiples y contradictorias, de modo tal que los “significados” retroceden indefinidamente, y la “verdad” es un mero punto evanescente del texto. Bellemin-Noël hace una crítica de Todorov, donde propone que esta falta de verdadera significación es el principal rasgo definitorio de lo fantástico, con la misma importancia que la ambigüedad estructural, y con el mismo problema para representar o alcanzar un significado absoluto y “real”. Bellemin-Noël afirma que:

se podría hablar de una retórica de lo indecible ... la actividad fantástica recurre con frecuencia a la creación de “significantes puros” ... Todas estas unidades lexicológicas, marcadas por una suerte de “insignificación” en el nivel comunicador del lenguaje, tienen efectivamente alguna clase de significado, pero es un significado aproximado: se podría decir que significan por connotar sin denotar, o que, al no poder circunscribirse en una definición, instalan un (corto)-circuito-significante, porque están conectados a una cadena de imágenes ilimitadas.

Muchas obras post-románticas del modo fantástico se han anticipado a esta brecha entre signo y significado, que se convirtió en el interés dominante del modernismo. Molloy (1959) de Samuel Beckett, registra una disyunción final entre palabras y objeto: “No podría haber otras cosas que cosas sin nombre, ni otros nombres que nombres sin cosas”. Esto expresa una división en las líneas que conectan significados, división que en muchos fantasy aparece en forma gráfica. En el fantástico moderno, la brecha entre significante y significado opera en ambos sentidos. Por un lado se presentan “cosas sin nombre”. En los relatos de fantasy y horror del siglo diecinueve, desde Lilith y Phantastes de MacDonald, Zanoni y Strange Story de Bulwer Lytton, Horla y El de Maupasssant, hasta los cuentos de Poe y el comienzo de Drácula de Stoker, hay una percepción de algo innombrable: el “El”, el “Eso”, la “cosa”, el “algo”, que no puede articularse adecuadamente, excepto a través de la sugestión e implicación. Los fantasy de horror de H. P. Lovecraft están particularmente atentos a la presión provocada por la imposibilidad de nombrar esta presencia innombrable, la “cosa” que sólo se registra en el texto como sombra y ausencia. (“Lo que no se ve” tiene una función similar en el cine. Los Montes de la Locura (1939) de Lovecraft, por ejemplo, ronda en círculos por esta zona oscura en un intento de llegar a otra cosa más allá del lenguaje, aunque el empeño por visualizar y verbalizar lo que no se ve y lo que no se dice fracasa siempre, a menos que la atención se dirija precisamente a esta dificultad de expresión:

Las palabras que llegan al lector no podrán nunca sugerir el horror de la mirada misma. Paralizó completamente nuestra conciencia ... Lo que vimos ... era la máxima encarnación objetiva de “la cosa que no debería ser” del novelista fantástico ... una cosa terrible, indescriptible. [11]

La Transición de Juan Romero, el relato fragmentado de Lovecraft, opera en forma similar, llegando a un clímax en el que se declara a sí mismo como imposibilidad:

En ese momento pareció que todos los ocultos terrores y monstruosidades de la tierra se hubieran articulado en un esfuerzo por aplastar la raza humana ... Había llegado al abismo ... atisbé por el borde de esa sima que ninguna luz hubiera podido sondear ... Al principio sólo advertí un borboteante vaho de luminosidad; pero entonces comenzaron a destacarse de la confusión algunas formas, todas infinitamente lejanas, y vi ... ¡Dios, no me atrevo a contarles lo que vi! ... Algún poder del cielo, que vino en mi ayuda, arrasó con las visiones y los sonidos en un estrépito de tal magnitud, como el de dos universos que chocan en el espacio. [12]

Los cuentos de horror y fantasmas de Lovecraft expresan claramente el problema de nombrar todo lo que es “otro”, todo lo que se considera “irreal” en términos de lo que el llama burlonamente “materialismo prosaico”, y “el velo común de un obvio empirismo”. “Ni siquiera estoy seguro de cómo comunico este mensaje. Mientras me consta que estoy hablando, tengo la vaga impresión de que va a ser necesaria alguna extraña y tal vez terrible mediación para llevar lo que digo al punto donde quiero que sea escuchado.” [13]
Por el otro lado de la formulación de Beckett, están los “nombres sin cosas”, también recurrentes en lo fantástico; son las palabras que se perciben como signos vacíos, carentes de significado. Los libros de Alicia, La caza del snark y Silvia y Bruno de Lewis Carroll, muestran cómo el autor se apoya en palabras-valija [14] y expresiones sin sentido, pasando a un lenguaje que nada significa, y el fantástico mismo se revela como un lenguaje de este tipo. Términos suyos como snark, boojum, jabberwocky, uggug, como el Tekelili de Poe, “bobok” de Dostoievsky, o Cthulhu, Azathoth y Nyarlathotep de Lovecraft, son meros significantes carentes de objeto. Son palabras “sin sentido” [15] , invertidas e inventadas, que no indican nada más que su propia densidad y exceso. El significante no está sujeto por el peso del significado: comienza a flotar libremente. Así como en la narrativa “realista” (y en el cine narrativo clásico) la brecha entre significante y significado se cierra, en la literatura fantástica (y en el cine fantástico) esta brecha permanece abierta. La relación entre signo y significado es vaciada, anticipando esa clase de exceso semiótico que se encuentra en los textos modernistas. Tanto Carroll como Kafka, y escritores modernos como J. L. Borges en Ficciones y Malcolm Bradbury en su fantasy Rates of exchange (Cotizaciones de cambio) muestran una disolución progresiva de toda relación previsible y confiable entre significante y significado. El fantasy se convierte entonces en una literatura de la separación, del discurso sin objeto, presagiando ese enfoque explícito sobre los problemas de la actividad significante de la literatura que se encuentran en los textos anti-realistas modernos.
El ensayo de Sartre (al que nos referimos previamente) sobre Aminadab, un fantasy kafkiano de Maurice Blanchot, define el fantástico moderno como un lenguaje de expresiones peculiarmente vacías, de signos no-significantes. Estos signos, según Sartre, ya no llevan a ninguna parte. No representan nada, imponen su reconocimiento sólo a través de su propia densidad. Son medios sin fines, signos, señales, significantes superficialmente llenos, pero que llevan a un vacío terrible. El mundo “objetivo” de lo fantástico que aparece, por ejemplo, en las ficciones de Kafka, es un mundo de exceso semiótico y vacuidad semántica. Por eso Sartre lo considera un mundo preñado de vacío:

Lo fantástico está condenado por ley a encontrarse sólo con instrumentos. Estos instrumentos no están ... concebidos para servir a los hombres, sino para manifestar en forma irremisible una finalidad evasiva y absurda. Esto vale para los laberintos de corredores, puertas y escaleras que no llevan a ninguna parte, carteles señalizadores que no llevan a ninguna parte, los innumerables signos que bordean el camino y que nada significan. En el mundo que está “patas para arriba”, el medio se aísla y se formula por su cuenta.

Lo fantástico, entonces, empuja hacia un área de no-significación. Esto lo hace mediante el intento de articular “lo innombrable”, las “cosas sin nombre” de las ficciones de horror, cuando trata de visualizar lo que no se ve, o bien cuando establece la disyunción entre palabra y contenido a través de un juego con los “nombres sin cosas”. En ambos casos, la brecha entre significante y significado dramatiza la imposibilidad de llegar a un sentido definitivo, o “realidad” absoluta. Tal como señala Todorov, lo fantástico no puede colocarse junto a la alegoría o la poesía, porque se resiste tanto a las conceptualizaciones de la primera como a las estructuras metafóricas de la segunda. En cambio tiende a lo no-conceptual, o pre-conceptual. (Como lo expresa Blanchot, “la búsqueda de la literatura es la búsqueda del momento que la precede”.) Cuando se lo “naturaliza” como símbolo o alegoría, el fantasy pierde su propia naturaleza no-significante. Parte de su poder subversivo radica en esta resistencia a la alegoría y a la metáfora. Porque toma las construcciones metafóricas en forma literal. La famosa metáfora de Donne “soy cada cosa muerta”, por ejemplo, está realizada literalmente en el Frankenstein de Mary Shelley, y en el film de Romero Night of the living dead (La noche de los muertos vivos). Podría sugerirse que el de la narrativa fantástica es un proceso más metonímico que metafórico: un objeto no pasa por otro, sino que se convierte literalmente en ese otro, se desliza dentro de él, metamorfoseándose de una forma a la otra en un flujo permanente de inestabilidad. Como ha observado Lacan: “¿Que nos da la metonimia más que el poder de atravesar los obstáculos de la censura social? Esta forma ... se presta a la verdad bajo opresión.” [16] El hecho de que muchos fantasy recuperen o naturalicen este proceso, metiendo sus narraciones dentro de estructuras conceptuales, romances, o a menudo cuasi-alegóricas (como en Drácula, Jekyll y Hyde o la trilogía Gormenghast de Peake) indica la perturbadora estocada que asesta lo fantástico al resistirse a los finales y contenidos de las narraciones cerradas y “significantes”.


Topografía, temas, mitos

El Infierno es el lugar donde van los renegados;
Allí encuentran lo que en vida plantaron y cosechan
Un Lago de Vacío y un Bosque de Nada;
A la deriva allí vagan y nunca cesan
De clamar por su sustancia.
W. B. Yeats, El Cristal de las Horas

La topografía, los temas y los mitos de lo fantástico trabajan en conjunto para sugerir este movimiento hacia un ámbito de no-significación, hacia el punto cero de lo que no tiene contenido. El mundo que lo fantástico representa es de una clase diferente del universo que imagina lo maravilloso, y a la enjundiosa y colorida plenitud de este último opone unos paisajes relativamente desolados, vacíos e indeterminados, menos definibles como lugares que como espacios, como huecos blancos, grises o sombreados. El movimiento hacia un ámbito maravilloso transporta al lector o al espectador a un mundo alternativo, absolutamente diferente; Auden y Tolkien lo llaman un universo “secundario”. [17] Este cosmos secundario, duplicado, es relativamente autónomo; sólo se vincula con lo “real” a través de la reflexión metafórica, sin inmiscuirse en él ni interrogarlo nunca o casi nunca. Este es el lugar de El bosque más allá del mundo, de William Morris, El maravilloso país de Oz, de Frank Baum, Narnia, de C. S. Lewis, Nehwon, de Fritz Leiber, así como las tierras bajas de Tolkien, en El Señor de los Anillos, Dune, de Frank Herbert, los ámbitos de los cuentos de hadas y de muchas obras de ciencia ficción.
Estas narraciones maravillosas tienen una relación tangencial con lo “real”, y cuestionan sus valores sólo en forma alegórica o retrospectiva. Ursula Le Guin, por ejemplo, en sus fantasy de ciencia ficción, construye una civilización galáctica completa mediante una cantidad de planetas que incorporan diferentes aspectos de la cultura humana, aumentando ciertos rasgos y disminuyendo otros. Construye otro universo con los elementos de éste, conforme a los miedos distópicos y deseos utópicos, parecido, en cierto modo, a los métodos satíricos de Swift en Los viajes de Gulliver. Este otro mundo, sea nuevo o extraño, se vincula con el real a través de una asociación alegórica, como ejemplo de una posibilidad que puede ser abrazada o eludida. La relación básica es conceptual, una vinculación a través de ideas e ideales. Lo fantástico, por el contrario, se dirige hacia lo no-conceptual. A diferencia de lo feérico, tiene poca fe en ideales, y a diferencia de la ciencia ficción, tiene poco interés en las ideas. En cambio se mueve dentro de un espacio distinto o lo abre: un espacio sin orden cultural o fuera de él
La noción de “paraxis” introdujo imágenes ópticas en relación con lo fantástico, y al considerar la topografía es útil retomarla ya que muchos de los mundos extraños del fantasy moderno se localizan en, o a través, o más allá del espejo. Son espacios que están detrás de lo visible, detrás de la imagen, presentando áreas oscuras de las que puede surgir cualquier cosa.
La topografía del fantástico moderno sugiere una preocupación por los problemas de visión y visibilidad, ya que se estructuran alrededor de imágenes espectrales: es notable la cantidad de fantasy que introducen espejos, cristales, reflejos, retratos, ojos —que ven las cosas con miopía, o deformados, como fuera de foco— para transformar lo conocido en desconocido. The sandman, [18] de E. T. A. Hoffmann, obtiene su dislocado sentido de lo “real” a partir de las visiones confusas de Nathaniel, protagonista, cuyas aprensiones, fobias y terrores están siempre vinculadas a sus ojos: el miedo a perder la vista, de ya no poder ver claramente (y así controlar) las cosas. Estos miedos constituyen el centro del relato. Muchos fantasy victorianos emplean el mecanismo de una lente o espejo para introducir un área indeterminada donde rigen las distorsiones y deformaciones de la percepción “normal”. Alicia, de Lewis Carroll, se mete a través del espejo dentro de un ámbito paraxial, donde puede pasar cualquier cosa. “Supongamos que el cristal se hace blando como la gasa, de modo que lo podemos atravesar... Pero mira: ¡se está convirtiendo en una especie de niebla! Ahora será bastante fácil atravesarlo.” [19]
De un modo similar, los fantasy de George MacDonald se apoyan mucho en espejos, retratos, puertas, aperturas que se abren a regiones diferentes de las que se encuentran en los espacios de lo conocido y familiar. Vane, el héroe narcisista de Lilith, entra a su ámbito imaginario a través del espejo de su dormitorio: “Rocé el cristal; era impermeable ... moví y moví los espejos ... hasta que por fin ... las cosas aparecieron justo entre ellos ... Di un paso adelante y mi pie cayó entre los brezos”. [20] No sólo los espejos sino también las aberturas llevaban a Vane a otra parte. “Cómo podría seguir llamando a esto mi casa”, se pregunta, “si cada puerta, cada ventana, se abre hacia ... Fuera”. [21] Todas las aberturas lo transportan a “un mundo muy otro que éste”. El cuento de H. G. Wells La puerta en el muro (1906) contiene una puerta “real” por la que un hombre pasa a “realidades inmortales”, ocultas “al margen de su campo de visión”. Se hace viejo “codiciando, deseando apasionadamente, la puerta verde” [22] que le promete una vida desconocida. El espejo (1918), el extraño relato de Valery Brussof, es otro ejemplo de esta entrada al paisaje fantástico a través de una abertura o reflejo. Se trata aquí de una mujer que pierde su identidad cuando es literalmente reemplazada por su imagen especular, y ella misma da unos pasos dentro de la zona que está detrás del espejo, una zona que describe como “esta actualidad prolongada, de la que nos separa la tersa superficie del cristal, [que] me atrajo hacia sí con una especie de toque intangible, empujándome hacia adelante, como a un abismo, a un misterio”. [23]
El espejo se emplea con frecuencia como motivo o artilugio para introducir un efecto de doble o Döppelganger: el reflejo en el cristal es el otro del sujeto, como en Dr. Jekyll y Mr. Hyde de R. L. Stevenson: “cuando vi en el espejo a ese ídolo deplorable no sentí ninguna repugnancia, sino más bien una especie de bienvenida. Ese también era yo mismo. Parecía humano y natural.” [24] La pintura que aparece en El retrato de Dorian Gray, de Wilde, funciona de manera similar, como la institución iconográfica de la diferencia, que ilustra el yo como otro, y sugiere la condición inseparable de estos mecanismos e imágenes especulares con los temas fantásticos de la duplicidad y multiplicidad del yo.
A diferencia de los mundos secundarios de lo maravilloso, que construyen realidades alternativas, los mundos sombríos de lo fantástico no construyen nada. Son vacíos, vaciantes, disolventes. Esta vacuidad toma un mundo visiblemente pleno, rotundo y tridimensional, y logra viciarlo con sus trazos de ausencia, sus sombras sin objetos. Lejos de satisfacer el deseo, estos espacios lo perpetúan porque insisten sobre la ausencia, la falta, lo no-visto, lo invisible. El buscador de Ciudades invisibles (1972), un fantasy abstracto de Italo Calvino, por ejemplo, declara que la satisfacción es imposible: la invisibilidad, o la amenaza de invisibilidad, remueve la certeza y perturba las premisas y las promesas de lo “real”: “Otra parte”, dice, “es un espejo negativo. El viajero reconoce lo poco que es suyo, al descubrir lo mucho que no ha tenido y no tendrá jamás.” [25]
El énfasis sobre lo invisible señala una de las principales preocupaciones temáticas de lo fantástico: los problemas de visión. En una cultura que iguala lo “real” con lo “visible”, y otorga al ojo la preponderancia sobre los otros órganos sensoriales, lo i-real resulta aquello que es in-visible. Lo que no se ve, o amenaza con ser invisible, sólo puede tener una función subversiva en relación con un sistema epistemológico y metafísico que hace de “Ya veo” un sinónimo de “Comprendo”. El conocimiento, la comprensión y la razón se establecen mediante el poder de la mirada, mediante el “ojo” y el “yo” del sujeto humano, cuya relación con los objetos se estructura a través, de su campo de visión. En el arte fantástico, los objetos no se perciben con facilidad a través de la mirada: las cosas se deslizan fuera del poderoso ojo/yo [26] que trata de poseerlos; aparecen deformadas, desintegradas, parciales, cayendo en la invisibilidad.
A partir del 1800, aproximadamente, uno de los paisajes más frecuentes del fantasy fue el mundo hueco, un mundo rodeado por lo real y lo tangible, pero que en sí mismo está vacío, es pura ausencia. Tierra vacía (1856) de William Morris, por ejemplo, relata la búsqueda de un área que sólo se conoce por su diferencia y calidad insustancial, un lugar al que se llega por los intersticios de las cosas sólidas, “por una fisura de las rocas”. El protagonista de Morris busca esta región vacía como un territorio anterior al tiempo, anterior a la división entre el yo y el otro, anterior a la distinción de géneros o identidades, anterior a la “caída” en la diferencia y a la conciencia del ego, del “yo”: “Y aun más allá ¡oh, esa tierra!... una gran tierra vacía ... tramos y tramos de los campos más bellos ... Sé que (nosotros) moramos continuamente en la Tierra Vacía, hasta que (yo) lo perdí”. [27] (Aquí los pronombres cambiantes hacen una equivalencia entre la pérdida y la progresión del nosotros al yo; con esto indican que esa tierra ideal, imaginaria, vacía, es un ámbito de integración, anterior a la separación y división entre el yo y el otro.)
En los textos fantásticos, las unidades clásicas de tiempo, espacio y personaje, son amenazadas por la disolución. La perspectiva artística y la tridimensionalidad ya no se sostienen como reglas básicas: los parámetros del campo visual tienden hacia lo indeterminado, como los bordes mutantes de La madriguera de Kafka, o los pasajes infinitamente descendentes y las extensiones laberínticas de Gormenghast de Mervyn Peake, y las Ficciones de Borges, o los muros solubles de Ursula Le Guin en Ciudad de ilusiones. Es como si “la naturaleza limitada del espacio”, a la que se refirió Kant en su Distinción de las regiones en el espacio (1768), hubiera insertado en él una dimensión adicional, donde los “contrarios incongruentes” pueden co-existir, y donde se puede efectuar esa transformación que Kant llamó “un pasaje de la mano izquierda a la mano derecha”. Este espacio adicional frecuentemente es reducido a un lugar, o claustro, donde rige lo fantástico Los claustros son fundamentales en el fantástico moderno, desde los castillos oscuros y amenazantes de la ficción gótica y de Los 120 días de Sodoma, de Sade, pasando por la ominosa arquitectura de los cuentos de horror del siglo diecinueve, hasta los nuevos encierros de la pesadilla metropolitana que aparecen en Dickens, Kafka y Pynchon. La casa de Usher, de Poe, Drácula, de Stoker, Santuario, de Faulkner, Psicosis, de Hitchcock, etcétera, se apoyan todos en el claustro gótico como un espacio de supremo terror y transformación.
El tiempo cronológico se explota en forma similar, de manera que pasado, presente y futuro pierden su secuencia histórica y tienden a la suspensión, a un presente eterno. “Mis recuerdos son muy confusos. Dudo incluso donde comienzan; ya que algunas veces tengo espantosas visiones de los años que se extienden tras de mí, mientras que otras veces, el momento presente parece un punto aislado en un infinito gris e informe ... no podría decir exactamente en qué año fue, porque conocí desde entonces muchas épocas y dimensiones, y todas mis nociones del tiempo se disolvieron y transformaron.” [28] Las fantasías de inmortalidad, cada vez más populares en las ficciones post-románticas, combinan diferentes escalas temporales de tal manera que siglos, años, meses, días, horas y minutos aparecen como unidades arbitrarias e insustanciales, que se vuelven fluidas y flexibles como los relojes solubles de Salvador Dalí. Melmoth el vagabundo, de C. R. Maturin, transita en el tiempo y sus días equivalen a décadas de la sociedad; el Judío Errante de Mary Shelley en El mortal inmortal está fuera del tiempo, y es imposible de localizar dentro de una estructura temporal conocida. [29] En Aurelia, de Nerval, el tiempo queda suspendido indefinidamente en un capítulo que recomienda: “No creáis en los cronómetros: el tiempo está muerto; de aquí en más ya no habrá años, ni meses, ni horas, el Tiempo está muerto y estamos caminando en su cortejo fúnebre.” [30] En muchos textos se equipara la seducción gradual por el paisaje fantástico, con la pérdida de una secuencia cronológica: Dracula de Bram Stoker, demuestra cómo la meticulosidad de Jonathan Harker para anotar el paso del tiempo (“Mayo 3. Bistritz - dejamos Munich a las 8.35 p.m., el 1o. de mayo, llegando a Viena a la mañana siguiente temprano; debimos haber llegado a las 6.46, pero el tren se retrasó una hora ... Temí alejarme mucho de la estación, ya que habíamos llegado tarde y partiríamos lo más cerca posible de la hora correcta”) se hace cada vez menos efectiva en cuanto a medir o registrar acontecimientos (“Me parece que cuanto más se aleja uno hacia el este, más impuntuales son los trenes.”) [31]
La metamorfosis de Kafka va borrando lentamente el tiempo del reloj a medida que se expanden los intervalos entre los episodios (marcados en horas y minutos). Con el tiempo, lo mismo que con el espacio, son los intervalos entre las cosas los que adquieren importancia. Parte del poder transformador de lo fantástico reside en este cambio radical de la visión, que se desliza fuera de objetos, unidades y fijaciones, hacia los intervalos que existen entre ellos, con el intento de ver los espacios entre las cosas como cosas en sí.
Los temas de la literatura fantástica giran en torno de este problema: hacer visible lo que no se ve, articular lo que no se dice. El fantasy establece, o des-cubre, la ausencia de distinciones divisorias, violando la perspectiva “normal”, la del sentido común, que representa la realidad constituida por unidades discretas pero conectadas. El fantasy se interesa en los límites, en las categorías limitadoras, y en el proyecto de su disolución. Subvierte de este modo los supuestos filosóficos dominantes que entienden la “realidad” como una entidad coherente y simplista, esa visión estrecha que Bakhtin denominó “monológica”. Sería imposible hacer una lista general que incluya todos los rasgos semánticos de lo fantástico, pero sí es posible considerar estos elementos temáticos como derivados de la misma fuente: la disolución de categorías divisorias, la importancia protagónica de esos espacios escondidos y arrojados a la oscuridad, cuando se ubica y se nombra lo “real” en estructuras temporales cronológicas, con una organización tridimensional del espacio.
La vacilación inscripta en el nivel de la estructura narrativa, que Todorov identifica como el rasgo definitorio del fantasy, puede leerse como un desplazamiento de la cuestión temática principal de lo fantástico: la incertidumbre respecto de la naturaleza de lo “real”, el cuestionamiento de las categorías “realismo” y “verdad”, lo “visto” y lo “conocido” (en una cultura que afirma “ver para creer”). Los efectos literarios de ambigüedad propios del fantasy, representan sus incertidumbres y vacilaciones temáticas en el nivel formal mediante un deslizamiento del equívoco temático al equívoco estructural.
Se puede agrupar los temas en diversas áreas relacionadas: (1) invisibilidad, (2) transformación, (3) dualismo, (4) bien versus mal. Estas áreas generan una cantidad de motivos recurrentes: fantasmas, sombras, vampiros, hombres-lobo, dobles, identidades divididas, reflejos (espejos), claustros, monstruos, bestias, caníbales. Los impulsos transgresivos hacia el incesto, la necrofilia, la androginia, el canibalismo, la reincidencia, el narcisismo, y los estados psicológicos “anormales” que convencionalmente se categorizan como alucinación, ensueño, insania y paranoia, derivan de estos intereses temáticos, interesados todos en borrar las demarcaciones rígidas de género y especie. Las diferencias genéricas de macho y hembra se subvierten, y las distinciones de especie entre animal, vegetal y mineral se desdibujan en el intento fantástico de “poner del revés” las percepciones “normales” y socavar las visiones “realistas”.
La incertidumbre y la imposibilidad se inscriben en el nivel estructural mediante la vacilación y el equívoco, y en el nivel temático a través de imágenes de vacío, invisibilidad y falta de forma. Aquello que no se ve, aquello que no se dice, no se “conoce” y permanece como una amenaza, como una zona oscura de la que puede surgir en cualquier momento un objeto o una figura. La relación que el sujeto individual tiene con el mundo, con los otros, con los objetos, deja de ser conocida y segura, y así los problemas de aprensión (miedo) y aprehensión (percepción) se vuelven fundamentales para el fantástico moderno. Un texto como Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado, de James Hogg, muestra gráficamente el surgimiento de esta difícil relación entre el yo y el mundo en las postrimerías del período romántico. La relación del sujeto con el mundo fenomenológico se hace problemática, y el texto resalta la imposibilidad de una visión o interpretación definitiva: todo se vuelve equívoco, borroso, “doble”, fuera de foco.
En el centro de esta confusión está la relación problemática entre el yo y el otro, el “yo” y el “no-yo”, el “yo” y el “tú”. Todorov divide los contenidos de la literatura fantástica en dos grupos: el primero se maneja con los temas del “yo”, y el segundo con los temas del “no-yo”. Los fantasy del primer grupo se construyen en torno de la relación del individuo con el mundo, la estructuración de ese mundo a través del yo, la conciencia que ve (con el ojo), percibe, interpreta y coloca el yo en relación con un mundo de objetos. En lo fantástico esta relación es difícil: nunca se puede confiar en la visión, los sentidos resultan engañosos; se comprueba que la equiparación entre el “yo” y el “ojo” que ve no es confiable en absoluto, y por cierto resulta con frecuencia un asunto fatal.
Los fantasy que tratan con trastornos subjetivos son ejemplos de esta relación problemática entre el yo y el mundo (las Confesiones de Hogg, The sandman, de Hoffman, Aurelia de Nerval, el Horla, de Maupassant). Sus personajes son incapaces de separar las ideas de las percepciones, o detectar diferencias entre el yo y el mundo. Las ideas se vuelven visibles, palpables, de modo que se fusionan mente y cuerpo, espíritu y materia. Como observa Todorov, “el principio generador de todos los temas reunidos en este sistema [es que]: la transición del espíritu a la materia se ha vuelto posible”. Detrás de la metamorfosis (el yo se convierte en otro, animal o vegetal) y del pandeterminismo (todas las cosas tienen su causa y se ajustan a un esquema cósmico, una serie en la que nada ocurre por azar y todo se corresponde), opera el mismo principio, en el sentido de correspondencia, mismidad, colapso de las diferencias. Este principio se manifiesta, por ejemplo, en las personalidades dobles o múltiples: la idea de la multiplicidad ya no es una metáfora sino que se realiza literalmente, el yo se convierte en yoes. “Tomada literalmente, la multiplicación de la personalidad es una consecuencia inmediata de la posible transición entre mente y materia: mentalmente somos varias personas, y así nos volvemos físicamente” (Todorov). Las otras personas y los otros objetos ya no son claramente otros: desaparece el límite entre el sujeto y objeto, las cosas se deslizan unas dentro de otras, en una acción metonímica de reemplazo. Todorov cita a Gautier: “Por un extraño prodigio, al cabo de algunos minutos de contemplación, me fundí con el objeto fijado, y me convertía yo mismo en ese objeto.”
Todos estos grupos temáticos giran en torno de las dificultades en la percepción y el conocimiento: el tema de la visión y el control del “ojo”/”yo” del sujeto. Las ambigüedades de la visión proporcionan todos estos elementos temáticos asociados con la narrativa fantástica que se concentra en el “yo” y su problemática diferenciación del “no-yo”. Para citar a Todorov:

el principio que hemos descubierto puede designarse como la fragilidad de los límites entre materia y espíritu. Este principio engendra diversos temas fundamentales: una causalidad particular, el pan-determinismo; la multiplicación de la personalidad; la ruptura del límite entre sujeto y objeto, y por fin, la transformación del tiempo y el espacio ... esta lista reúne los elementos esenciales de la red básica de temas fantásticos ... del “yo”.

Los fantasy del segundo grupo se estructuran en torno del “no-yo”. En términos de Mark Nash, esta segunda clase se ocupa de

las relaciones dinámicas que la actividad humana establece en el mundo por mediación de los otros, y en lo fantástico se caracterizan por temas de discurso y deseo, este último en sus formas excesivas y en sus diversas transformaciones (perversiones) en temas de crueldad, violencia, muerte, la vida después de la muerte, cadáveres y vampiros (Nash, “Vampyr and the fantastic”).

Así como los temas del “yo tratan con los problemas de lo consciente de la visión y la percepción, los temas del “no-yo” se ocupan de los problemas generados por el deseo, por el inconsciente. La relación del yo con el otro se mediatiza a través del deseo, y en esta categoría la narrativa fantástica maneja diversas versiones del deseo, generalmente en sus formas transgresivas. Cuestiones tales como sadismo, incesto, necrofilia, asesinato y erotismo, expresan claramente los deseos inconscientes que estructuran la interrelación, las interacciones del “yo” y el “no-yo” en el nivel humano. Todorov insiste en la importancia del lenguaje en este grupo de temas fantásticos, ya que el lenguaje es el que estructura la relación: los “temas del discursos” están inextricablemente ligados a estos “temas del otro”, así como los “temas de la visión” están ligados a los “temas del yo”.
Aparecen, entonces, diversas variaciones del “yo” y el “no-yo” como elementos semánticos básicos, y de sus interrelaciones. Una de las estocadas fundamentales del fantasy es el intento de borrar esta distinción misma, de resistirse a la separación y la diferencia, de re-descubrir la unidad entre el yo y el otro. Pero este mismo intento de establecer un estado de indiferenciación, de unidad entre el yo y el no-yo se manifiesta de manera diferente en diferentes periodos. Para ubicar contextualmente el fantástico moderno, vale la pena considerar algunos factores determinantes y señalar algunos contrastes con sus formas más antiguas.
El fantasy siempre proporcionó un indicio en cuanto a los límites de una cultura, mediante el énfasis en los problemas de categorización de lo “real”, y la situación del “yo” respecto de esa noción dominante de “realidad”. Fredric Jameson, en su artículo “Narraciones mágicas: el romance como género”, dice que la identificación, el acto de nombrar lo otro, constituye un índice expresivo de las creencias religiosas y políticas de una sociedad.
El concepto del mal, que generalmente se atribuye al otro, es relativo: se transforma conforme a los cambios en los miedos y valores culturales. Toda estructura social tiende a excluir como “el mal” cualquier cosa que sea profundamente diferente de sí misma o que pueda amenazarla con la destrucción; y esta conceptualización, este nombrar lo diferente como el mal, es un gesto ideológico significativo. Tal concepto “coincide con la categoría de la otredad en sí misma: el mal caracteriza todo lo que sea radicalmente diferente de mí, todo lo que en virtud de esa diferencia, precisamente, parece constituir una amenaza muy real y perentoria a mi existencia” (Jameson). El extranjero, el forastero, el intruso, el marginado social, alguien que hable una lengua desconocida o actúe de una manera desconocida, alguien cuyos orígenes se ignoran o que tenga poderes extraordinarios, tiende a ser excluido como el otro, como el mal. La calidad de extraño precede a su identificación como el mal: el otro o la otra se definen como el mal precisamente a causa de su diferencia y su presunto poder para perturbar lo conocido y familiar.
El nombramiento de la otredad en el fantasy revela los supuestos ideológicos del autor y de la cultura que lo origina; Jameson enfatiza la necesidad de comprender estas identificaciones, ya que inscriben los valores sociales dentro del texto, a menudo por caminos ocultos y complicados: el vínculo entre la obra individual y su contexto es profundo y tácito.

Todo análisis del romance como género, pues, tratará de adecuarse a la relación íntima y constitutiva que se da entre la forma en sí misma, como género e institución literaria, y esta ideología de raíces profundas, que claramente tiene la función de trazar los límites de un orden social determinado, y proveer un poderoso elemento interno de disuasión contra el desvío y la subversión (Jameson).

En su sentido más amplio, la literatura fantástica siempre se interesó en revelar y explorar las interrelaciones entre el “yo” y el “no-yo”, entre el yo y el otro. Dentro de una economía sobrenatural, o de un sistema de pensamiento mágico, la otredad se considera como algo alejado del mundo, sobrenatural, como si estuviera por encima, o fuera de lo humano. Se tiende a identificar al otro como una fuerza de otro mundo, como una fuerza del mal: Satán, el diablo, el demonio (así como el bien se identifica a través de ángeles, hadas benevolentes, hombres sabios). En los fantasy religiosos y en los paganos, este contexto de lo mágico/sobrenatural coloca el bien y el mal fuera de lo puramente humano, en una dimensión diferente. Es un desplazamiento de la responsabilidad humana hacia el nivel del destino: la acción humana se considera controlada por la influencia determinante de la Providencia, ya sea para bien o para mal.
Los antiguos romances definen y confinan la otredad como mala y diabólica: la diferencia se localiza “allá afuera”, en una criatura sobrenatural. Las historias de la figura diabólica en la literatura señalan su categorización sobrenatural en los mitos religiosos, romances medievales y cuentos de hadas: el espíritu del mal venía a encarnarse en un tradicional demonio negro. La negritud, la noche, la oscuridad, rodearon siempre a este “otro”, a esta presencia no-vista, fuera de las formas y los confines visibles de lo “común” y “corriente”. Las narraciones sobre asuntos diabólicos, como sostiene Bessière, aún constituyen índices importantes de los límites culturales: ahora pueden parecer discursos vacíos, pero todavía son pertinentes porque nos retrotraen al encuentro con esa zona que ha sido “silenciada por la cultura”.
Uno de los nombres que se ha dado a la otredad fue lo “demoníaco”, y es importante reconocer las mutaciones semánticas del término, puesto que indican la internalización progresiva de la narrativa fantástica en el período post-romántico. J. A. Symonds veía todo el arte fantástico caracterizado por una obsesión por lo demoníaco. Se refería al Calibán de Shakespeare, a la Muerte de Milton y al Mefistófeles de Goethe como “productos del arte fantástico”, y en fantasy anteriores se aprecia fácilmente que lo demoníaco y lo diabólico eran más o menos sinónimos. Originariamente, el término demoníaco designaba a un ser sobrenatural, un fantasma, o espíritu, o genio, o diablo, y generalmente connotaba una fuerza maligna y destructiva en acción.
El fantástico moderno se caracteriza por un cambio radical en la manera de nombrar o interpretar lo demoníaco. Una de las señales de este cambio es el uso transformado de lo demoníaco en el mito de Fausto, una de las ficciones más ampliamente difundidas que ejemplifican la relación entre el hombre y el “diablo”. El Doctor Fausto de Marlowe (1596-1604) presentaba demonios que aparecían en escena para llevarse a Fausto al infierno —en recompensa por haber vendido su alma a cambio de un conocimiento imposible— mientras que las versiones del Fausto de fines del siglo dieciocho en adelante son mucho más equívocas, versiones en las que es mucho más difícil localizar el diablo “allá afuera”, separado del sujeto. Muchos textos románticos se estructuran alrededor de temas y figuras faustianos, pero vacilan cada vez más entre las explicaciones naturales y sobrenaturales del origen del diablo, y con frecuencia inscriben dentro del texto mismo esta grieta entre el razonamiento trascendentalista y humanista. Obras como Wieland o la transformación (1798), de Charles Brockden Brown, Peter Schlemihl (1813) de Chamisso, Melmoth el vagabundo (1820), de C. R. Maturin, Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado (1820), de James Hogg, Elixires del diablo (1813-16), de E. T. A. Hoffmann, El diablo enamorado (1772) de Cazotte, giran todas alrededor de pactos demoníacos, aunque son ambiguas con respecto a la naturaleza de lo demoníaco. Dan una impresión de incertidumbre en cuanto al origen de ese “otro” tenebroso, no se sabe si es auto-generado, o indudablemente exterior al sujeto.
En el curso del siglo diecinueve, los fantasy estructurados en torno del dualismo —en muchos casos variaciones del mito de Fausto— revelan el origen interno del otro. Lo demoníaco no es sobrenatural, sino un aspecto de la vida personal e interpersonal, una manifestación de deseo inconsciente. Alrededor de estas narraciones, los temas del “yo” y el “no-yo” interactúan extrañamente: expresan dificultades con el conocimiento (del “yo”, problemas de visión) y con la culpa, hablan del deseo (relación con el “no-yo”) articulado en la narración (problemas de discurso), todo entrelazado entre sí como en el caso de Frankenstein. Este fantasy de Mary Shelley es el primero de todos los que toman un relato faustiano y lo re-despliegan en un nivel completamente humano. De ahí en más, las narraciones fantásticas se secularizan claramente: ya no se considera al “otro” sobrenatural, sino como una externalización de una parte del yo. El texto se estructura alrededor de un diálogo entre el yo y el yo como otro, articulando así la relación entre el sujeto y la ley cultural. Este diálogo sirve también para establecer “verdades”, las verdades del establishment. Para la época en que aparece la versión del Fausto de Heine, la lectura sobrenatural de lo demoniaco se vuelve inquietante: se burlan de Fausto unos demonios que susurran, “siempre aparecemos en la forma de tus pensamientos más secretos”; y para la época de Dostoievsky se confirma la función de lo demoníaco como una proyección de una parte inconsciente del yo. Los demonios y Los hermanos Karamazov, de Dostoievsky, representan al “diablo” como el yo asumiendo la voz de otro, y es así como Ivan Karamazov regaña a su demonio:

Soy yo, yo mismo y no tú, quien habla ... Ni por un minuto te considero una realidad ... Tú eres mentira; eres mi enfermedad., un fantasma ... Tú eres una alucinación mía. Tú eres fruto de mí mismo ... Tú eres yo, sólo que con otra cara. [32]

A causa de esta progresiva internalización de lo demoníaco perdió efectividad la sencilla polarización del bien y el mal que aparecía en los relatos mágicos y sobrenaturales. En las narraciones romances, especialmente los cuentos de hadas clásicos, la acción se desplegaba bajo la influencia de los poderes del bien o del mal, y las personas funcionaban en el drama como meros agentes de esta batalla metafísica. Con la pérdida de fe en el sobrenaturalismo, más un escepticismo creciente, y la problemática de la relación entre el yo y el mundo, se introdujo una “otredad” mucho más cercana, algo íntimamente relacionado con el yo. Durante el período romántico, el sentido de lo “demoníaco” fue modificando lentamente su contenido sobrenatural hasta convertirlo en algo más perturbador, algo menos definible. La articulación que hace Goethe de este demonismo es apropiada para comprender el fantástico moderno, ya que entiende la otredad como una fuerza que no es buena ni mala. Goethe escribe en su autobiografía:

Pensó que podría detectar en la naturaleza —ya sea animada o inanimada, con alma o sin alma— algo que sólo se manifestase a sí mismo en las contradicciones y que, en consecuencia, no podía comprenderse bajo idea alguna, mucho menos bajo una palabra. No era divino, ya que parecía irracional; tampoco humano, ya que carecía de entendimiento; tampoco diabólico, porque era benéfico; ni angelical, ya que a menudo dejaba traslucir un maligno placer. Parecía producto del azar, ya que no implicaba consecuencias; era como la Providencia, porque insinuaba conexiones. Todo lo que nos limita parecía penetrar, parecía divertirse a gusto con los elementos necesarios de nuestra existencia; contraía el tiempo y expandía el espacio. A este principio ... le di el nombre Demoníaco ... (Goethe.)

El Fausto de Goethe (1808) toma esta concepción de lo demoníaco como una zona de no-significación. Su Mefistófeles es mucho más complejo que una representación corriente del mal: “él” introduce una negación del orden cultural, afirma que no existe en el mundo un significado absoluto, ningún valor, y que por debajo de los fenómenos naturales, todo lo que se puede des-cubrir es una siniestra ausencia de contenidos. “Su” empresa “demoníaca” consiste en revelar esta ausencia al exponer la secreta vaciedad del mundo y su impulso latente hacia el desorden y la indiferenciación. El Doctor Faustus de Thomas Mann (1947) emplea el mito de Fausto de un modo similar: el espíritu “demoníaco” es el que presenta todas las cosas como “su propia parodia”, y que a través de las formas ve la falta de formas que éstas ocultan. A través de Leverkün, el artista, una voz demoníaca califica a la naturaleza de “iletrada”, vacío puro, y considera al universo como un espacio lleno de signos carentes de contenido. Las transformaciones del mito de Fausto compendian los cambios semánticos que el fantasy experimentó en la literatura dentro de una cultura progresivamente secularizada. El pacto demoníaco que hace Fausto significa el deseo de conocimiento absoluto, la realización de lo imposible, la transgresión de las limitaciones temporales, espaciales y personales; significa parecerse a Dios. Pero se representa como un deseo cada vez más trágico, vano y paródico. En un desplazamiento general de una economía sobrenatural a una natural, el pacto demoníaco se convierte en el sinónimo del deseo imposible de romper los límites humanos, la versión negativa del deseo por el infinito. En el fantástico moderno, este deseo se manifiesta como una violenta transgresión de todas las limitaciones humanas y todos los tabúes sociales que prohíben la realización del deseo. Los nombres de lo demoníaco en estas versiones del Fausto revelan una tendencia progresiva a reconocer lo otro ya no como el mal o una entidad sobrenatural, sino como algo que está detrás o entre formas o estructuras divisorias. La “otredad” es todo lo que amenaza con la disolución de “este” mundo, el mundo “real”: detrás de los diversos mitos que se han desarrollado en el fantástico moderno yace esta oposición.
A partir de Todorov y su identificación de dos grupos de temas, los que se ocupan del “yo” y los que se ocupan del “no-yo” o el “otro”, es posible apreciar dos clases de mitos en el fantástico moderno. En el primer grupo, la fuente de la otredad, la amenaza, está en el yo. El peligro parte del mismo sujeto, por un conocimiento o racionalización excesivos, o por la mala aplicación de la voluntad humana. Esta pauta se ejemplifica en Frankenstein, y se repite en La isla del Dr. Moreau de H. G. Wells, Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de R. L. Stevenson, Ligeia, de Edgar Allan Poe, El perseguido y los perseguidores, de Bulwer Lytton, etcétera. La aplicación exagerada de la voluntad o el pensamiento humanos crea una situación destructiva, crea peligros, miedos, terrores, que sólo pueden contrarrestarse corrigiendo el “pecado” original de la extralimitación, de la mala aplicación del conocimiento humano o el procedimiento científico. El mito del tipo Frankenstein podría representarse diagramáticamente así:



donde el círculo del yo origina su propio poder de destrucción y metamorfosis.
En el segundo de los mitos, el miedo surge de una fuente exterior al sujeto: el yo sufre un ataque de alguna clase que lo hace formar parte de lo otro. Este es un tipo de apropiación del sujeto que se encuentra en Drácula y otros relatos de vampirismo: es una secuencia de invasión, metamorfosis y fusión, en la cual una fuerza externa entra en el sujeto, lo cambia irreversiblemente, y por lo general le da el poder para iniciar transformaciones similares. La metamorfosis de Kafka pertenece a este tipo, lo mismo que muchos films del género fantástico, como el de George Romero, La noche de los muertos vivos. Esto podría verse como:


con fuerzas externas que entran en el sujeto, producen la metamorfosis y vuelven a salir al mundo. A diferencia del tipo Frankenstein, el mito tipo Drácula no se limita al sujeto individual: afecta a toda una red de otros seres, y frecuentemente debe apelar a una reproducción mecánica de creencias religiosas o ardides mágicos para neutralizar la amenaza. Para vencer el miedo a una invasión completa de figuras vampíricas, se recurre en Drácula a objetos cristianos (el crucifijo, la Biblia) y a la magia (conjuros, ajos). En La noche de los muertos vivos se recurre a la explicación científica (la radiación, que galvanizaba a los muertos y los convertía en no-muertos) y al poder tecnológico/militar para destruir a los zombies semi-vivos que habían sido activados por filtración radiactiva.
En el mito tipo Frankenstein (del que Fausto es una variante) el yo se convierte en otro a través de una metamorfosis autogenerada, a través de una separación de sí mismo que experimenta el sujeto, con la consiguiente división o multiplicación de identidades (estructuradas alrededor de los temas del “yo”). En el mito tipo Drácula (del que Don Juan es una variante) la otredad se establece a través de una fusión del yo con algo exterior, produciendo una forma nueva, “otra” realidad (estructurada alrededor de los temas del “no yo”). Este segundo tipo centraliza los problemas de poder: Drácula, como los zombies de Romero, colecciona conquistas, colecciona víctimas para ratificar el poder de la posesión, para establecer un sistema autosostenido y total. Tanto el mito de Frankenstein como el de Drácula fomentan un estado de indiferenciación entre el yo y lo otro. En las secciones que siguen se introducirán algunas teorías psicoanalíticas con el intento de articular algunos de los impulsos inconscientes que activan estas dos pautas míticas que dominan y determinan el fantástico moderno. Pero el segundo tipo, el mito de Drácula, es mucho más, difícil de “contener”, mucho más perturbador en su estocada contracultural. No está confinado a un individuo; trata de reemplazar la vida cultural con una otredad total y absoluta, un sistema autosostenido completamente alternativo.


[1] Julia Kristeva, “Une poétique ruinée”, p. 15: ‘Lo ‘fantástico’, lo ‘onírico’, lo ‘sexual’, hablan de esta misma condición dialógica, está polifonía inconclusa, que es innombrable.”

[2] Louis Vax, “L’art de faire peur”.

[3] Referirse a una “economía” de ideas y creencias puede resultar llamativo: por “economía natural” se entiende un sistema de pensamiento secularizado, opuesto a un orden “sobrenatural”. La relación entre “economías” y creencias culturales en este sentido metafórico fue explorado por Bataille, con su noción de potlach, o “desperdicio”: lo que hay en exceso respecto de lo que se necesita. Ver la tesis de Gillman.

[4] Guy de Maupassant, Horla, en Cuentos selectos, tr. por Roger Colet (Londres, 1971).

[5] Gogol, La nariz, en El diario de un loco y otros relatos, tr. por Ronald Wilks (Londres, 1972).

[6] Hermanos Grimm, Los cuentos de hadas de Grimm (Londres, 1975).

[7] C. Kingsley, Water babies (Londres, 1863).

[8] Edgar Allan Poe, Escritos selectos (Londres, 1967).

[9] Para la discusión de formas miméticas de la novela en relación con la ideología burguesa, ver en la bibliografía las obras de Belsey, Eagleton, Jameson, Knight y Watt.

[10] J. H. Matthews (ed.), The custom-house of desire: A half-century of surrealist stories (Londres, 1975).

[11] H. P. Lovecraft, En los montes de la locura, y otras novelas de terror (Londres, 1968).

[12] H. P. Lovecraft, La tumba y otros relatos (Londres, 1969).

[13] ibíd.

[14] Palabras formadas por la combinación de otras dos (N. de la T.)

[15] Nonsense, además de “sin sentido”, significa “disparate”, “tontería”. (N. de la T.)

[16] Cit. Cora Kaplan, "Lenguaje y género".

[17] Los Mundos secundarios de W. H. Auden influenciaron a Tolkien en su formulación de ámbitos imaginados, secundarios y autónomos, en Arbol y hoja. Estas regiones se aproximan a las que describió C. S. Lewin en De otros mundos, donde señala como un deseo primario del hombre, un “impulso imaginativo ... que opera bajo las condiciones especiales de nuestro tiempo ... visitar regiones extrañas en busca de tal belleza, asombro o terror, que no se pueden hallar en el mundo real”. El trascendentalismo de Auden, Tolkien y Lewis es análogo a las regiones “maravillosas” de los cuentos de hadas y el romance tradicional, en marcado contraste con la irrupción más transgresiva del fantástico moderno en los escritos seculares, que presentan la extrañeza y la otredad en este mundo.

[18] The sandman (El arenero), personaje imaginario que adormece a los niños. (N. de la T.)

[19] La obra completa de Lewis Carroll.

[20] George MacDonald, Phantastes y Lilith (Londres, 1962).

[21] ibíd.

[22] H. G. Wells, Cuentos selectos (Londres, 1958).

[23] Valery Brussof, El espejo, en La República de la Cruz del Sur y otros relatos (Londres, 1918).

[24] R. L. Stevenson, El extraño caso del Doctor Jekyll y Mr. Hyde (Londres, 1925).

[25] Italo Calvino, Ciudades invisibles, tr. por William Weaver (Londres, 1979).

[26] Las palabras inglesas eye (ojo) y I (yo) tienen la misma pronunciación. (N. de la T.)

[27] William Morris, The hollow land, en Primeros romances en prosa y verso (Londres, 1973).

[28] H. P. Lovecraft, El libro, en La tumba y otros relatos.

[29] Mary Shelley, Colección de cuentos y relatos, ed. Charles E. Robinson (Londres, 1976).

[30] Gérard de Nerval, Aurelia, cit. Todorov.

[31] Bram Stoker, Drácula (Nueva York, 1965).

[32] Fiodor Dostoievsky, Los hermanos Karamazov, tr. por David Magarshack, 2 vol. (Londres, 1958).


Título original: “The Fantastic As a Mode” en Fantasy. The Literature of Subversion, 1981. Traducción de Cecilia Absatz.



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