sábado, 5 de abril de 2014

¡Quieto, Satán! Clive Barker.


Las circunstancias habían hecho a Gregorius inconmensurablemente rico. Era el dueño de flotas y palacios, de garañones, de ciudades. En realidad, tenía tantas posesiones que aquellos a los que finalmente se les encargó que las catalogaran, cuando los sucesos de esta historia llegaron a su monstruosa conclusión, a veces pensaban que hubiera sido más rápido hacer la lista de los artículos que Gregorius no poseía.
Era rico, pero estaba lejos de ser feliz. Había sido educado corno católico, y durante su juventud, antes de su vertiginoso ascenso a la riqueza, había encontrado auxilio en su fe. Sin embargo, la había abandonado, y no fue hasta que tuvo cincuenta y cinco años, ya con el mundo a sus pies, cuando una noche se despertó y se encontró con que no tenía Dios.
Fue un golpe amargo, pero inmediatamente tomó medidas para subsanar la situación. Fue a Roma y habló con el Supremo Pontífice. Rezó día y noche. Fundó seminarios y centros de acogida para leprosos. Sin embargo, Dios no se molestó ni en mostrarle una de sus uñas. Al parecer, Gregorius había sido abandonado.
Al borde de la desesperanza, se le metió entre ceja y ceja que solo podría recuperar el camino que llevaba a los brazos de su Hacedor si sometía su alma a los peligros más terribles. La idea tenía su mérito. Supongamos, pensó, que pudiera preparar una reunión con Satán, el archienemigo. Si Dios me ve en una situación tan peligrosa, ¿no se verá obligado a intervenir y a llevarme de vuelta al rebaño?
Era un buen plan, pero ¿cómo podía llevarlo a la práctica? El Demonio no aparecía sin más cuando se le llamaba, ni siquiera cuando se trataba de un magnate como Gregorius, y sus indagaciones pronto demostraron que todos los métodos tradicionales para invocar al Señor de las huestes del mal (la profanación del Santísimo Sacramento, el sacrificio de niños) no eran más efectivos de lo que lo habían sido sus buenas obras para hacer reaccionar a Yahvé. Solo tras un año de pensar sobre ello consiguió dar finalmente con su plan maestro. Lo organizaría todo para construir un infierno en la Tierra, un infierno moderno tan monstruoso que el Tentador se sentiría tentado, y vendría a posarse en él como un cuco en un nido usurpado.
Buscó por todas partes un arquitecto, y encontró, languideciendo en un psiquiátrico en las afueras de Florencia, a un hombre llamado Leopardo, cuyos diseños para los palacios de Mussolini tenían una grandiosidad demente que encajaba perfectamente con el proyecto de Gregorius. A Leopardo, un viejo hediondo y maltrecho, lo sacaron de su celda y le devolvieron sus sueños. Su genio para lo prodigioso no lo había abandonado.
Con objeto de dar alas a sus invenciones se buscaron descripciones del infierno, tanto seculares corno metafísicas, por las grandes bibliotecas del mundo. Las cámaras acorazadas de los museos fueron registradas de arriba abajo, en busca de imágenes de martirio prohibidas. No quedó sin volver ninguna piedra de la que se sospechara que escondía bajo ella algo depravado.
Los diseños ya finalizados eran en cierto modo deudores de Sade y Dante, y todavía más de Freud y Krafft-Ebing, pero en ellos también había mucho que nadie antes había imaginado jamás, o al menos que nadie se había atrevido a plasmar sobre papel.
Se eligió un lugar en África del Norte, y los trabajos del Nuevo Infierno de Gregorius comenzaron. Todo lo que tenía que ver con el proyecto batía récords. Las paredes eran más gruesas, las cañerías más complejas, los cimientos más grandes que los de todos los edificios que se habían intentado construir hasta ese momento. Gregorius observaba la pausada construcción con un entusiasmo que no había experimentado desde los años en los que había empezado a edificar su imperio. Huelga decir que la mayor parte de la gente pensaba que se había vuelto loco. Sus amigos de muchos años se negaron a asociarse con él. Varias de sus empresas se hundieron cuando los inversores se asustaron al oír los rumores sobre su locura. A él no le importaba. Su plan no podía fallar. Seguro que el Diablo acudía, aunque solo fuera por la curiosidad de ver ese Leviatán que había sido construido en su nombre. Y cuando lo hiciera Gregorius estaría esperando.
En la obra se invirtieron cuatro años, y la mayor parte de la fortuna de Gregorius. El edificio ya terminado era del tamaño de media docena de catedrales, y disponía de todas las comodidades que el Ángel del Averno podía desear. Detrás de las paredes ardían los fuegos, lo que hacía que transitar por muchos de los pasillos se convirtiera en una agonía casi insoportable. Las habitaciones que daban a esos pasillos estaban equipadas con todos los instrumentos de tortura imaginables (agujas, potro, oscuridad) para que el genio de los torturadores de Satán les diera un buen uso. Había hornos suficientemente grandes como para quemar familias, y estanques lo suficientemente profundos como para ahogar generaciones. El Nuevo Infierno era una atrocidad esperando a producirse, una celebración de inhumanidad a la que solo le faltaba su principal motivación.
Los constructores se marcharon, sintiéndose afortunados por ello. Entre ellos corría el rumor de que Satán llevaba mucho tiempo observando la construcción de su cúpula del placer. Algunos incluso afirmaban haberlo vislumbrado en los niveles más profundos, donde el frío era tan penetrante que helaba la orina en la vejiga. Había algunos indicios que apoyaban la creencia de que las presencias sobrenaturales se estaban reuniendo en el edificio a medida que se aproximaba su finalización, y no era una de las menos importantes la cruel muerte de Leopardo que, o bien se había tirado o, tal como mantenían los supersticiosos, había sido empujado a través de la ventana del sexto piso de su hotel. Fue enterrado con la debida pompa.
Así que, solo en el Infierno, Gregorius estaba esperando.
No tuvo que esperar mucho tiempo. Llevaba allí un día, no más, cuando oyó ruidos que venían de lo más profundo. Desbordante de expectación, fue en búsqueda de su origen, pero solo se encontró con el fragor de los turbulentos baños de excrementos y con el rechinar de los hornos. Volvió a sus aposentos en el noveno nivel y esperó. De nuevo se oyeron los ruidos. De nuevo fue en búsqueda de su origen. De nuevo desistió decepcionado.
Sin embargo, los ruidos no remitieron. Durante los días siguientes, apenas pasaban diez minutos sin que oyera algún sonido que demostrara que allí había alguien. El Príncipe de la Oscuridad estaba allí, de eso no podía tener duda alguna, pero se mantenía en las sombras. Gregorius se conformaba con seguirle el juego. Después de todo, la fiesta era en honor suyo, y a Gregorius le correspondía jugar a lo que él eligiera.
No obstante, durante los largos y con frecuencia solitarios meses que vinieron a continuación, Gregorius se cansó de ese juego del escondite, y empezó a exigirle a Satán que saliera al descubierto. Sin embargo, su voz resonó por los pasillos desiertos sin obtener contestación alguna, hasta que la garganta le dolió de tanto gritar. A partir de ese momento, continuó con sus pesquisas sigilosamente, confiando en atrapar por sorpresa a su inquilino. Pero el Ángel Renegado siempre se escabullía antes de que Gregorius pudiera llegar a verlo.
Al parecer se trataba de un juego de desgaste entre Satán y él, en el que se perseguían el uno al otro a través del hielo y del fuego, y de vuelta al hielo. Gregorius se dijo que tenía que ser paciente. El Diablo había venido, ¿no era así? ¿No estaba la huella de su dedo en la manilla de la puerta, su zurullo en la escalera? Más pronto o más tarde el Maligno mostraría su rostro, y Gregorius escupiría en él.


El mundo exterior siguió su camino y Gregorius fue arrinconado junto a esos otros individuos que también habían sido destruidos por sus riquezas. Sin embargo su Locura, tal como era conocida, no carecía totalmente de visitantes. Había unos pocos que lo habían querido demasiado como para olvidarlo (también otros pocos que habían obtenido beneficios gracias a él, y que confiaban en encarrilar su locura de manera que les pudiera beneficiar todavía más) y que se atrevían con las puertas del Nuevo Infierno. Estos visitantes hacían el viaje sin dar a conocer sus intenciones, por miedo a que sus amigos las desaprobaran. Las investigaciones sobre las subsiguientes desapariciones nunca llegaron hasta el norte de África.


Y en su Locura, Gregorius seguía cazando a la Serpiente, y la Serpiente seguía eludiéndole, dejando tan solo señales más y más terribles de su presencia a medida que los meses iban pasando.


Fue la mujer de uno de los visitantes desaparecidos quien a la postre descubrió la verdad y alertó a las autoridades. La Locura de Gregorius fue puesta bajo vigilancia, y finalmente, unos tres años después de su finalización, un grupo de cuatro agentes desafió su umbral.
La falta de mantenimiento había hecho que la Locura empezara a deteriorarse seriamente. Las luces habían dejado de funcionar en muchos de los niveles. Las paredes se habían enfriado. Los pozos de brea se habían solidificado. Sin embargo, a medida que los agentes avanzaban por las bóvedas sombrías en búsqueda de Gregorius, se encontraron con abundantes pruebas de que, a pesar de su estado de decrepitud, el Nuevo Infierno seguía funcionando perfectamente. En los hornos había cuerpos, con los rostros hinchados y negros. En muchas de las habitaciones había restos humanos sentados y atados, que habían sido agujereados, pinchados y rajados hasta la muerte.
Su terror fue aumentando con cada puerta que forzaron, con cada nueva abominación sobre la que posaron sus febriles ojos.
Dos de los cuatro que cruzaron el umbral nunca alcanzaron la cámara que había en la parte central. El terror les sorprendió por el camino y huyeron, pero todo lo que consiguieron fue caer en una emboscada en algún pasadizo sin salida y unirse a los cientos que habían perecido en la Locura desde que Satán se había instalado allí.
De los dos que finalmente descubrieron al responsable, solo uno tuvo el valor suficiente para contar la historia, aunque las escenas a las que tuvo que hacer frente allí, en el corazón de la Locura, eran casi demasiado horribles para que pudieran ser contadas.
De Satán no se encontró ningún rastro, por supuesto. Tan solo estaba Gregorius. El artífice supremo, al no encontrar a nadie para que habitara la casa que tantos sudores le había costado, la había ocupado él mismo. Tenía con él unos pocos discípulos que había reunido a lo largo de los años. Ellos, al igual que él, parecían criaturas ordinarias. Sin embargo, no había ningún instrumento) de tortura en el lugar del que no hubieran hecho uso implacable y exhaustivamente.
Gregorius no se resistió a su arresto. En realidad pareció complacido de disponer de un estrado desde el que poder jactarse de sus carnicerías. Entonces, y también más tarde en el juicio, habló abiertamente de su ambición y su apetito, y de cuánta sangre más derramaría si lo dejaban libre para que pudiera dedicarse a ello. La suficiente para ahogar todas sus creencias y falsas ilusiones, les juró. E incluso entonces, no se sentiría satisfecho. Porque Dios se estaba pudriendo en el paraíso y Satán en el abismo, así que, ¿quién iba a detenerlo?
Durante el juicio fue objeto de todo tipo de vilipendios, al igual que después en el manicomio, donde murió apenas dos meses después, en circunstancias algo sospechosas. El Vaticano borró de sus archivos todos los informes que existían sobre él, y los seminarios fundados en su impío nombre desaparecieron.
Sin embargo, había algunos, incluso entre los cardenales, que no podían sacarse de la cabeza su maldad impenitente y, en la intimidad de su incertidumbre, se preguntaban si Gregorius no habría tenido éxito con su estrategia. Si al perder toda su confianza en los ángeles (ya fueran caídos o no) no se habría convertido él mismo en uno de ellos.
O en todo lo que la tierra podía llegar a soportar de tales fenómenos.



Título original: “Down, Satan!”, 1985. Traducción de María Pilar San Román.



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