jueves, 8 de mayo de 2014

El modelo de Pickman. H. P. Lovecraft.


No tienes que pensar que estoy loco, Eliot: muchos otros tienen prejuicios más raros que éste. ¿Por qué no te ríes del abuelo de Oliver, que se empeña en no subir a un automóvil? Si no me gusta ese condenado metro, es asunto mío; y, de todas maneras, hemos llegado más deprisa en taxi. Habríamos tenido que subir a pie la colina desde Park Street si hubiéramos tomado el metro.
Sé que estoy más nervioso que cuando me viste el año pasado, pero no es preciso que me amenaces con internarme en una clínica. Dios sabe que existen muchos motivos para ello, pero me parece que por fortuna estoy completamente cuerdo. ¿Por qué ese tercer grado? No solías ser tan inquisitivo.
Bueno, si has de oírlo, no sé por qué no tendrías que hacerlo. De todas maneras, tal vez debas oírlo, ya que no has dejado de escribirme como lo haría un padre afligido cuando te enteraste de que había dejado de ir al Art Club y me mantenía apartado de Pickman. Ahora que él ha desaparecido voy por el club de vez en cuando, pero mis nervios no son lo que eran.
No, no sé qué ha sido de Pickman, y prefiero no adivinarlo. Podías haberte imaginado que tenía alguna información confidencial cuando dejé de verlo; y que ése es el motivo de que no quiera pensar adónde ha ido. Dejemos que la policía averigüe lo que pueda... que no será mucho, a juzgar por el hecho de que todavía no saben nada de la vieja casa del North End que Pickman alquiló bajo el nombre de Peters. No estoy seguro de que yo mismo pudiera encontrarla de nuevo... ni de que vaya a intentarlo, ¡ni siquiera a plena luz del día! Sí, sé, o temo saber, por qué la conservaba. De eso voy a hablarte. Y creo que, antes de que haya terminado, comprenderás por qué no se lo cuento a la policía. Me pedirían que les guiara, pero yo no podría volver a aquel lugar aun cuando conociese el camino. Algo había allí... por eso ahora ya no puedo coger el metro ni (y lo mismo puedes reírte también de esto) bajar a ningún sótano.
Supongo que habrás comprendido que no dejé de ver a Pickman por las mismas razones absurdas por las que lo hicieron esas viejas remilgadas como el doctor Reid, Joe Minot o Bosworth. El arte morboso no me escandaliza, y cuando un hombre tiene el talento de Pickman considero un honor el haberlo conocido, no importa la dirección que tome su obra. Boston nunca tuvo un pintor tan magnífico como Richard Upton Pickman. Lo dije al principio y sigo diciéndolo, y no me desvié un ápice, tampoco, cuando expuso aquel “Gul alimentándose”. Aquello, como recordarás, fue el motivo por el que Minot dejó de verlo.
Tú sabes muy bien que producir cosas como las de Pickman requiere un arte profundo y una profunda comprensión de la naturaleza. Cualquier portadista de revistas de pacotilla puede pintarrajear un lienzo como un desaforado y llamarlo Pesadilla, Aquelarre de brujas o Retrato del diablo, pero sólo un gran pintor puede conseguir que aquello realmente asuste o parezca verosímil. Y ello porque sólo un auténtico artista conoce la verdadera anatomía de lo terrible o la fisiología del miedo: el tipo exacto de líneas y proporciones que se relacionan con los instintos latentes o los recuerdos hereditarios del miedo, y los adecuados contrastes de color y los efectos luminosos que provocan el sentido encubierto de lo extraño. No tengo que explicarte por qué un Fuseli nos hace realmente estremecer mientras que el frontispicio de un vulgar cuento de fantasmas sólo nos hace reír. Hay algo que esos artistas captan ―algo que trasciende a la propia vida― y que son capaces de hacernos captar por unos instantes. Doré lo tenía. Sime también. Y otro tanto puede decirse de Angarola de Chicago. Y Pickman lo tenía como nadie lo tuvo antes ni ―quiéralo el cielo― nunca volverá a tenerlo.
No me preguntes qué es lo que ven. Tú sabes que en el arte normal existe una gran diferencia entre las cosas vitales y palpitantes sacadas de la naturaleza o de modelos y esas baratijas sintéticas que los mercantilizados pintores de poca monta producen sin interrupción en un estudio vacío de acuerdo con las reglas. Bueno, debería decir que el auténtico artista de lo espeluznante tiene un tipo de visión que le permite modelar o evocar lo que significan las verdaderas escenas del mundo espectral en el que vive. En resumidas cuentas, se las arregla para obtener unos resultados que difieren de los melindrosos sueños del simulador, casi tanto como la producción del pintor de la naturaleza difiere de los pastiches del caricaturista que ha aprendido por correspondencia. Si yo hubiera visto lo que Pickman vio... pero ¡no! Tomemos algo antes de seguir adelante. ¡Pardiez, yo no estaría vivo si hubiera visto lo que aquel hombre ―si es que era un hombre― vio!
Recordarás que el fuerte de Pickman eran los rostros. No creo que desde Goya nadie haya puesto tanto del auténtico infierno en una serie de rasgos o en una expresión. Y antes de Goya, habría que remontarse a aquellos tipos del medioevo que esculpieron las gárgolas y las quimeras de Nôtre Dame y de Mont Saint-Michel. Ellos creían en toda clase de cosas... y posiblemente veían también toda clase de cosas, pues la Edad Media tuvo algunas fases extrañas. Recuerdo que en cierta ocasión le preguntaste a Pickman, el año antes de marcharte, dónde demonios conseguía semejantes ideas y visiones. ¿No te soltó una desagradable carcajada? A aquella risa se debió en parte el que Reid dejara de verlo. Como sabes, Reid acababa de empezar un curso sobre patología comparada, y no hablaba más que de pomposas «teorías confidenciales» acerca del sentido biológico o evolutivo de éste o aquel síntoma mental o físico. Decía que Pickman le repugnaba más cada día que pasaba, y que al final llegó casi a asustarlo... que sus rasgos y expresión estaban adoptando poco a poco una forma que no le gustaba, que no tenía nada de humano. Hablaba mucho sobre alimentación, y decía que Pickman era sin duda un ser anormal y excéntrico en grado sumo. Supongo que le dirías a Reid, si es que habéis tenido alguna correspondencia sobre el asunto, que había permitido que los cuadros de Pickman le crisparan los nervios o atormentaran su imaginación. Eso mismo le dije yo... entonces.
Pero recuerda que no dejé de ver a Pickman por nada de eso. Al contrario, mi admiración por él siguió creciendo; pues su “Gul alimentándose” me parecía un logro asombroso. Como sabes, el club no quiso exponerlo y el Museo de Bellas Artes no lo aceptó como donación; y puedo añadir que nadie quiso comprarlo, de modo que Pickman lo guardó en su casa hasta el día en que se marchó. Ahora lo tiene su padre en Salem... como sabes Pickman procede de una antigua familia de esa ciudad, y uno de sus antepasados fue colgado en 1692 por brujería.
Me acostumbré a visitar a Pickman con bastante frecuencia, sobre todo desde que empecé a recoger material para una monografía sobre arte fantástico. Probablemente fue su obra la que me metió la idea en la cabeza y, en todo caso, descubrí en él una mina de datos y sugerencias cuando me puse a redactarla. Me enseñó todos los cuadros y dibujos que tenía; incluso algunos bocetos a pluma que, creo sinceramente, habrían provocado su expulsión del club si muchos de sus socios los hubieran visto. Muy pronto era ya casi un adepto, y me pasaba horas enteras escuchando como un colegial teorías artísticas y especulaciones filosóficas lo bastante descabelladas como para justificar que lo internaran en el manicomio de Danvers. La veneración que sentía por mi héroe, unida al hecho de que la gente en general empezaba a tener cada vez menos trato con él, hizo que se mostrara muy confidencial conmigo; y una tarde me insinuó que si de verdad era discreto y no me hacía el remilgado, me mostraría algo muy poco corriente... algo más subido de tono que todo lo que tenía en su casa.
―Ya sabes que hay cosas ―me dijo― que no van con Newbury Street... cosas que estarían fuera de lugar aquí y que, en cualquier caso, no podrían imaginarse. Yo me dedico a captar las implicaciones del alma, y eso es algo que no encontrarás en un advenedizo conjunto de calles artificiales construidas por el hombre. Back Bay no es Boston... no es nada todavía, porque no ha tenido tiempo todavía de reunir recuerdos y atraer a espíritus urbanos. Si hay aquí algún fantasma, son los fantasmas domesticados de alguna marisma salada o gruta poco profunda; y yo necesito fantasmas humanos: los fantasmas de seres lo bastante organizados como para mirar al infierno y comprender el significado de lo que ven.
»El lugar indicado para vivir un artista es el North End. Si los estetas fueran sinceros, se conformarían con los suburbios porque allí se concentran las tradiciones. Pero ¡por Dios! ¿No te das cuenta de que lugares como ésos no han sido simplemente hechos sino que en realidad han ido creciendo? Generación tras generación, allí vivieron, sintieron y murieron, y eran tiempos en que la gente no tenía miedo de vivir, ni de sentir, ni de morir. ¿Sabías que en 1632 había un molino en Copp’s Hill, y que la mitad de las calles actuales fueron trazadas hacia 1650? Puedo mostrarte casas que se mantienen en pie después de dos siglos y medio y más; casas que han presenciado lo que haría derrumbarse a una casa moderna y la reduciría a escombros. ¿Qué sabe el hombre moderno de la vida y de las fuerzas que hay detrás de ella? Tú llamas alucinación a la brujería de Salem, pero me apostaría que la madre de la tatarabuela de mi tatarabuela podría contarte algunas cosas. La ahorcaron en Gallows Hill, bajo la mirada del mojigato de Cotton Mather. Mather, maldito sea, temía que alguien pudiera librarse de aquella condenada jaula de monotonía. ¡Ojalá alguien le hubiese hechizado o sorbido la sangre durante la noche!
»Puedo mostrarte una casa en donde él vivió, y otra en la que temía entrar a pesar de todas sus primorosas fanfarronadas. Sabía cosas que no se atrevió a incluir en aquel estúpido Magnalia ni en el pueril Wonders of the Invisible World. Escucha un momento, ¿sabías que hubo un tiempo en que en el North End había una serie de túneles a través de los cuales las casas de ciertas personas se comunicaban entre sí, y además con el cementerio y con el mar? ¡Por mucho que las procesaran y las persiguieran sin tapujos... cada día pasaban cosas que no se podían comprender y de noche se oían risas que no había manera de reconocer!
»Pues bien, de cada diez casas construidas antes de 1700 que se han conservado intactas, apostaría que en ocho podría mostrarte algo raro en el sótano. Apenas hay un mes en que no leamos que unos obreros han descubierto, al desplomarse éste o aquel edificio, bóvedas y pozos tapiados con ladrillos que no conducen a ninguna parte; sin duda verías uno el año pasado, desde el ferrocarril elevado, cerca de Henchman Street. Había brujas y lo que sus sortilegios convocaban; piratas y lo que ellos trajeron del mar; contrabandistas, corsarios... ¡y te aseguro que en los viejos tiempos la gente sabía cómo vivir, y cómo ampliar los límites de la vida! Éste no era el único mundo que un hombre audaz y hábil podía conocer... ¡quia! Y pensar que hoy en cambio, los cerebros se han reblandecido tanto que hasta un club de supuestos artistas se estremece y se convulsiona si un cuadro va más allá de los sentimientos de los contertulios de un salón de té de Beacon Street.
»Lo único que salva al presente es que su condenada estupidez le impide poner en duda el pasado de manera concluyente. ¿Qué dicen en realidad los mapas, documentos y guías acerca del North End? ¡Bah! Me comprometo a llevarte a treinta o cuarenta callejones y redes de callejuelas al norte de Prince Street, de cuya existencia no sospechan ni siquiera diez seres vivos aparte de los extranjeros que pululan por ellas. ¿Y qué saben de ellas esos extranjeros de piel morena? No, Thurber, esos antiguos lugares están repletos de espléndidos sueños y rebosan de prodigios, espanto y posibilidades de evadirse del tópico, y sin embargo no hay alma humana que los comprenda ni se beneficie de ellos. Mejor dicho, no hay más que una... ¡pues no he estado escarbando en el pasado en vano!
»Escucha, a ti te interesan esta clase de cosas. ¿Y si te dijera que tengo otro estudio allí, donde puedo captar el espíritu nocturno de antiguos horrores y pintar cosas en las que ni siquiera se me hubiera ocurrido pensar en Newbury Street? Naturalmente, no voy a ir a contárselo a esas malditas solteronas del club... empezando por Reid, maldito sea, que incluso hace correr el rumor de que yo soy una especie de monstruo que desciende por el tobogán de la evolución en sentido contrario. Si, Thurber, hace mucho tiempo decidí que había que pintar el terror de la vida, lo mismo que se pinta su belleza, de modo que hice algunas investigaciones en lugares donde tenía motivos para saber que en ellos habitaba el terror.
»Conseguí un local que no creo que hayan visto nunca más de tres hombres nórdicos aparte de mí. No está muy lejos del elevado, por lo que se refiere a la distancia, pero se encuentra a siglos de él por lo que al alma respecta. Lo alquilé a causa del extraño y viejo pozo de ladrillo que hay en el sótano... uno de esos sótanos de los que ya te he hablado. La casucha casi se está cayendo en ruinas, de modo que a nadie se le ocurriría vivir allí, y no soportaría decirte lo poco que pago por ella. Las ventanas están tapiadas, pero lo prefiero así, pues no necesito la luz del día para lo que hago. Pinto en el sótano, donde la inspiración es más intensa, pero tengo otras habitaciones amuebladas en la planta baja. El dueño es un siciliano, y lo he alquilado bajo el nombre de Peters.
»Si te animas, te llevaré allí esta noche. Creo que te gustarán los cuadros pues, como dije, en ellos se me ha ido un poco la mano. El trayecto no es largo... a veces lo hago a pie, pues no quiero llamar la atención con un taxi en semejante lugar. Podemos tomar el elevado en South Station hasta Battery Street, y desde allí no hay que andar mucho.
Bueno, Eliot, después de aquella arenga no pude hacer otra cosa que contenerme para no correr en vez de andar en busca del primer taxi libre que saliera a nuestro encuentro. Tomamos el elevado en South Station y a eso de las doce ya habíamos bajado las escaleras de Battery Street y enfilamos el viejo muelle dejando atrás Constitution Wharf. No me fijé en los cruces de calles, y no sabría decirte por dónde pasamos, pero puedo asegurarte que no fue por Greenough Lane.
Cuando giramos, fue para subir por un tramo desierto del callejón más antiguo y sucio que he visto en mi vida, con gabletes a punto de desmoronarse, pequeñas ventanas con los cristales rotos y arcaicas chimeneas que sobresalían medio derruidas en el cielo iluminado por la luna. No creo que hubiera tres casas a la vista que no estuvieran ya levantadas en tiempos de Cotton Mather; desde luego vislumbré por lo menos dos con un alero, y en cierta ocasión me pareció ver una hilera de tejados puntiagudos del olvidado estilo anterior al holandés, aunque los anticuarios dicen que ya no queda ninguno en Boston.
Desde aquel callejón, apenas iluminado, giramos a la izquierda y nos adentramos en otro igualmente silencioso y todavía más estrecho, sin ninguna luz; y en un momento me pareció que doblábamos una curva en ángulo obtuso siguiendo hacia la derecha en plena oscuridad. Poco después Pickman sacó una linterna y descubrió una puerta antediluviana de diez entrepaños, que parecía terriblemente carcomida. Abriéndola, me hizo entrar en un vestíbulo vacío cuyo revestimiento de madera de roble oscuro debió de ser magnifico en otro tiempo: sencillo, desde luego, pero que evocaba de manera emocionante los tiempos de Andros, Phipps y la brujería. Luego me hizo cruzar una puerta que había a la izquierda, encendió una lámpara de petróleo y me dijo que me acomodara como si estuviera en mi propia casa.
Pues bien, Eliot, soy lo que el hombre de la calle llamaría con toda justicia un tipo «duro», pero confieso que lo que vi en las paredes de aquella habitación me dio un buen susto. Eran los cuadros de Pickman, ya sabes a lo que me refiero ―los que no podía pintar ni siquiera exponer en Newbury Street― y tenía razón cuando dijo que se le había «ido la mano». Oye... echemos otro trago... ¡en cualquier caso lo necesito!
No tiene sentido que trate de describirte aquellos cuadros, pues el más espantoso y blasfemo horror, la más increíble asquerosidad y hediondez moral se desprendían de unas simples pinceladas completamente imposibles de expresar con palabras. No había nada en ellos de la técnica exótica que se advierte en Sidney Sime, nada de los paisajes de planetas situados más allá de Saturno ni de los hongos lunares con los que Clark Ashton Smith nos hiela la sangre. Los fondos eran en su mayoría antiguos camposantos, misteriosos bosques, arrecifes marinos, túneles de ladrillo, habitaciones con antiguos revestimientos de madera o simples sótanos de mampostería. El cementerio de Copp’s Hill, apenas a unas manzanas de la casa, era uno de sus escenarios favoritos.
La locura y la monstruosidad estaban latentes en las figuras que se veían en primer término... pues en el morboso arte de Pickman predominaba el retrato demoníaco. Estas figuras muy pocas veces eran completamente humanas, aunque con frecuencia se acercaban a lo humano en diversos grados. La mayoría de los cuerpos, aunque toscamente bípedos, tenían una postura inclinada hacia delante y un ligero aspecto canino. La textura de muchos de ellos era algo parecida a la goma y bastante desagradable al tacto. ¡Puf! ¡Todavía los estoy viendo! Se ocupaban en... bueno, no me pidas que entre en detalles. Normalmente se estaban alimentando... pero no diré de qué. A veces los mostraba en grupos en cementerios o pasadizos subterráneos, y a menudo aparecían disputándose su presa... o más bien su tesoro descubierto. ¡Y qué detestable expresividad infundía Pickman a veces a los ciegos rostros de su horrendo botín! De vez en cuando se los veía saltando desde ventanas abiertas en plena noche, o agazapados sobre el pecho de algún durmiente, acosando su garganta. Uno de los lienzos mostraba un grupo de ellos aullando alrededor de una bruja ahorcada en Gallows Hill, cuyas cadavéricas facciones guardaban un gran parecido con las de aquellos seres.
Pero no creas que fue todo ese espantoso asunto del tema y el escenario de aquellos cuadros lo que me impresionó hasta el punto de hacerme perder el sentido. No soy un niño de tres años, y he visto con anterioridad muchas cosas así. ¡Fueron los rostros, Eliot, aquellos malditos rostros, que miraban de soslayo y parecían querer salirse ansiosamente del lienzo con un verdadero aliento vital! ¡Válgame Dios, en verdad creo que estaban vivos! Aquella hechicera nauseabunda había despertado los fuegos del averno en el propio pigmento y su escoba había sido una varita que generaba pesadillas. ¡Pásame aquella garrafa, Eliot!
Había un lienzo llamado “La lección”... ¡Que el cielo se apiade de mí! ¿Por qué lo vería? Escucha... ¿te imaginas un círculo de criaturas indescriptibles con aspecto canino agachadas en un camposanto enseñando a un niño pequeño a alimentarse como ellas? El resultado de una permuta de niños al nacer, supongo... ya sabes, el viejo mito de esa gente sobrenatural que deja su prole en las cunas en sustitución de los recién nacidos humanos que roban. Pickman mostraba en el cuadro lo que les sucede a aquellos niños robados ―cómo crecen―, y en aquel momento empecé a comprender el espantoso parentesco que existía entre los rostros de las figuras humanas y las no humanas. Establecía, en todas sus gradaciones de morbosidad, un sardónico nexo evolutivo entre lo manifiestamente no humano y lo degradadamente humano. ¡Las criaturas con aspecto de perro se habían desarrollado a partir de los humanos!
Y nada más preguntarme qué haría con sus propias crías que se quedaban con los seres humanos a modo de trueque, me llamó la atención un cuadro que expresaba aquella misma idea. Se trataba de un antiguo interior puritano: una habitación de gruesas vigas con ventanas de celosía, un escaño con arcón en el asiento y mobiliario del siglo XVII bastante tosco ocupado por la familia rodeando al padre, que leía las Escrituras. Todos los rostros, excepto uno, mostraban nobleza y veneración, pero ese uno reflejaba la burla del infierno. Era el rostro de un joven, y sin duda pertenecía a un supuesto hijo de aquel piadoso padre, que en realidad estaba emparentado con las criaturas impuras. Era un niño suplantado... y, en un rasgo de suprema ironía, Pickman le había dado a sus facciones un parecido bastante apreciable con las suyas.
Para entonces, Pickman había encendido una lámpara en una habitación contigua y mantenía la puerta abierta, cortésmente, para que yo pasara, preguntándome si quería ver sus «estudios modernos». Me había sentido incapaz de comunicarle muchas de mis opiniones ―el miedo y la repugnancia me habían dejado sin habla―, pero creo que comprendió perfectamente mi estado de ánimo y se sintió muy halagado. Y ahora quiero asegurarte una vez más, Eliot, que no soy un gallina de esos que se echan a gritar en cuanto ven algo que se aparte un poco de lo habitual. Soy de mediana edad y bastante sofisticado, y supongo que con lo que viste de mí en Francia te basta para saber que no me dejo impresionar con facilidad. Recuerda también que acababa de recobrar el aliento y empezaba a acostumbrarme a aquellos espantosos cuadros que convertían la Nueva Inglaterra colonial en una especie de dependencia del infierno. Pues bien, a pesar de todo ello, aquella habitación contigua me obligó a gritar, y tuve que agarrarme al marco de la puerta para no desplomarme. El otro aposento mostraba una serie de gules y brujas que invadían el mundo de nuestros antepasados, pero lo que había en éste ¡traía el horror a nuestra propia vida cotidiana!
¡Pardiez, qué cosas pintaba aquel hombre! Había un estudio llamado “Accidente en el metro”, en el que un tropel de repugnantes criaturas subían gateando de alguna ignota catacumba a través de una grieta abierta en el suelo de la estación de metro de Boylston Street y atacaban a una multitud de gente que esperaba en el andén. Otro mostraba un baile en Copp’s Hill en medio de las tumbas, sobre un fondo actual. Había además numerosas vistas de sótanos, con monstruos que entraban sigilosamente a través de grietas y agujeros abiertos en la mampostería, enseñando los dientes mientras permanecían en cuclillas detrás de toneles o calderas a la espera de que su primera víctima descendiera por la escalera.
Un asqueroso lienzo parecía representar un corte transversal de Beacon Hill, con hormigueantes ejércitos de aquellos mefíticos monstruos abriéndose paso por escondrijos que acribillaban el suelo. Había profusas representaciones de bailes en cementerios modernos, pero lo que más me impresionó de todo, por alguna razón, fue una escena en un desconocido sótano, en donde innumerables bestias se apiñaban alrededor de una que sostenía entre las manos una conocida guía de Boston, que obviamente leía en voz alta. Todas las bestias señalaban un determinado pasaje, y sus rostros parecían crispados por una risa tan epiléptica y resonante que casi me pareció oír su diabólico eco. El título del cuadro era “Holmes, Lowell y Longfellow yacen enterrados en Mount Auburn”.
A medida que me iba tranquilizando y volvía a adaptarme a aquella segunda habitación de diabluras y morbosidad, me puse a analizar algunos aspectos de la nauseabunda aversión que me producía todo aquello. En primer lugar, me dije a mí mismo, aquellos seres me repugnaban porque ponían de manifiesto la total falta de humanidad y la insensible crueldad de Pickman. Aquel individuo debía ser un implacable enemigo de todo el género humano para regodearse tanto en la tortura mental y física y en la degradación del cuerpo humano. En segundo lugar, aquellas telas me aterrorizaban a causa de su misma grandiosidad. Su arte era un arte que convencía: al mirar los cuadros veíamos a los propios demonios y nos asustaban. Y lo más extraño del caso era que Pickman no obtenía su indudable fuerza de la elección de motivos o del empleo de lo estrafalario. Nada estaba difuminado, distorsionado ni estilizado; los contornos estaban bien definidos y eran completamente naturales, y los detalles eran precisos casi hasta la exasperación. ¡Y qué decir de los rostros!
Lo que veíamos no era simplemente la interpretación de un artista; era el mismo pandemónium, nítidamente reproducido con la más absoluta objetividad. Eso es lo que era, ¡cielos! Aquel hombre no era ni mucho menos un fantasioso o un romántico: ni siquiera trataba de ofrecernos las agitadas y llamativas imágenes fugaces que nos asaltan en los sueños, sino que reflejaba fría y sardónicamente un mundo de horror estable, mecanicista y bien organizado, que él veía en detalle, de manera intensa, directa y resuelta. Dios sabe lo que podía haber sido aquel mundo, o dónde llegó a vislumbrar Pickman las blasfemas figuras que corrían a grandes zancadas, trotaban y se arrastraban por él; pero, cualquiera que fuese la desconcertante fuente en que se inspiraban sus imágenes, una cosa era evidente: Pickman era, en todos los sentidos ―tanto en la concepción como en la ejecución―, un minucioso, esmerado y casi científico realista.
Acto seguido mi anfitrión me mostró el camino de bajada al sótano donde tenía su verdadero estudio, y me preparé para recibir alguna impresión horrible entre aquellos lienzos sin terminar. Cuando llegamos al pie de la húmeda escalera, Pickman enfocó su linterna hacia un rincón del amplio espacio abierto que quedaba junto a nosotros, descubriendo el brocal circular de ladrillo de lo que obviamente era un gran pozo excavado en el suelo de tierra. Nos acercamos y vi que debía tener un diámetro de unos cinco pies [algo más de metro y medio], y que sus paredes, de más de un pie de grosor [poco más de treinta centímetros], sobresalían unas seis pulgadas [unos quince centímetros] por encima del nivel del suelo... una sólida construcción del siglo XVII, si no me equivocaba. Aquello, me dijo Pickman, era una de esas cosas de las que había estado hablando antes: una abertura de la red de túneles que solían socavar la colina. Observé despreocupadamente que el pozo no parecía estar tapiado con ladrillos, y que un pesado disco de madera constituía aparentemente su única cubierta. Pensando en las cosas con las que aquel pozo debía haber estado en contacto si las disparatadas sugerencias de Pickman no habían sido mera retórica, me estremecí ligeramente; luego volví a seguirle, subimos un escalón y atravesamos una estrecha puerta que daba a una habitación de tamaño mediano, provista de un suelo de madera y amueblada como un estudio. Un aparato de gas acetileno suministraba la luz necesaria para trabajar.
Los cuadros inacabados, montados en caballetes o apoyados contra la pared, eran tan horrorosos como los terminados que había visto en el piso de arriba, y revelaban la meticulosidad con que trabajaba el artista. Las escenas estaban esbozadas con sumo cuidado, y las pautas trazadas a lápiz ponían de manifiesto la minuciosa exactitud con que Pickman trataba de conseguir la perspectiva y las proporciones correctas. Era un gran pintor... lo digo incluso después de saber todo lo que sé. Me llamó la atención una gran cámara fotográfica que había sobre una mesa, y Pickman me dijo que la utilizaba para fotografiar escenarios que le sirvieran de fondo para sus cuadros, de modo que podía pintar a partir de fotografías sin salir del estudio, evitando así tener que desplazarse con su equipo por toda la ciudad en busca de un paisaje determinado. Opinaba que una fotografía era tan buena para apoyar su trabajo como cualquier escenario o modelo reales, y confesó que las empleaba habitualmente.
Había algo muy preocupante en los nauseabundos bocetos y en las monstruosidades a medio terminar que lanzaban maliciosas miradas desde todas partes de la habitación y, cuando Pickman descubrió de pronto un enorme lienzo en la pared más alejada de la luz, por mucho que lo intenté no pude contener un fuerte grito... el segundo que había proferido aquella noche. Resonó una y otra vez a través de las oscuras bóvedas de aquel antiguo y salitroso sótano, y tuve que realizar un tremendo esfuerzo para no estallar en una histérica carcajada. ¡Dios misericordioso! Eliot, no sé cuánto había de real y cuánto de febril fantasía en todo aquello. ¡No me parecía que un sueño como aquél fuera posible en este mundo!
El cuadro representaba una colosal e indescriptible monstruosidad de fulminantes ojos rojos, que sostenía en sus huesudas garras algo que debió haber sido un hombre, y le roía la cabeza como un chiquillo mordisquea un pirulí. Estaba en cuclillas, y al mirarlo parecía como si de un momento a otro fuera a soltar su presa para ir en busca de un bocado más jugoso. Pero, ¡maldita sea!, no era aquel diabólico motivo la imperecedera fuente de pánico... ni aquel rostro perruno de orejas puntiagudas, ojos inyectados en sangre, nariz chata y labios babeantes. Ni tampoco aquellas garras escamosas, ni el cuerpo de moho apelmazado, ni los pies semiungulados... nada de eso, aunque cualquiera de aquellas características habría bastado para volver loco a un hombre impresionable.
Era la técnica, Eliot... ¡aquella maldita, impía y contranatural técnica! Nunca en toda mi vida había visto plasmado en un lienzo el aliento vital de forma tan real. El monstruo tenía tal presencia ―fulminaba con la mirada y roía alternativamente― que comprendí que sólo una suspensión de las leyes de la naturaleza podía llevar a un hombre a pintar una cosa como aquélla sin un modelo... sin haber vislumbrado ese mundo inferior que ningún mortal no vendido al demonio ha visto nunca.
Prendido con una chincheta a una parte sin pintar del lienzo había un trozo de papel muy abarquillado... probablemente, pensé, sería una fotografía que Pickman tenía la intención de utilizar para pintar un fondo tan horroroso como la pesadilla que iba a realzar. Alargué el brazo para estirarlo y echarle una ojeada, cuando de pronto Pickman se sobresaltó como si le hubiera dado una punzada. Había estado escuchando con especial atención desde que mi grito de horror despertase insólitos ecos en el oscuro sótano, y ahora parecía estar sobrecogido por un miedo que, sin ser comparable al mío, era más físico que espiritual. Sacó un revólver y me indicó con la mano que me callara, y acto seguido salió al sótano principal y cerró la puerta tras él.
Creo que me quedé paralizado durante unos instantes. Imitando a Pickman agucé el oído, y me pareció oír un leve sonido como si alguien correteara en alguna parte, y una serie de chillidos o gemidos en una dirección que no pude determinar. Pensé en enormes ratas y me estremecí. Luego se oyó una especie de ruido apagado que de alguna manera me puso la carne de gallina... una especie de sigiloso y vacilante ruido, aunque me sería imposible tratar de expresarlo en palabras. Era como si una pesada madera hubiese caído sobre piedra o ladrillo... madera sobre ladrillo... ¿qué me sugería aquello?
Se oyó de nuevo el ruido, y esta vez más fuerte. Hubo una vibración como si la madera hubiese caído más lejos de lo que había caído antes. Después de aquello siguió un sonido chirriante y agudo, unos confusos y atropellados gritos de Pickman y la atronadora descarga de las seis recámaras de un revólver, disparadas espectacularmente como un domador de leones podría disparar al aire para impresionar al público. A continuación, un chillido o graznido amortiguado, y un golpe sordo. Luego, más chirridos producidos por la madera y el ladrillo, una pausa y la apertura de la puerta... ante lo cual, lo confieso, me sobresalté enormemente. Pickman reapareció con su arma todavía humeante, maldiciendo a las abultadas ratas que infestaban el antiguo pozo.
―El diablo sabrá lo que comen, Thurber ―dijo, enseñando los dientes―, pues esos arcaicos túneles comunican con cementerios, guaridas de brujas y llegan hasta el litoral. Pero sea lo que fuere, se les ha debido acabar, pues estaban sumamente ansiosas por salir. Tus gritos las despertaron, supongo. Será mejor andar con precaución por estos andurriales: nuestros amigos roedores son el único inconveniente, aunque a veces pienso que su presencia constituye una evidente ventaja pues le dan una cierta atmósfera y colorido.
Bueno, Eliot, aquél fue el final de la aventura nocturna. Pickman había prometido enseñarme el lugar, y bien sabe Dios que lo hizo. Me sacó de aquel laberinto de callejones por otra dirección al parecer, pues cuando vimos la luz de una farola nos encontrábamos en una calle que me resultaba familiar, con monótonas hileras de bloques de viviendas y viejos caserones. Resultó ser Charter Street, aunque yo estaba demasiado nervioso para darme cuenta de adónde habíamos llegado. Era ya demasiado tarde para tomar el elevado, y regresamos a pie al centro de la ciudad atravesando Hanover Street. Recuerdo muy bien aquel paseo. Nos desviamos en Tremont, subimos por Beacon, y Pickman me dejó en la esquina de Joy, donde me despedí. No he vuelto a hablar con él.
¿Por qué dejé de ver a Pickman? No seas impaciente. Espera que llame para que nos traigan café. Hemos tomado bastante de lo otro, y yo por lo menos necesito beber algo. No... no fueron los cuadros que vi en aquel lugar; aunque juraría que ellos serían motivo suficiente para que le hicieran el vacío a Pickman en nueve de cada diez hogares y clubes de Boston, y supongo que ahora comprenderás por qué evito los metros o los sótanos. Fue... algo que encontré en mi abrigo a la mañana siguiente. Ya sabes, el papel arrugado prendido con chinchetas a aquel espantoso lienzo del sótano; lo que tomé por una fotografía de algún escenario que Pickman se proponía utilizar como fondo para el cuadro de aquel monstruo. El último susto de Pickman se produjo cuando yo iba a desenrollar el papel, y al parecer lo arrugué y me lo metí distraídamente en el bolsillo. Pero aquí llega el café... tómatelo puro, Eliot, si eres sensato.
Sí, aquel papel fue el motivo de que dejara de ver a Pickman; Richard Upton Pickman, el más grande artista que he conocido... y el ser más detestable que haya traspasado nunca los límites de la vida para adentrarse en los abismos del mito y la locura. El viejo Reid tenía razón, Eliot: Pickman no era estrictamente humano. O bien nació bajo una influencia maligna, o encontró la forma de abrir la puerta prohibida. Ya da lo mismo, pues desapareció... regresó a aquella increíble oscuridad que a él le gustaba frecuentar. Ahora será mejor que encendamos el candelabro.
No me pidas que te explique, o siquiera que haga conjeturas acerca de lo que quemé. Tampoco me preguntes qué había tras aquella especie de topos que gateaban que Pickman tenía tanto interés en hacer pasar por ratas. Hay secretos que pueden proceder de la época de la antigua Salem, y Cotton Mather cuenta cosas todavía más extrañas. Ya sabes lo condenadamente vivos que parecían los cuadros de Pickman... cómo nos preguntamos todos más de una vez dónde conseguía aquellos rostros.
Bueno... después de todo, aquel papel no era la fotografía de ningún fondo. Lo que mostraba era simplemente el ser monstruoso que estaba pintando en aquel atroz lienzo. Era el modelo que estaba utilizando... y el fondo no era sino la pared del estudio del sótano pintada con todo detalle. Por el amor de Dios, Eliot, aquella fotografía estaba tomada del natural.



Título original: “Pickman’s Model”, 1927. Traducción de Juan Antonio Molina Foix.




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