miércoles, 23 de abril de 2014

El Paraíso perdido. Libro I. John Milton.


A los frutos de aquel árbol vedado,
cuyo sabor letal trajo a este mundo
la muerte junto a todos nuestros males,
por perder el Edén el primer hombre
que desobedeció, mientras no vino
otro mucho mayor a redimirnos,
recobrando también la feliz sede,
canta Musa celeste, que en las cimas
de Horeb o Sinaí, tan escondidas,
inspiraste al pastor, que fue el primero
en enseñar al pueblo ya escogido
cómo del Caos salieron Cielo y Tierra:
o si el monte de Sión más te complace
y es Siloé la fuente de tu gusto,
tan cerca del oráculo divino,
ayuda desde allí a mi osado canto,
pues se pretende alzar en sumo vuelo
sobre el monte de Aonia por contaros
lo que nunca narróse en prosa o verso.
Y, sobre todo, Espíritu grandioso,
que un corazón correcto y siempre puro
prefieres al altar y a grandes templos,
ven a darme instrucción, puesto que sabes;
tú, que existías ya desde el principio
y con alas extensas de paloma,
cubriendo aquel abismo interminable,
lo incubaste tornándolo fecundo:
prorrumpe con tu luz en mis tinieblas,
alza y sostén mi enorme abatimiento,
para que bajo el sol de esta gran trama,
defendiendo a la Eterna Providencia,
los caminos de Dios muestre a los hombres.
Puesto que a tu mirar no escapa el Cielo
ni la sima infernal, oscura y honda,
dinos, en conclusión, ¿por qué motivo
nuestros padres a Dios abandonaron
y, llevando una vida afortunada,
quebrantaron su solo mandamiento,
pese a tener su ayuda y siendo reyes
de las demás criaturas de la Tierra?
¿Quién les indujo, en fin, a rebelarse?
Fue la infernal Serpiente, corroída
por la sed de venganza y por los celos,
quien engañó a la madre de los hombres;
su orgullo, tiempo atrás, la echó del Cielo,
en unión de sus ángeles rebeldes,
con cuya ayuda urdía situarse
por encima de todos sus iguales.
Creyendo, así, llegar hasta el Más Alto,
si se enfrentaba a él, provocó al punto
una guerra sacrílega en el Cielo,
contraria a la divina monarquía,
con inútil tesón y lucha altiva.
Mas quien todo lo puede, de cabeza
a Satán arrojó, cual llamarada,
ardiendo con horror en su caída
desde el etéreo Cielo a la insondable
y oscura perdición, entre cadenas
y al tormento del fuego castigado
por alzar contra Dios sus armas todas.
Nueve veces el tiempo con que miden
sus noches y sus días los mortales,
vencido sucumbió con su horda horrible
y en el ardiente abismo revolcóse,
pasmado, aunque inmortal. Pero el destino
un encono mayor le reservaba,
pues hubo de sufrir nuevas torturas:
la dicha temporal y el daño eterno.
Comienza a dirigir hacia los lados
la mirada funesta que trasluce
su fracaso y dolor insoportables,
mezclados con soberbia empecinada
y un odio sin saciar. Mas al instante
sus angélicos ojos fueron viendo
aquel breve cubil tan deprimente,
espantoso y estéril, cuyas brasas
ardían por doquier, como en un horno,
llameando sin luz, entre tinieblas
que no dejaban ver más que una escena
siniestra e infeliz, tristes regiones
dolientes de terror, ensombrecidas,
donde no puede haber paz ni descanso,
y donde ni siquiera la esperanza,
que a todos lados llega, tiene acceso,
mas sí el hondo penar eternamente,
y un diluvio de fuego alimentado
por un azufre ardiente incombustible.
Así era el sitio cruel, espeluznante,
que ya el Eterno Juez dispuesto había
para aquellos rebeldes, de este modo
era su cárcel gris como ninguna,
ubicada en el punto más lejano
de Dios y de la luz que alumbra al Cielo,
tres veces la distancia que hay del centro
del universo al polo más remoto.
¡Qué distinto lugar del que cayeron!
Pronto ha de descubrir a sus secuaces,
agobiados por olas, torbellinos
y un chaparrón de fuego, y a su lado,
retorciéndose, encuentra a un compañero,
con su mismo poder y mismo crimen,
mucho después famoso en Palestina,
llamado Belcebú. A él dirigióse
aquel Archienemigo al que en los Cielos
por Satán conocían, y, rompiendo
el silencio total, dijo atrevido:
«¡Pero si eres aquél! ¡Qué diferente
pareces de aquel ángel que, en el reino
luminoso y feliz, acompañado
de un brillo trascendente, oscurecías
a millares de seres deslumbrantes!
¡Si eres aquel que, en alianza mutua,
unidos por un plan, por ideales,
por idéntico azar y una esperanza,
a la gloriosa empresa te sumaste
junto a mí aquella vez! Ahora nos une,
en hado similar, el infortunio:
ya ves desde qué altura y en qué sima
tan profunda nos hemos sumergido,
así mostró la fuerza de su rayo;
mas ¿quién hasta ese instante conocía
el horrible poder del arma aquella?
Pero no ha de importar; pese a los males
que me pueda infligir quien me ha vencido,
yo nunca he de cambiar ni arrepentirme,
aunque ya no reluzca mi figura,
renunciando al desdén, tesón y orgullo,
sensible a las ofensas y a la injuria,
que a plantar cara a Dios me condujeron,
llevando tras de mí al atroz combate
a un batallón de Espíritus enorme,
que el reino celestial menospreciaron,
prefiriéndome a él y combatiendo,
con adverso poder el poder sumo
en indecisa lid por las llanuras
del Cielo, hasta mover su regio trono.
¿Qué importa fracasar en la batalla?
No todo se perdió si mantenemos
esta sed de venganza y este empuje,
el odio sin final y esta entereza
que no se ha de rendir ni someterse.
¿Quién puede proclamar que me ha vencido?
Nunca me ha de impedir gozar mi gloria
su potente furor. Perdón pedirle,
divinizar, después, aquella fuerza
que el terror de mi brazo ha puesto en duda,
una bajeza vil reportaría
más vergonzosa aún que este descenso.
Como quiso el destino que la fuerza
y la sustancia empírea de los dioses
no perezcan jamás, y, valorando
la experiencia adquirida, igual armados,
con mayor precisión y fundamento
podemos combatir, con fuerza o fraude,
en una guerra eterna y sin tratados,
a ese enemigo grande que ahora triunfa
y con sumo placer gobierna solo
como tirano eterno de los Cielos».
El angélico apóstata esto dijo,
mas con sumo dolor; muy jactancioso,
pero sumido en gran desesperanza.
Y pronto replicó su audaz amigo:
«Príncipe y capitán de muchos Tronos,
que a la guerra llevaste a Serafines,
haciendo peligrar, en gran hazaña,
sin terror, a tu mando, al Rey celeste,
poniendo a prueba, así, la primacía
que la fuerza, la suerte o el destino
le dieran una vez. Veo y lamento
la pérdida del Cielo con la triste
derrota y la caída vergonzosa;
por lo que estas legiones esforzadas,
con atroz destrucción, cubren el suelo,
si es que pueden morir, en cierto modo,
estos dioses y seres celestiales:
no se vence al espíritu y la mente,
pues su vigor muy pronto recuperan,
por más que, extintos ya toda la gloria
y el estado feliz, nos sumerjamos
en miseria tan cruel y sempiterna.
Pero ¿y si el vencedor (a quien ahora
considero por fuerza omnipotente,
pues nadie igual hubiese conseguido
nuestras fuerzas romper) nos ha dejado
intactos el vigor y el sentimiento
para, así, percibir nuestros dolores
y serenar sus ansias vengativas
o servicios prestarle como esclavos,
cual bélico derecho; por ejemplo,
del centro del infierno fogoneros
o haciéndole recados en las sombras?
¿De qué puede servir el que sintamos
que nuestro gran vigor no ha decaído
o que somos eternos si, a la postre,
tenemos que sufrir eternas penas?»
A lo cual respondió el Archidiablo:
«Caído querubín, es gran desgracia
actuar o sufrir siendo tan débil;
hacer el bien no fue nuestro negocio,
pues sólo haciendo el mal somos felices,
lo que no es de extrañar por ser lo opuesto
a aquella voluntad que combatimos,
pues, si ha de obtener bien su providencia
partiendo de ese mal, es comprensible
que sea nuestra labor procurar siempre
que no se cumpla el fin, hallando el modo
de que, perverso el bien, en mal acabe;
llegándole a ofender, si no me engaño,
al poder desviar su plan secreto
del blanco que buscó. ¡Pero repara!
Arriba el vencedor, junto a las puertas,
ha vuelto a convocar a los ministros
que promueven su acoso y su venganza:
el granizo de azufre que, lanzado
cual lluvia y tempestad sobre nosotros,
remansó el ígneo mar donde bajamos
en picado al caer desde los cielos,
y el trueno con sus rayos de alas rojas
a causa del furor y de sus iras,
que ha gastado quizás ya sus venablos,
puesto que el retumbar de sus rugidos
no se deja sentir en el abismo.
No puede la ocasión desestimarse,
si el desdén o la furia amortiguada
del tremendo rival nos la ha brindado.
¿Ves allí en soledad esa llanura,
ese páramo agreste y desolado,
cuya sombras la luz de aquellos fuegos
de reflejo tan pálido iluminan?
Vayámonos allí y abandonemos
este encrespado mar de ardientes olas;
podremos descansar, si es que el reposo
tiene cabida aún en este sitio;
y, después de reunir a nuestras huestes,
habremos de pensar de que manera
ofendemos mejor al Enemigo,
reparamos también nuestros despojos
y vencemos al mal, examinando
qué refuerzos nos presta la esperanza
o qué ventaja habrá si la perdemos».
Así dijo Satán al compañero
emergente de en medio de las olas
con sus ojos brillantes cual tizones
mientras todo su cuerpo musculoso,
robusto y colosal sobresalía
muchos codos aún en la laguna,
idéntico a los míticos titanes,
los hijos monstruosos de la Tierra,
que combatir a Júpiter quisieron,
Briareo o Tifón, los que habitaban
en una cueva atroz, cercana a Tarso.
También a Leviatán se parecía,
acuático animal, el más enorme
de cuantos Dios creó surcando el agua;
a ese monstruo que duerme muchas veces
en el movido mar, junto a Noruega,
el piloto infeliz de una barcaza,
en plena oscuridad, por isla toma;
y los marinos cuentan que, a menudo,
en su espina dorsal el ancla clavan
y atracan junto a él, a sotavento,
mientras reina en el mar la negra noche
y el esperado albor su luz demora.
En su extensión total tendido, entonces
el Archidiablo aquel, entre cadenas,
en la laguna ardiente se encontraba
y no se hubiera nunca levantado
si el querer y la venia de quien rige
el reino celestial no le consiente
perseguir sus proyectos más oscuros.
Reincidiendo en su error, porque buscaba
el mal de los demás, sólo atraía
la maldición de Dios, viendo con furia
que su maldad servía únicamente
para otorgar al hombre que él sedujo
regalos y perdón, a manos llenas,
recibiendo, a su vez, por el contrario,
tan sólo confusión, ira y venganza.
Se endereza de pronto. Su estatura,
cual gigante titán, saca del lago,
poniéndose a segar con ambas manos
la aguda extremidad de aquellas llamas,
que se apartan cual olas, descubriendo
un valle aterrador en el vacío.
Abre después las alas y alza el vuelo
por el aire en tinieblas sostenido,
que un peso nada usual experimenta,
hasta que al fin desciende en tierra seca,
si así cabe llamar a la que ardía
con un sólido fuego, frente al agua
que con líquidas llamas se abrasaba.
Por su aspecto al surgir, se parecía
en fuerza al subterráneo torbellino
que formó el promontorio del Peloro
o al Etna cuando brama por sus grietas,
debido a sus entrañas combustibles,
que conciben un fuego condensado
con furia mineral que lanza al cielo,
y en vendaval lo esparce generando
una humareda densa y corrompida
que llega a socarrar la zona entera.
Así era el suelo aquel donde posara
los maldecidos pies. Su compañero
seguíale; los dos iban ufanos
de haber salido ilesos, como dioses,
de las aguas de Estigia por sí mismos,
sin la ayuda de Dios omnipotente.
«¿Es ésta la región, la tierra, el clima,
dijo el antes Arcángel, el terreno
que debemos cambiar por nuestro Cielo,
este triste negror por toda aquella
radiante claridad? ¡Muy bien, pues sea!,
ya puede disponer el soberano,
que ahora quiere reinar, lo que le plazca:
más nos vale alejarnos del alcance
de aquel que, en parangón, nos es parejo,
pero a la fuerza en Rey se ha convertido,
por encima de todos sus iguales.
¡Adiós, campo feliz en donde habita
el eterno placer! ¡Salud, horrores;
salve, mundo infernal! ¡Profundo averno,
a tu nuevo señor presta acogida;
ni el tiempo ni el lugar conseguir pueden
la mente trastocar, ya que ésta lleva
en sí su habitación y hasta podría
en Cielo convertir el propio infierno
o en infierno cambiar el mismo Cielo!
¡No importa dónde esté ni lo que sea,
si sigo siendo igual, el mismo en todo,
apenas inferior a quien el rayo
le hizo ser superior! En este sitio
tendremos libertad, pues es seguro
que nadie nos va a echar: no se ha creado
para envidiar después a quien lo habite.
Podemos, pues, reinar en él tranquilos;
y, en mi opinión, reinar es siempre bueno:
reinar en el infierno es más valioso
que en el Cielo servir. Y a nuestros socios
que duermen su estupor en este lago,
¿les vamos a dejar si ya han perdido
lo mismo que nosotros, sin llamarles
a compartir mansión tan desdichada
o a sumar su poder a nuestras fuerzas,
intentando ganar allá en el Cielo
lo que quepa obtener o del infierno
lo que pueda perderse todavía?»
Así dijo Satán y contestóle
a su vez Belcebú: «Capitán fuiste
del ejército aquel tan victorioso
al que sólo venció el Omnipotente.
Cuando tu voz escuchen esas tropas,
cual promesa segura de esperanza,
en medio del terror y del peligro,
en momentos peores atendida,
al filo de una lid más esforzada,
que siempre al atacar sonaba fiera,
cuando vuelvan a oírla esas legiones,
recobrarán su espíritu al momento,
pese a que giman viles y postradas
en el lago de fuego donde ha poco
yacíamos también estupefactos.
¡No es de extrañar después de tal caída!»
Cuando cesó de hablar, ya el sumo Diablo
se acercaba a la orilla, con su escudo
colgado de la espalda, poderoso,
de etéreo temple y gran circunferencia
que detrás de sus hombros parecía
el círculo lunar que tanto observa
de noche con sus ópticos cristales,
en la cumbre de Fiésole o en Valdarno
el astrónomo aquel de la Toscana,
queriendo percibir entre sus manchas
nuevas tierras con ríos y colinas.
Su lanza colosal (a cuyo lado
el pino que talaran los noruegos
de tamaño mayor en sus montañas
para servir de mástil a un navío
pudiera parecer pequeña rama)
usaba de bastón para ayudarse
en su inseguro andar por roca ardiente.
¡Qué distintos sus pasos en el Cielo!
El intenso calor de aquel paraje,
debajo de la bóveda de fuego,
lo abruma al caminar; él lo soporta,
llegando al litoral de aquellas aguas
que el ardor inflamó. Llama a sus tropas,
que dispersas yacían en montones,
como la hoja otoñal que en Vallombrosa
recubre en multitud los arroyuelos,
donde levantan arcos de follaje
las etruscas umbrías; o cual juncos
esparcidos también sobre las aguas,
cuando Orión, armado con sus vientos,
del mar Rojo azotó las dos riberas
abatiendo sus olas a Busiris
y de Menfis a todos sus jinetes,
que con odio mortal no daban tregua
a aquellos que en Gesén antes moraban,
los cuales, en la orilla, ya salvados,
observaron cadáveres de bestias
y ruedas de los carros arrastrados
por el movido mar, del mismo modo,
dispersadas y abyectas, las legiones
llegaban a cubrir esa laguna
temblando de terror por su cruel cambio.
Tan alto habló Satán que retumbaron
de la sima infernal las cavidades.
«Potestades y príncipes, guerreros,
flor y nata del Cielo que fue vuestro
y que luego perdisteis, ¿es posible
que el sufrido estupor pueda hacer daño
a Espíritus Eternos? ¿O elegisteis,
a causa de la lid y del cansancio,
este horrible lugar como reposo
de un rendido valor o como lecho
donde dormir los ocios cual si fuese
un valle celestial? ¿O es que jurasteis
en postura tan vil al que os ganara
prestar adoración, mientras observa
a quien fue Serafín o incluso Arcángel
rodando en ese mar entre el desorden
de banderas y de armas, aguardando
que atisben en las puertas de los Cielos
la ventaja sus rápidos secuaces
y bajen a pisar a los postrados
o a clavarles con haces de sus rayos
al fondo del abismo? ¡Despertaos,
poneos ya de pie o eternamente
sumergidos quedad en esas aguas!»
Echaron a volar al escucharle,
humillados igual que centinelas
que encuentra su oficial en pleno sueño
y se tienen que alzar semidormidos.
No quiere esto decir que no apreciaran
su tragedia final o no sintiesen
el terrible dolor de su tormento.
Mas al oír la voz de su caudillo,
la enorme multitud comenzó a alzarse.
Como el hijo de Amram cuando elevara
su potente bastón junto a la orilla,
en jornada funesta para Egipto
y para el faraón, malo e impío,
pues despertó a una plaga de langostas
que, impulsadas por vientos de Levante,
la comarca del Nilo ensombrecieron.
Los ángeles del mal eran iguales
cuando en gran multitud atravesaban
la bóveda infernal en raudo vuelo,
cruzándose con miles de pavesas,
por encima y debajo, y por los lados,
hasta que el gran Sultán marcó el camino,
y, al elevar su lanza gigantesca,
posáronse, por fin, en equilibrio
sobre el firme de azufre que humeaba.
Por entero llenóse la planicie.
Nunca salió una masa tan nutrida
de la región del norte populoso
cuando sus hijos bárbaros partieron,
el Danubio o el Rin atravesando,
en dirección al sur, como un diluvio,
dejando Gibraltar a sus espaldas,
para ocupar los libios arenales.
Los caudillos y jefes de las tropas
juntáronse en el punto donde estaba
su bravo capitán, enardecidos:
sobrehumana altitud, divinas tallas,
potestades y príncipes otrora
que en tronos celestiales se sentaban;
no queda ya el recuerdo de sus nombres
en las actas del Cielo de los fieles,
porque fueron tachados y raspados
por rebeldes del libro de la vida.
Anónimos aún para los hombres,
a los cuales tentaron con embustes,
tolerándolo Dios, a una gran parte
de los seres humanos convencieron
para que a su Creador abandonaran
y cambiasen sus glorias invisibles
por cuerpo de animal al que adoraron
tras recubrir con pompas y con oro.
A demonios también reverenciaron
como si fuera a Dios; nombres distintos
permitieron después a los paganos
diferenciar los ídolos que honraron.
Dime, Musa, sus nombres, conocidos
allá en la antigüedad, según el orden
por el que cada cual fue despertando
en su lecho infernal, lleno de fuego,
del gran emperador a la llamada.
Alzáronse en respuesta y, de uno en uno,
de acuerdo a su valía, iban llegando
al litoral aquel en donde estaba
de la gran multitud muy distanciado.
Éstos eran los líderes que, errantes,
salieron de la sima del infierno
para buscar sus presas por la Tierra.
Osaron situar, luego, su trono
junto al trono de Dios y sus altares
al lado de los suyos; de este modo,
lograron ser también reverenciados
alrededor de toda la comarca,
atreviéndose incluso a morar luego
donde Jehová tonante residía:
en el templo de Sión, junto a sus ángeles,
y hasta en su mismo altar muy a menudo
su maldito sitial establecieron;
el solemne ritual y sacras fiestas
con sus obras blasfemas profanaban,
ultrajando su luz con sus tinieblas.
Delante iba Moloc, príncipe horrible,
con la sangre de humanos sacrificios
y lágrimas de padres salpicado,
aunque el son de timbales y tambores
sofocaba los gritos de los niños
arrojados al fuego como ofrenda
del ídolo execrable al que adoraron
en Rabá y en sus húmedas llanuras,
en Argab y en Basán, los amonitas,
hasta el Arnón de curso tan lejano.
No satisfecho aún con situarse
vecino del Señor, con sus mentiras
persuadió a Salomón a que le alzara
frente al templo de Dios un templo nuevo
en el otero aquel ignominioso,
y le diera, además, cual bosque sacro,
del Hinón la llanura más verdosa,
que llamóse Tofet desde ese tiempo
y (símbolo infernal) negra Gehena.
Camós iba tras él, el más obsceno,
del moabita terror cuando habitaba
a Nebo desde Aroar y, más abajo,
al salvaje Abarím y a las ciudades;
de Joronaim y Hesbón, de Seón el reino,
pasadas de Elealé y Sibma las viñas,
hasta llegar al lago del Asfalto:
Péor por otro nombre, cuando en Setim
tentó a los israelitas junto al Nilo
y éstos culto procaz le tributaron
que hubieron de pagar con grandes penas.
De allí extendió su orgiástica lascivia
hasta el otero aquel ignominioso
y al bosque de Moloc, el homicida,
los odios añadiendo a la lujuria,
hasta que el buen Josías al infierno
los arrojó por fin. Iban con ellos
aquellos que del Éufrates antiguo,
hasta el curso limítrofe del río
que divide por dos Siria y Egipto,
de Astarót y Baalim llevan los nombres,
plurales femenino y masculino,
pues es dado a un Espíritu, si quiere,
asumir los dos sexos o cambiarlo:
tan tenue y simple es su esencia pura,
al no apoyarse, igual que nuestra carne,
en el óseo sostén de un esqueleto.
Sea cual sea la forma preferida
(luminosa, compacta, rala, oscura),
consiguen realizar de todos modos
sus más etéreos fines por motivos
de hostilidad o de amor. A causa de ellos,
con frecuencia Israel abandonaba
a su Fuerza vital y altar correcto
para adorar vilmente a nuevos dioses
con forma de animal. Por esta causa
en la lid inclinaron las cabezas,
que fueron igualmente doblegadas
por las lanzas de indignos enemigos.
Astoret a esta tropa acompañaba,
aquella a quien pusieron los fenicios
el nombre de Astarté, reina del cielo,
con dos cuernos lunares coronada;
las vírgenes sidonias ofrecían
sus cantos a su imagen deslumbrante
y, en las noches de luna, sus promesas;
era en Sión también muy venerada,
donde su templo estaba en el otero
ignominioso aquel, edificado
por el rey complaciente en demasía
con femenino amor; su pecho grande
adoraba también a falsos dioses
por idólatras bellas engañado.
Luego llegó Tamuz, que año tras año
con su herida en el Líbano atraía
a las jóvenes sirias que expresaban
con endechas de amor su triste suerte
durante todo un día de verano,
mientras el dulce Adonis, en su roca,
iba poniendo el mar color granate,
a causa de Tamuz y de la sangre
que manaba anualmente de su herida.
A las hijas de Sión sedujo tanto
esta historia de amor que Ezequiel mismo
observó bajo el pórtico sagrado
sus pasiones lascivas en un sueño,
donde vio que Judá, completamente,
a negra idolatría se entregaba.
Fue el siguiente en llegar quien lloraría
cuando el arca cortóle testa y patas,
su forma de animal deteriorando,
y que al suelo cayó, dentro del templo,
llenando de rubor, avergonzados,
a sus adoradores: se llamaba
Dagón, monstruo marino, que era un hombre,
por la mitad de arriba de su cuerpo
y pez por la inferior; mas, pese a ello,
en Azoto contó con bello templo,
y respetóle toda Palestina
en Gat y en Ascalón, y en la frontera
de Gaza y de Acarín. Detrás marchaba
Rimnón, que residió junto a Damasco,
deliciosa ciudad, fértil orilla
del Ábana y Farfar, dos claros ríos.
También osó ultrajar de Dios la sede:
a un leproso perdió, a un rey ganando,
su necio vencedor, Acaz por nombre,
al que indujo a su Dios a despreciar
y a elevarle un altar al modo sirio,
donde quemara ofrendas detestables,
venerando a los dioses que adoraban
los mismos que él había conquistado.
Surgió un tropel detrás muy abundante,
que, con nombres antaño muy famosos
(Isis, Osiris, Horus y su corte),
de monstruosas formas y conjuros,
del Egipto fanático abusaron
obligando, a su vez, a todo el clero
a buscar unos dioses que adoptaban
la forma de distintos animales
en lugar de adquirir la forma humana.
No se libró Israel de contagiarse,
pues con oro prestado construyeron
el becerro de Horeb, y el rey rebelde
cometió otras dos veces tal pecado
cuando en Betel y en Dan representara
de nuevo a su Creador apacentando
con la forma de buey. Jehová, no obstante,
cuando salió de Egipto, en una noche,
también equiparó de un solo golpe
a sus hijos mayores con los dioses
aquellos que mugían. Como cierre,
terminaba Belial aquel desfile,
el más obsceno Espíritu caído
que el vicio por el vicio sólo amaba.
Nadie elevóle templos ni aun altares,
mas siempre suele estar en los ajenos
cuando niega a su dios el sacerdote
y se entrega al placer, como fue el caso
de los hijos de Elí que mancillaron
la morada de Dios con su lujuria
unida a la violencia. Igual sucede
en ciudades, en cortes y en palacios,
donde asciende a las torres elevadas
de la orgía el clamor junto al ultraje.
Cuando la noche, al fin, con sus tinieblas
las calles oscurece, van rondando,
repletos de insolencias y de vino,
los hijos de Belial. Son sus testigos
las calles de Sodoma y las de Gueba,
la noche en que una puerta hospitalaria
entregó a una mujer, así evitando
un estupro peor. Se situaban
los primeros en casta y en poderes.
Seguir citando más largo sería,
si bien famosos fueron los de Jonia,
que el hijo de Javán tuvo por dioses,
declarando, además, que tras la Tierra
y el Cielo eran sus padres más loados:
Titán, el primogénito del Cielo,
con su prole abundante y con la herencia
que Saturno, más joven, le quitara;
aunque Júpiter, su hijo y el de Rea,
más poderoso aún, igual pagóle
y reinó, usurpador, tranquilamente.
Fueron primero célebres en Creta
y en el Ida, también en la nevada
cima del monte Olimpo, haciendo luego
su cielo más lejano de la zona
intermedia del aire. Gobernaron
en el rocoso Delfos, en Dodona
y en los límites todos de la Dórica.
Hubo alguno que huyó, surcando el Adria,
con el viejo Saturno, por la Hesperia,
cruzando de los celtas la comarca,
hasta alcanzar las islas más distantes.
Llegaron en tropel los mencionados
y muchos más aún, llenos de llanto,
mirando el suelo aquel, aunque un destello
en éstos se encendió por la alegría
de ver a su adalid esperanzado
y comprender que el fin no se ceñía
a su gran estupor; esto otorgaba
al rostro de Satán un aura incierta;
mas recobrando al punto la arrogancia
que le era habitual, con gran orgullo
dijo palabras dignas, no en sí mismas,
tan sólo en apariencia. Sin embargo,
elevó su valor, muy abatido,
serenando, después, todos sus miedos.
Mandó que se tocasen los clarines
y a su bélico son enarbolaran
con plena majestad el estandarte.
Reclamaba este honor tan apreciado
Azazel, querubín de alta estatura,
por derecho y razón, quien de inmediato,
desenvolvió del asta esplendorosa
el pendón imperial que, con su avance,
el viento hizo ondear brillantemente,
cual corneta veloz, muy adornado,
exhibiendo blasones y trofeos
dibujados con perlas y oro fino.
Mientras tanto los hórridos metales
un cántico de guerra difundían
que, escuchado por toda aquella tropa,
le hizo un grito lanzar que hirió de lleno
la bóveda infernal, y, retumbando,
aquel reino del Caos y de la Noche
llegóse a estremecer. En un momento
unas diez mil banderas se elevaron,
para enseñar colores deslumbrantes.
Todo un bosque de lanzas les seguía,
de escudos y de cascos apiñados
en orden de batalla tan espeso
que su profundidad se hizo insondable.
Todos avanzan ya en falange estrecha,
con el dórico son de muchas flautas
y de dulces oboes, como aquellos
que a los antiguos héroes elevaban
su animosa moral ante la lucha
y que, en lugar de cólera, infundían
razonable valor, pleno y seguro,
que a la muerte el temor no trastocaba,
ni les dejaba huir cobardemente;
capaces de templar con sus acordes
el miedo y la ansiedad de la batalla,
ahuyentando, a la vez, los sufrimientos
de las mentes mortales e inmortales.
Alegres por la unión que hace la fuerza,
con un designio igual, se encaminaban
callados, pero al son de dulces gaitas
que aliviaban sus plantas doloridas
por el terrible ardor del duro suelo.
Han formado, por fin., frentes de ataque
de terrible extensión y armas brillantes,
igual a los guerreros de otros tiempos,
con las lanzas en ristre y los escudos,
aguardando el mandato que su jefe
les fuera a confiar. Clava él sus ojos,
con su experto mirar, en las hileras,
abarca el batallón de parte a parte,
bien formado por seres con sus rostros
y sus tallas de dioses gigantescas.
¿Qué número serán? Se le hincha el pecho
de orgullo y de un poder que le conforta,
porque no hubo jamás tanta energía
en tal concentración desde los tiempos
en que Dios nos creó. Parangonada,
cualquier otra sería como aquella
enana infantería que unas grullas
osaron atacar. Aunque se uniera
la raza de gigantes que hubo en Flegra
con la ilustre progenie que luchara
en Tebas y en Ilión cuando los dioses
se unieron a ambos bandos como ayuda;
añadiendo también lo que relata
de aquel hijo de Uter la gran leyenda
que congregó después a numerosos
caballeros ingleses y bretones;
o todos cuantos luego destacaron,
infieles o cristianos, combatiendo
o en Montalbán, Damasco o Aspramonte,
Marruecos, Trebisonda, o esos otros
que en la africana costa reclutaron
y Bizerta envió contra el cristiano,
cuando al rey Carlomagno con sus pares
junto a Fuenterrabía derrotaron.
Y aunque este batallón ganaba en mucho
a una fuerza mortal de cualquier tipo,
a su horrible adalid reverenciaba.
Alzábase Satán como una torre,
superior por su talla y su apostura,
en soberbia actitud, muy dominante,
conservando el fulgor que antes tenía,
un Arcángel caído semejara,
apagado en el cenit de su gloria,
lo mismo que hace el sol, recién salido,
cuando mira a través de nublos grises,
carente de esplendor o, tras la luna,
en un eclipse umbrío sepultado,
alumbra a la mitad de las naciones
con mortecina luz, fatal y aciaga
que asusta a algún monarca temeroso
de que algo va a cambiar. Aunque eclipsado,
el Arcángel brillaba cual ninguno,
y, pese a algunos surcos de su rostro,
como una cicatriz honda del rayo,
y de cierta inquietud que traslucían
sus pómulos y tez palidecidas,
debajo de sus cejas se captaba
un valor y un orgullo comedido
que reclamaban ya feroz venganza.
Su mirada era cruel, pero en sus ojos
señales de piedad, de ira sujeta
mostraban la emoción que padecía
al ver a sus iguales en el crimen,
más bien sus seguidores, que hace poco
contemplara en la gloria, condenados
su pena a compartir eternamente,
a millones de Espíritus salidos
del Cielo por su culpa, y expulsados
por su rebelde acción, siglo tras siglo,
del celeste esplendor, mostrando empero,
una fidelidad que les unía,
aun con su antigua gloria ya marchita:
igual que cuando el fuego de los cielos
prende en robles o en pinos de los montes
quemándoles sus copas y segando
su augusto crecimiento y, sin embargo,
se mantienen de pie, sin su follaje,
quemado ya el brezal. En este instante
disponíase a hablar y las dos filas
cercáronle a la izquierda y la derecha,
los jefes en redor, enmudecidos,
pues la atención los labios les sellaba.
Tres veces lo intentó, y, pese a las burlas,
tres veces derramó lágrimas sólo,
como saben llorar los querubines.
Por fin, entrecortadas de suspiros,
comienzan a brotar estas palabras.
«Miríadas de seres inmortales,
Potestades que hundís la frente sólo
en presencia de Dios Omnipotente,
no careció de honor la lucha aquella,
aunque en derrota, al fin, se nos tornara,
como el lugar y el cambio que sufrimos,
odiosos de expresar, lo testimonian.
¿Qué mente previsora o adivina
podría, sin embargo, habernos dicho
que un batallón de dioses semejante,
que tan unido y fuerte se mostraba,
llegaría a sufrir tal descalabro?
Y ¿quién puede creer, aun después de éste,
que sus duras legiones, cuyo exilio
el Cielo vació, serán barridas
al alzarse otra vez en un intento
de recobrar su sede originaria?
En referencia a mí, tú eres testigo,
oh hueste celestial, que no hubo nada,
ni opiniones distintas ni avatares
que hubiera que salvar, que sofocase
mi esperanza final. Mas quien gobierna
en el Cielo cual rey y que, seguro,
en su trono se había mantenido
por prestigio ancestral o por costumbre
o mera aceptación de nuestra parte,
desplegaba su pompa, mas callando
su terrible poder. Por esta causa,
lo que tentó primero a nuestro esfuerzo,
vino a fraguar después nuestra caída.
Desde entonces sabemos lo que él puede
y sabemos también lo que podemos.
No habrá que provocar nuevos combates,
mas tampoco temer que los provoquen.
Nuestra ventaja está, si no me engaño,
en concebir un plan tan cuidadoso
que permita obtener con fraude astuto
lo que la fuerza nunca lograría.
Así habrá de aprender él de nosotros
que enemigo vencido por la fuerza
sólo a medias se vence. El propio espacio
puede hacer que aparezcan nuevos mundos;
no otra fue la razón de que en el Cielo
se propagara pronto la noticia
de que era su intención crear muy pronto
cierto linaje afín al que daría
igual favor que a un vástago del Cielo.
Allá hemos de acudir primeramente
aun cuando a inspeccionar fuera tan sólo...
¡Allí o a cualquier lugar! Este agujero
no podrá mantener siempre cautiva
a un Alma celestial, ni estos abismos
la podrán conservar entre tinieblas.
Mas para madurar este proyecto
es preciso reunirnos en consejo.
No hay que esperar la paz, pues ser esclavo
¿se puede resistir? Habrá, pues, guerra;
si franca o encubierta son opciones
que habremos de estudiar seguidamente».
Habló, y en su sostén varios millones
de fuertes querubines esgrimieron
flamígeras espadas que, al sacarlas,
causaron tal fulgor inesperado
que llenóse de luz todo el infierno.
Su cólera se alzó contra el Más Alto;
chocaron, pues, espadas con escudos,
produciendo un estrépito guerrero,
que, cual reto, llegó al abovedado
que cubre todo el Cielo. No lejana
levantábase atroz una colina,
cuya cumbre lanzaba fuego y humo,
brillando lo restante de su capa:
evidente señal de que el azufre
producía metal dentro del vientre.
De alada rapidez una patrulla
marchó hacia allá, cual muchos zapadores
con picos y azadón que, en varios grupos,
dejan atrás las tiendas de campaña
a fin de atrincherar terreno abierto
o un parapeto alzar. De esta patrulla
el guía era Mammón, el ser más bajo
de cuantos desde el Cielo descendieran,
pues incluso en la gloria su apariencia
y sus juicios rastreros resultaban.
Prefería Mammón los enlosados,
que el oro celestial cubre de gloria,
a la visión beatífica y su goce.
Él enseñó a los hombres el primero
a esquilmar las entrañas del planeta,
desenterrando allí con mano impía
lo que la madre Tierra atesoraba.
Abrieron en el monte una ancha herida
y extrajeron, después, oro en su vena.
Nada debe extrañar que en el infierno
se atesore un filón, porque no hay sitio
que se merezca más este veneno
que suele codiciar todo malvado.
Aprendan de esto, pues, los que se ufanan
de Babel y otras obras materiales,
los que alaban y cuentan maravillas,
asombrados al ver los monumentos
que el arte y el poder de aquellos reyes
de Menfis elevaron, pues les vencen
los réprobos Espíritus tardando
un rato en erigir algo en que aquéllos
habrían de emplear siglos y siglos
de incesante labor y muchas manos.
Cerca de aquel lugar, en la llanura,
fundía el mineral otra patrulla
con una habilidad maravillosa
y llenaba también los recipientes
dispuestos a tal fin, que recibían
vetas de fuego líquido que el lago
producía a su vez. Tras un examen,
la escoria del metal eliminaban.
Un tercer grupo hacia sobre el suelo
moldes de otro cariz, y en un instante
los llenaban de hirvientes materiales,
por extraño canal allí llevados
desde un mismo crisol; de igual manera
que un órgano recibe en las cuantiosas
hileras de sus tubos soplos de aire
que de la tabla armónica les llegan.
Como una exhalación no presentida
de la tierra emergió un gran edificio
y una música dulce acompañaba
a un conjunto coral, organizado
como si un templo fuese, con su cerco
de pilastras y dóricas columnas
sobrepuestas por áureos arquitrabes;
no faltaban los frisos o cornisas
con relieves labrados y techumbre
dorada y a cincel. Ni Babilonia
ni el esplendor de Alcairo se igualaban
a aquél con su fulgor y su grandeza
para albergar a Belus o a Serapis,
o acoger a su vez a los monarcas,
cuando Egipto y Asiria competían
en lujo y brillantez. Aquella mole
que ascendía paróse, ya alcanzada
una gran altitud. Rápidamente,
como de par en par abrió las puertas,
sus dos hojas broncíneas descubrieron
en su enorme interior grandes espacios
con igualado y liso pavimento.
Del arco de la bóveda colgaban,
con magia singular, múltiples filas
de lámparas y antorchas como estrellas
que, nutridas con nafta y con asfalto,
procuraban la luz del firmamento.
La ansiosa multitud entró admirada,
loando la mansión o al arquitecto:
su habilidad en el Cielo era famosa,
pues más de un torreón era obra suya
para el uso de angélicos notables,
donde igual que los príncipes moraban;
a tal poder el Rey les ascendía,
dejándoles mandar, según su grado,
en las demás criaturas luminosas.
Era su nombre oído y venerado
en la clásica Grecia y otras partes;
Mulciber le llamaban en Ausonia.
Y cuenta una leyenda que en el Cielo
a Zeus irritó, de tal manera,
que le lanzó volando por encima
del muro de cristal, sobre la almena,
y que desde el albor al mediodía
y de aquí hasta la noche humedecida
por rocío estival, ya bien entrada,
su caída duró; que, finalmente,
saliendo del cenit, ya hacia el ocaso,
como estrella fugaz, dio con sus huesos
en Lemnos, la isla egea. Así lo cuentan,
mas yerran, pues cayó con sus rebeldes
en confuso tropel mucho antes de esto;
de nada le valió ser quien alzara
aquellas altas torres en el Cielo;
tampoco sus inventos le libraron,
sino que fue arrojado de cabeza
a edificar, al frente de su tropa,
en el suelo infernal torres iguales.
Los alados heraldos, mientras tanto,
por orden del poder con mando sumo,
con solemne ritual y mil trompetas,
entre todas las huestes anunciaban
un cónclave crucial en Pandemónium,
de Satán el supremo parlamento,
donde se iba a reunir con sus iguales.
A quien era oficial llamaba el bando,
según su graduación y jerarquía
de cada regimiento y cada hueste.
Llegaron al azar, a toda prisa,
agrupados por cientos y hasta miles.
Los accesos y pórticos tan amplios
quedaron inundados, sobre todo
el enorme salón. De igual manera
que en los campos cubiertos donde bravos
paladines con lanza y a caballo
retaban al mejor guerrero moro
para luchar a muerte en un torneo
delante del Sultán, bajo su trono,
en gran concentración, por tierra y aire,
que silbaba al pasar con su aleteo,
los millones de seres voladores
acudieron allí en espeso enjambre.
Como abejas que muestran a sus crías
al llegar la radiante primavera,
cuando cabalga el sol unido a Tauro,
en torno a la colmena y entre el fresco
rocío de la flor, revolotean
acá y allá, o retozan felizmente
sobre la tabla que hace de explanada
en torno a su pajiza ciudadela
perfumada con bálsamo reciente,
y sus temas de estado se consultan;
así también la aérea muchedumbre
bullía en su estrechez y se apiñaba.
Mas, dada la señal, ¡oh maravilla!,
aquellos que hasta entonces parecían
de un tamaño mayor al de los hijos
gigantes de la Tierra, se volvieron
más pequeños que enanos diminutos,
y en un espacio estrecho se agruparon,
igual que aquella estirpe de pigmeos
que vive tras los montes de la India,
o que esos duendes mágicos que bailan
a la vera de un bosque o de una fuente,
y que ve o que cree ver a medianoche
algún pobre patán que se demora.
La luna a presidir suele asomarse,
aproximando más hacia la tierra
su blanco caminar. Encandilado
por sus risas y danzas, sus oídos
repletos de placer, siente en su pecho
latir el corazón, porque está lleno
de alegría y terror. De igual manera,
sin forma corporal, aquellas almas,
reduciendo sus tallas de gigantes
a su forma menor, se acomodaron,
aunque en número incierto todavía,
en la sala mayor de aquella corte.
En secreto total y más adentro
se encontraban los altos Querubines
y Seráficos Jefes que exhibían
su propia dimensión, formando un grupo,
para iniciar el cónclave importante.
En número de mil los semidioses,
sentado cada cual en trono de oro,
sumaban el total de la asamblea.
Leyóse, tras pasar un breve rato,
los bandos que a los líderes citaban,
y dieron al gran cónclave comienzo.



Título original: Paradise Lost [Book I], 1667. Traducción de Enrique López Castellón.




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