jueves, 8 de mayo de 2014

El extraño. H. P. Lovecraft.


Esa noche soñó el barón mucha aflicción; y en sueños sus huéspedes guerreros fueron largamente visitados por sombras de brujos y demonios y gusanos de la tumba.
KEATS

Desdichado aquel cuyos recuerdos de niñez sólo le traen miedo y tristeza. Desventurado aquel que sólo evoca horas solitarias en cámaras inmensas y oscuras de pardos cortinajes e hileras interminables de libros vetustos, o vigilias sobrecogidas en sombrías espesuras de árboles gigantescos, cubiertos de enredaderas, cuyas ramas retorcidas se mecen en silencio muy arriba. Ésa es la suerte que los dioses me asignaron a mí; a mí: el ofuscado, el frustrado, el quebrantado, el vacío. Y sin embargo, me siento extrañamente satisfecho, y me aferro desesperadamente a esos recuerdos secos cuando mi cerebro a veces amenaza con llegar hasta lo otro.
No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente viejo e infinitamente horrible, lleno de corredores oscuros, con unos techos altos en los que el ojo sólo distinguía sombras y telarañas. Los sillares de las galerías ruinosas estaban siempre espantosamente húmedos, y en todas partes reinaba un olor abominable, como a generaciones de cadáveres amontonados. Nunca había luz, de manera que a veces encendía velas y las miraba largamente como descanso; afuera tampoco había sol, porque los árboles llegaban mucho más arriba que la torre accesible más alta. Una torre negra había que sobrepasaba los árboles y llegaba al desconocido cielo exterior, pero tenía una parte derruida y no era posible subir salvo mediante una casi imposible escalada por su pared vertical, piedra a piedra.
He debido de vivir años en este lugar, aunque no puedo calcular cuántos. Sin duda hubo quienes atendieron mis necesidades, aunque no tengo memoria de nadie aparte de mí mismo, ni de otros seres que las ratas sigilosas y los murciélagos y las arañas. Creo que quienes cuidaron de mí debieron de ser asombrosamente viejos, porque mi primera noción de una persona viva era como yo, aunque contrahecha, consumida, y deteriorada como el castillo. Para mí no había nada grotesco en los huesos y esqueletos que cubrían algunas criptas de piedra hundidas en los cimientos. Esas cosas las tenía fantásticamente asociadas a la vida diaria, y las consideraba más naturales que las representaciones en color de seres vivos que encontraba en muchos de aquellos libros mohosos. En tales libros aprendí lo que sé. Ningún profesor me exhortó o me guió, y no recuerdo haber oído una sola voz humana en todos esos años; ni siquiera la mía; porque aunque había leído sobre el habla, jamás se me ocurrió probar a hacerlo yo mismo. Tampoco sobre mi aspecto me había formado una idea, porque no había espejos en el castillo, e instintivamente me consideraba semejante a las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía sensación de juventud porque guardaba muy pocos recuerdos.
Fuera, al otro lado del foso pútrido, y bajo los árboles mudos y oscuros, me tumbaba a menudo a soñar durante horas sobre lo que leía en los libros; y, anhelante, me representaba a mí mismo en medio de alegres multitudes en el mundo soleado de más allá del bosque interminable. Una vez intenté escapar, pero conforme me alejaba del castillo, las sombras del bosque se hacían más densas y el aire se cargaba más de solapado temor; al extremo de que regresé corriendo frenéticamente, no fuera a perderme en un laberinto de silencio tenebroso.
Así, durante interminables crepúsculos, soñaba y esperaba, aunque no sabía qué. Luego, en la sombría soledad, mis ansias de luz aumentaron a tal punto que ya no tenía sosiego, y alzaba las manos suplicantes hacia la torre negra y ruinosa que sobrepasaba el bosque y llegaba al cielo desconocido. Y finalmente resolví escalar esa torre, aun a riesgo de caer, ya que era preferible contemplar el cielo y perecer, a vivir sin haber visto el día jamás.
En el húmedo crepúsculo, subí los viejos y gastados peldaños de piedra hasta que llegué al nivel donde terminaban, y desde allí continué, agarrándome peligrosamente a pequeños asideros que conducían arriba. Espantoso y terrible era aquel cilindro de piedra de peldaños perdidos; negro, ruinoso y siniestro, con multitud de asustados murciélagos de alas silenciosas. Pero más espantosa y terrible era la lentitud con que progresaba; porque por mucho que subía, no disminuía la oscuridad de arriba, y un frío distinto, como de moho espectral y venerable, me asaltaba. Me estremecía al preguntarme por qué no llegaba a la luz, y habría mirado hacia abajo de haberme atrevido. Supuse que la noche se me había echado encima de repente, y tanteé en vano con una mano libre, buscando el alféizar de alguna ventana donde poder asomarme y tratar de calcular la altura a la que había llegado.
De pronto, después de una interminable y pavorosa ascensión a ciegas por este precipicio cóncavo y desesperado, noté que mi cabeza tocaba algo sólido; y comprendí que había llegado al techo o a alguna clase de piso. Alcé a oscuras la mano libre, probé a empujar el obstáculo, pero noté que era de piedra e inamovible. Entonces di una vuelta peligrosísima alrededor de la torre, agarrándome a los salientes que brindaba la resbaladiza pared; hasta que, probando con la mano, descubrí finalmente que la barrera cedía; y me aupé otra vez, empujando la losa o trampa con la cabeza mientras usaba las manos para este ascenso terrible. No asomó ninguna claridad arriba, y al levantar más las manos supe que mi ascensión había terminado de momento, puesto que la losa era la trampa de una abertura que daba a un plano enlosado de circunferencia más grande que el inferior: sin duda el piso de alguna amplia cámara. Salí a gatas por ella, tratando de que la pesada losa no cayese otra vez en su sitio; pero no lo conseguí. Y tumbado exhausto en el suelo de piedra, escuché los ecos sobrecogedores que despertaron su caída; pero esperaba poder levantarla cuando fuera necesario.
Juzgando que ahora me encontraba a una altura prodigiosa, muchísimo más arriba que las odiosas ramas del bosque, me levanté como pude del suelo y empecé a palpar alrededor en busca de alguna ventana desde la que poder contemplar por primera vez el firmamento y la luna y las estrellas, de cuya existencia tenía noticia por los libros. Pero me sentí defraudado en una y otra dirección, ya que lo único que encontré fueron extensas estanterías de mármol ocupadas por cajas alargadas de inquietante tamaño. Cada vez le daba más vueltas, y me preguntaba qué viejos secretos reposarían en este altísimo aposento, aislado del castillo de abajo durante siglos. Entonces, inesperadamente, mis manos tropezaron con una entrada, cerrada por una hoja de piedra con extrañas y toscas cinceladuras. Probé a abrirla, pero la encontré trabada; no obstante, con un esfuerzo supremo, vencí toda resistencia y conseguí hacerla girar hacia dentro. Y al hacerlo me embargó el más puro éxtasis que jamás había conocido: porque brillando plácidamente a través de una ornada reja de hierro, y bajo un corto pasadizo de piedra con peldaños que subían desde la abertura que acababa de encontrar, vi la radiante luna llena, que hasta ahora sólo había contemplado en sueños y en vagas visiones que no me atrevo a llamar recuerdos.
Imaginando que ahora había alcanzado el pináculo mismo del castillo, me apresuré a subir por los pocos peldaños que ascendían desde la puerta; pero el súbito ocultamiento de la luna tras una nube me hizo tropezar, y tuve que seguir despacio a tientas. Aún había mucha oscuridad cuando llegué a la reja, que empujé con cuidado y comprobé que cedía, aunque no la abrí por temor a caer desde la altura a la que había subido. Entonces salió la luna.
La conmoción más demoníaca es la de lo abismalmente inesperado, la de lo grotescamente increíble. Nada de cuanto había sufrido podía compararse en terror a lo que ahora vi, a las insólitas maravillas que comportaba la visión. En sí era tan simple como pasmosa, porque se reducía a lo siguiente: en vez de un panorama de copas de árboles visto desde una altura de vértigo, a mi alrededor se extendía, al nivel de la cancela, nada menos que el suelo firme y plano sembrado de losas y columnas de mármol, a la sombra de una antigua iglesia de piedra cuyo ruinoso campanario brillaba espectralmente a la luz de la luna.
Medio inconsciente, abrí la reja y salí tambaleante al blanco sendero de grava que se alejaba en dos direcciones. Mi cerebro, aunque sumido en el caos y la estupefacción, aún albergaba unas ansias frenéticas de luz; y ni siquiera el milagro fantástico que acababa de acontecer fue capaz de detener mi marcha. No sabía ni me importaba si esta experiencia era delirio, magia o ensueño; pero estaba determinado a contemplar la luz y la alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni qué significaba lo que veía a mi alrededor; aunque mientras avanzaba tropezando, me iba llegando a la conciencia una especie de memoria latente y espantosa que hacía que mis pasos no fuesen del todo fortuitos. Pasé bajo un arco, salí de esta región de losas y columnas, y continué a campo abierto, unas veces por el camino visible, otras dejándolo extrañamente para cruzar un prado en el que sólo algún vestigio ocasional revelaba la existencia de una calzada antigua y olvidada.
Más de dos horas debieron de transcurrir hasta que llegué a lo que parecía ser mi meta, un venerable castillo cubierto de hiedra en un parque poblado de árboles que me resultaba asombrosamente familiar y a la vez desconcertantemente extraño. Vi que tenía el foso cegado, y derruidas algunas torres que yo conocía bien, mientras que había alas nuevas que confundían al observador. Pero en lo que reparé con especial interés y deleite fue en las ventanas abiertas y rebosantes de luz, de las que salía un bullicio de animadísima fiesta. Me acerqué a mirar por una de ellas y vi gente vestida de una manera realmente singular; se divertían y hablaban con animación. Nunca había oído la voz humana hasta ahora, y sólo podía hacerme una vaga idea de lo que decían. Algunas caras me despertaban recuerdos increíblemente remotos; otras me eran totalmente extrañas.
Acto seguido entré por la ventana baja al salón deslumbrante, y al hacerlo pasé de mi instante luminoso de esperanza a la más negra y desesperada comprensión. La pesadilla iba a suceder con rapidez; porque tan pronto como entré yo se produjo uno de los espectáculos más terribles que habría podido imaginar. Apenas traspuse el alféizar, se desató entre los reunidos un miedo súbito e intenso que contrajo los rostros y arrancó los gritos más horribles de todas las gargantas. La desbandada fue general; y en medio del desconcierto y el pánico, algunas personas se desvanecieron, y sus despavoridos compañeros cargaron con ellas. Muchos se taparon los ojos con las manos y echaron a correr a ciegas tratando de huir, derribando muebles y chocando contra las paredes antes de dar con una de las múltiples puertas.
Los gritos eran espantosos; y cuando me quedé solo y ofuscado en el salón lleno de luz, escuchando las voces que se alejaban, me estremecí al pensar qué podía estar acechando invisible junto a mí. A primera vista la estancia parecía desierta; pero al dirigirme a una de las alcobas me pareció advertir en ella una presencia, un atisbo de movimiento al otro lado del marco dorado que comunicaba con otra habitación parecida. Al acercarme al arco empecé a distinguir con algo más de claridad dicha presencia; y entonces, con el primero y último sonido que he proferido jamás ―un aullido horrible que me produjo casi tanta repugnancia como su inmunda causa―, contemplé de lleno, con una nitidez espantosa, la indescriptible, la abominable monstruosidad que con su sola aparición había convertido una alegre concurrencia en una manada despavorida.
No me es posible dar siquiera una idea remota de su aspecto, porque era un compuesto de todo lo impuro, horrendo, indeseable y anormal. Era la sombra macabra de la corrupción y la desolación, la imagen pútrida y goteante de inmunda revelación; la apariencia tremenda de lo que la tierra misericordiosa debería mantener eternamente oculto. Dios sabe que no era ―o ya no era― de este mundo; aunque para mi horror veía en su figura consumida, en la que se marcaban los huesos, un remedo repulsivo de figura humana, y en su indumentaria mohosa y desintegrada, un matiz indescriptible que me estremecía aún más.
Me sentía casi paralizado, aunque no tanto como para no hacer un débil intento de huida, una torpe retirada que no consiguió romper la fascinación en que me tenía el monstruo sin nombre y sin voz. Mis ojos, dominados por los orbes vidriosos que los miraban odiosamente, se negaban a cerrarse; aunque se me habían enturbiado misericordiosamente, y distinguía de manera muy borrosa a la terrible criatura tras la primera impresión. Quise levantar la mano para no verla, pero tan embotados tenía los nervios que el brazo no obedeció del todo a mi deseo. El intento, sin embargo, bastó para hacerme perder el equilibrio, de manera que tuve que dar unos pasos adelante para no caerme. Y al hacerlo, de repente, me di cuenta con angustia de la proximidad de la carroña, cuya respiración horrenda y cavernosa casi imaginé oír. Medio loco, fui capaz no obstante de alargar la mano para detener a la fétida aparición que tan cerca tenía, cuando en ese segundo de cósmica pesadilla e infernal casualidad mis dedos tocaron la zarpa putrefacta que el monstruo extendía bajo el arco dorado.
No grité, pero los espíritus necrófagos que viajan con el viento nocturno gritaron por mí cuando en ese segundo impactó en mi conciencia una simple y fugaz avalancha de memoria anonadadora. En ese segundo comprendí lo que había ocurrido; recordé más allá del castillo y de los árboles espantosos, y reconocí el cambiado edificio en el que estaba ahora; reconocí ―lo más terrible de todo― la espantosa abominación que ahora me miraba con sorna mientras yo apartaba mis dedos de los suyos.
Pero en el cosmos hay bálsamo igual que hay aflicción, y ese bálsamo se llama nepente. En el supremo horror de ese segundo olvidé qué me había horrorizado, y el borbotón de negros recuerdos se desvaneció en un caos de imágenes refractadas. En un sueño, huí de aquella fábrica encantada y maldita, y corrí veloz y en silencio a la luz de la luna. Al llegar al lugar de las lápidas de mármol y bajar los escalones, encontré la trampa imposible de mover; pero no lo sentí, porque odiaba el antiguo castillo y los árboles. Ahora cabalgo en el viento nocturno con los espíritus necrófagos, burlescos y amistosos, y juego durante el día entre las catacumbas de Nefrén-Ka, en el valle sellado e ignoto de Hadoth, junto al Nilo. Sé que no hay luz para mí, salvo la que derrama la luna sobre las tumbas rocosas de Neb, ni ninguna alegría salvo los festines nefandos de Nitocris, bajo la Gran Pirámide; sin embargo, inmerso en este nuevo desenfreno y esta nueva libertad, casi agradezco la amargura del extrañamiento.
Porque aunque el nepente me ha calmado, sé que soy un extraño; un intruso en este siglo y entre los que aún son hombres. Lo sé desde el momento en que alargué los dedos hacia la abominación del interior del gran marco dorado, tendí los dedos, y toqué la fría y tersa superficie de cristal azogado.



Título original: “The Outsider”, 1926. Traducción de Francisco Torres Oliver.




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