domingo, 11 de mayo de 2014

El sabueso. H. P. Lovecraft.


I

En mis torturados oídos suena sin cesar una pesadilla de aleteos y convulsiones, y un aullido lejano y apenas perceptible, como de algún sabueso gigantesco. No se trata de un sueño ―y tampoco, me temo, de la demencia―, pues han sucedido demasiadas cosas como para poder refugiarme en estas dudas piadosas. St. John es ahora un cadáver descuartizado; sólo yo sé por qué, y por eso estoy a punto de saltarme la tapa de los sesos, por temor a acabar de la misma forma. Abajo, entre corredores sombríos e ilimitados de ultraterrena fantasía, se arrastra la negra e informe Némesis que me incita al suicidio.
¡Que el cielo me perdone la locura y la morbosidad que nos empujó a ambos a tan monstruoso destino! Aburridos de la monotonía de un mundo prosaico, donde incluso los goces de la aventura y la ensoñación se acaban pronto, St. John y yo habíamos seguido con entusiasmo todos los movimientos estéticos e intelectuales que prometían alivio a nuestro devastador hastío. En su momento hicimos nuestros los enigmas de los simbolistas y el éxtasis de los prerrafaelistas, pero enseguida las nuevas modas perdían toda su divertida novedad y atractivo. Sólo la sombría filosofía de los decadentes continuó atrayéndonos, y sólo la encontramos poderosa incrementando gradualmente la hondura y perversidad de nuestras penetraciones. Baudelaire y Huysmans pronto perdieron todo su encanto, hasta que al fin sólo nos quedaron los estímulos más directos producidos por experiencias o aventuras antinaturales. Esta necesidad extrema de emociones fuertes fue la que nos llevó a emprender aquella trayectoria detestable que, incluso en mi presente estado de pavor, rememoro con vergüenza y timidez... esa atrocidad desmedida y espantosa que es la abominable práctica del saqueo de tumbas.
No puedo revelar los detalles de nuestras espeluznantes excursiones, ni catalogar, aunque fuera parcialmente, los más horribles trofeos que adornan el inclasificable museo que reunimos en la enorme mansión de piedra donde ambos residíamos, solos y sin servidumbre. Nuestro museo era un lugar blasfemo e inconcebible en el que, con el placer satánico de un coleccionista neurótico, habíamos ido atesorando un universo de horror y decadencia que excitaba nuestra hastiada sensibilidad. Se trataba de un recinto secreto excavado en las profundidades de la casa, donde gigantescos demonios alados de ónice y basalto vomitaban de sus enormes fauces abiertas una extraña luz verde anaranjada, con unos tubos neumáticos que se contorsionaban en una danza mortal y caleidoscópica entre las filas de seres esqueléticos que, cogidos de la mano, estaban entretejidos en los monumentales y negros tapices. Por aquellos tubos manaban, cuando así lo deseábamos, los aromas que más se adecuaran a nuestro estado de ánimo: el lánguido perfume de los lirios funerarios, a veces; otras, la hipnótica fragancia del incienso que flota en imaginados santuarios orientales dignos de un rey fallecido; y otras más ―¡cómo tiemblo al recordarlo!―, el hedor repugnante y embriagador de las tumbas saqueadas.
Alrededor de los muros de esta cámara nauseabunda se alineaban los féretros de antiguas momias alternados con otros de cuerpos recientes y con aspecto de estar casi vivos, perfectamente disecados y tratados por el arte de la taxidermia, y lápidas usurpadas de los cementerios más viejos del mundo. Unos nichos diseminados por ciertos sitios mostraban calaveras de toda índole y cabezas en distintos grados de descomposición. Allí podían encontrarse los cráneos podridos y pelados de los más famosos nobles, así como las frescas y radiantes cabezas doradas de niños recién enterrados. También había estatuas y pinturas, algunas ejecutadas por St. John y yo mismo, y todas eran de temas demoníacos. Una carpeta sellada, encuadernada en piel humana, contenía ciertos dibujos desconocidos e innominables que se rumoreaba habían sido obra de Goya, aunque éste jamás se había atrevido a reconocerlos. Había unos nauseabundos instrumentos musicales de cuerda, latón y madera, con los que St. John y yo a veces producíamos disonancias de exquisita morbosidad y espeluznantes cacofonías; mientras que en una multitud de vitrinas talladas en ébano descansaba la más increíble e inimaginable variedad de trofeos sepulcrales jamás acaparados por la locura y perversidad humana. Y es de este botín en particular de lo que no debo hablar... ¡Gracias a Dios tuve el valor de destruirlo mucho antes de pensar en destruirme a mí mismo!
Las excursiones de rapiña en las que nos hicimos con nuestros abominables tesoros fueron siempre un acontecimiento artísticamente memorable. No éramos vulgares saqueadores, y tan sólo actuábamos bajo ciertos estados de ánimo, paisaje, ambiente, climatología, época del año y fase lunar. Aquellos pasatiempos resultaban para nosotros la forma más exquisita de expresión estética, y poníamos en cada detalle un fastidioso cuidado técnico. Una hora inapropiada, un efecto de luz discordante, o la torpe manipulación de una tierra demasiado húmeda, podían dar al traste con la consiguiente sensación de estático arrobamiento que seguía a la exhumación de ciertos secretos ominosos y burlescos extraídos de la tierra. Nuestra búsqueda de nuevos escenarios y punzantes sensaciones resultaba febril e insaciable... St. John siempre fue el líder, y también era él quien iba delante cuando llegamos a aquel lugar despreciable y maldito que nos acarreó una espantosa e inevitable condenación.
Pero ¿por qué maligna fatalidad fuimos atraídos a aquel terrorífico cementerio holandés? Creo que fueron los sombríos rumores y leyendas, los relatos acerca de alguien que había sido enterrado cinco siglos antes, y que en sus tiempos también había sido un profanador que había robado un poderoso objeto de una sepultura muy rica. Aún puedo recordar las imágenes de aquellos momentos finales... la lánguida luna otoñal que iluminaba las tumbas, proyectando sombras largas y terribles; los árboles grotescos que se inclinaban lúgubres hasta rozar la hierba descuidada y las carcomidas losas; las vastas legiones de murciélagos colosales que se recortaban volando contra la luz de la luna; la vetusta iglesia cubierta de hiedra que apuntaba un dedo enorme y espectral hacia los cielos desvaídos; los insectos fosforescentes que danzaban como fuegos fatuos sobre los tejos, en un lejano rincón; el hedor a moho, a plantas putrefactas y a otras cosas menos clasificables que se entremezclaba débilmente con la brisa nocturna procedente de los distantes mares y pantanos; y lo peor de todo, los débiles y profundos aullidos de una especie de sabueso gigantesco que no podíamos ver ni situar. Nos estremecimos al escuchar aquel gruñido y recordar las historias de los campesinos, pues aquel a quien buscábamos había sido encontrado en este mismo lugar varios siglos antes, mordido y descuartizado por los colmillos y garras de una bestia innombrable.
Recuerdo cómo excavamos la tumba del profanador con nuestras palas, y cómo nos estremecíamos ante nuestra propia imagen, el sepulcro, la lánguida y vigilante luna, las sombras terribles, los grotescos árboles, los titánicos murciélagos, la vetusta iglesia, los inquietos fuegos fatuos, los fétidos hedores, el suave gemido de la brisa nocturna, y el extraño, casi inaudible e indeterminado ladrido, de cuya existencia real apenas podíamos estar seguros. Entonces tropezamos con una sustancia más dura que la tierra húmeda, y descubrimos una caja oblonga y podrida, encostrada por los sedimentos minerales de una tierra largamente imperturbada. Era muy resistente y gruesa, pero tan vieja que al fin pudimos abrirla haciendo palanca y deleitar nuestros ojos con su contenido.
Era mucho ―sorprendentemente mucho― lo que quedó de aquella cosa, a pesar de los quinientos años transcurridos. El esqueleto, aunque deformado en parte por las fauces de la bestia que lo había matado, se conservaba unido con sorprendente firmeza, y nos deleitamos ante la contemplación de la blanca y limpia calavera, y de sus largos y recios dientes, y de sus vacías cuencas oculares que antaño habían brillado con la misma demencia con la que ahora brillaban las nuestras. En el ataúd había un amuleto de un curioso y exótico diseño, que en apariencia había estado enrollado alrededor del cuello del difunto. Se trataba de una figura convencional que representaba a un sabueso alado y en cuclillas, o a una especie de esfinge con rostro semicanino, y estaba exquisitamente tallado, al gusto del antiguo arte oriental, en una pequeña pieza de jade verde. La expresión de sus facciones era en extremo repugnante, y hablaba a un mismo tiempo de muerte, bestialidad y malevolencia. Alrededor de la base había una inscripción en caracteres que ni St. John ni yo pudimos identificar; y debajo, como si fuera la firma del artesano, había tallada una grotesca y formidable calavera.
Nada más descubrir el amuleto supimos que tenía que ser nuestro, que aquel simple tesoro era el lógico botín por la profanación del arcaico sepulcro. Y aunque su diseño fuera insólito, ansiábamos poseerlo; pero cuando lo estudiamos con mayor detenimiento descubrimos que no nos era del todo extraño. En verdad se trataba de un objeto extraordinario, desconocido para el arte y la literatura a la que están habituados los estudiosos equilibrados y sensatos; pero nosotros lo reconocimos como la criatura a la que alude el árabe loco Abdul Alhazred en el prohibido Necronomicon: el espantoso signo espiritual del culto a los devoradores de cadáveres de la inaccesible Leng, en el Asia Central. Demasiado bien conocíamos los siniestros rasgos descritos por el viejo demonólogo árabe; rasgos que, según sus propios comentarios, fueron copiados de una sombría y sobrenatural manifestación de las almas de quienes turbaron y royeron a la muerte.
Nos apoderamos del objeto de jade verde, echamos una última mirada al rostro lívido y cavernoso de su dueño y cubrimos la sepultura, dejándola como al principio. Mientras nos alejábamos precipitadamente del abominable lugar, con el amuleto robado en el bolsillo de St. John, vimos que los murciélagos descendían en bandada sobre la tierra que acabábamos de profanar, como si buscaran algo impuro y maldito con lo que alimentarse. Pero la luz de la luna era débil y lánguida, y no pudimos estar seguros.


II

Menos de una semana después de nuestro regreso a Inglaterra, empezaron a suceder varios hechos extraños. Vivíamos como reclusos, solos, sin amigos ni sirvientes, confinados en unas pocas habitaciones de una antigua mansión solariega levantada sobre un páramo inhóspito y desolado; de manera que raras veces nuestra puerta era turbada por la llamada de un visitante. Y sin embargo, ahora empezó a trastornarnos lo que parecía una especie de manoteos torpes y bastante frecuentes que se oían por las noches, y no sólo en las puertas sino también en las ventanas, tanto en las de arriba como en las de abajo. Una de las veces, creímos ver un cuerpo grande y opaco que oscurecía la ventana de la biblioteca por la que penetraba la luz de la luna, y otra nos dio la sensación de haber escuchado un zumbido o aleteo no muy lejos de esa misma ventana. En ambas ocasiones, nuestras pesquisas no dieron resultado, y empezamos a achacar todos estos acontecimientos a nuestra imaginación, a esa misma imaginación angustiosa que aún prolongaba en nuestros oídos aquel lejano y débil aullido que creíamos haber escuchado en el cementerio holandés. El amuleto de jade descansaba ahora en un nicho de nuestro museo, y a veces encendíamos unas velas que desprendían extrañas fragancias frente a él. Leímos mucho acerca de sus propiedades en el Necronomicon de Alhazred, y supimos de las relaciones existentes entre las almas de los devoradores de cadáveres y los objetos que las representaban; y lo que leímos nos llenó de intranquilidad. Entonces llegó el horror.
La noche del 24 de septiembre de 19... oí un golpe en la puerta de mi habitación. Pensando que era St. John, le dije que entrara, pero la única contestación que obtuve fue una carcajada estridente. No había nadie en el pasillo. Cuando desperté a St. John de su sueño, manifestó que no sabía absolutamente nada del asunto, y empezó a asustarse tanto como yo. Fue aquella noche cuando los lánguidos y lejanos ladridos del páramo se convirtieron para nosotros en una realidad autentica y pavorosa. Cuatro días después, mientras nos encontrábamos en nuestro oculto museo, percibimos un rasguear apagado y cauteloso sobre la puerta que conducía a la escalera secreta de la biblioteca. Nuestra alarma se vio ahora dividida, ya que a nuestro miedo a lo desconocido, se superponía también el temor que siempre habíamos tenido a que se descubriese nuestra espeluznante colección. Apagamos todas las luces, nos acercamos a la puerta y la abrimos de golpe; en ese mismo instante sentimos una incomprensible ráfaga de viento, y escuchamos una extraña mezcla de susurros, risitas y parloteos que parecían perderse en la lejanía. No nos atrevimos a determinar si estábamos locos, si soñábamos o si habíamos perdido el juicio. Tan sólo nos percatamos, con la más sombría inquietud, de que aquella cháchara aparentemente incorpórea había sido pronunciada, sin ningún género de dudas, en holandés.
Desde entonces, vivimos sumidos en un horror y en una fascinación que se fueron incrementando con el paso de los días. En general, nos aferrábamos a la teoría de que ambos nos estábamos volviendo locos a causa de nuestra vida repleta de emociones antinaturales, pero a veces nos complacía pensar de una manera más dramática, y nos considerábamos las víctimas de una maldición terrible y estremecedora. Las manifestaciones sobrenaturales se producían ahora con demasiada frecuencia como para poderlas enumerar. Nuestra solitaria mansión parecía bullir con la presencia de una criatura maligna cuya naturaleza no nos resultaba posible determinar, y todas las noches escuchábamos aquellos ladridos diabólicos viajando sobre las brisas del páramo, unos ladridos que cada vez sonaban más fuerte. El 29 de octubre descubrimos una serie de huellas indescriptibles sobre la tierra blanda que había debajo de la ventana de la biblioteca. Resultaban tan desconcertantes como las hordas de enormes murciélagos que habían invadido la vieja mansión solariega en un número insólito y cada vez mayor.
El horror llegó a su cenit la noche del 18 de noviembre, cuando St. John fue atacado, mientras al anochecer caminaba de regreso a casa desde la lejana estación de ferrocarril, y descuartizado por una espantosa bestia carnívora. Sus gritos alcanzaron la casa, y pude llegar corriendo al lugar de los hechos con el tiempo justo para escuchar el batir de unas alas y ver la silueta de una criatura imprecisa y oscura que se recortaba contra la luna creciente. Mi amigo agonizaba cuando me dirigí a él, y no pudo emitir una respuesta coherente. Todo lo que hizo fue susurrar: «El amuleto... el maldito amuleto...» Acto seguido expiró, convertido en un amasijo inerte de carne descuartizada.
Le enterré a la noche siguiente en uno de nuestros descuidados jardines, y entoné sobre su tumba uno de los rituales diabólicos con los que tanto había disfrutado en vida. Y cuando pronunciaba el último párrafo infernal, escuché a lo lejos, sobre el páramo, los lánguidos aullidos de un gigantesco sabueso. La luna estaba alta en el cielo, pero no me atreví a mirarla. Y cuando vi una sombra imprecisa y enorme que saltaba de montículo en montículo sobre el páramo débilmente iluminado, cerré los ojos y me tiré al suelo boca abajo. Al levantarme temblando, sin saber cuánto tiempo había transcurrido, me dirigí a trompicones hacia la casa e hice una serie de espeluznantes reverencias ante el entronizado amuleto de jade verde.
Aterrorizado ante la idea de vivir completamente solo en la vetusta mansión del páramo, me trasladé a Londres al día siguiente, llevándome el amuleto, y tras quemar y enterrar el resto de la impía colección del museo. Pero a la tercera noche volví a escuchar los ladridos, y antes de que pasara una semana sentí que unos ojos extraños me observaban en cuanto oscurecía. Un atardecer, mientras paseaba por el Muelle Victoria respirando un poco de aire fresco, vi una sombra negra que oscurecía una de las luces de las farolas que se reflejaban en el agua. Sentí una ráfaga de viento más fuerte que la habitual brisa nocturna, y supe que lo que le había sucedido a St. John iba a sucederme también a mí.
Al día siguiente envolví cuidadosamente el amuleto de jade verde y zarpé hacia Holanda. No sabía a ciencia cierta si conseguiría el perdón restituyendo aquel objeto a su dormido y silencioso propietario, pero sentía que debía actuar de una manera lógica y consecuente. Qué era el sabueso, y por qué me perseguía, eran cuestiones que aún no podía precisar; pero fue en aquel vetusto cementerio donde oí los ladridos por primera vez, y todos los acontecimientos sucesivos incluidas las últimas palabras de St. John, me habían servido para relacionar la maldición con el robo del amuleto. Por lo tanto, me hundí en el más profundo abismo de la desesperación cuando, en la posada de Rotterdam, descubrí que los ladrones me habían despojado de mi único medio de salvación.
Los ladridos sonaron muy fuerte aquella noche, y a la mañana siguiente me enteré de que en el barrio más sórdido de la ciudad había tenido lugar un espeluznante homicidio. La chusma estaba aterrorizada, ya que sobre una de las miserables casas de vecinos se había abatido una muerte roja que superaba cualquiera de los crímenes anteriores que se habían cometido en el vecindario. En una sórdida guarida de ladrones, una familia entera había sido descuartizada por una bestia desconocida que huyó sin dejar rastro, y los que vivían cerca del lugar habían oído durante toda la noche, y por encima del griterío habitual de los borrachos, unos ladridos lánguidos, guturales y pertinaces, como de un sabueso gigantesco.
Así que por fin me encontré de nuevo en el malsano cementerio donde una pálida luna invernal dibujaba unas sombras pavorosas, y los árboles desnudos se inclinaban hoscamente para rozar la hierba escarchada y las decrépitas sepulturas, y la iglesia cubierta de hiedra apuntaba su dedo sarcástico hacia un cielo hostil, y el viento nocturno gemía locamente sobre los pantanos helados y los gélidos océanos. Los ladridos sonaban entonces muy débiles, y cesaron por completo cuando me acerqué a la antigua sepultura que anteriormente había profanado y espanté a la extrañamente numerosa horda de murciélagos que habían estado revoloteando sobre ella.
No sé por qué fui hasta allí, sino para rezar y farfullar súplicas descabelladas, y para pedir perdón a la cosa lívida y silenciosa que reposaba en su interior; pero, fueran cuales fueran mis intenciones, ataqué la tierra medio helada con una desesperación que en parte era propia y en parte estaba provocada por una fuerza superior totalmente ajena a mí. La excavación resultó mucho más sencilla de lo que había esperado, aunque en un determinado momento fui interrumpido por un curioso acontecimiento: un buitre escuálido que descendió precipitadamente del frío cielo y se puso a picotear con frenesí la tierra de la sepultura hasta que lo maté golpeándolo con la pala. Por fin me topé con la caja oblonga y carcomida, y retiré la nitrosa cubierta. Ése fue el último acto consciente que realicé a partir de entonces.
Porque acurrucado en el interior de aquel ataúd centenario, rodeado de un abigarrado séquito de enormes, nervudos y dormidos murciélagos, yacía el huesudo ser al que mi amigo y yo habíamos robado; y no se encontraba limpio y plácido como lo habíamos visto la primera vez, sino cubierto de costras de sangre y espeluznantes jirones de carne y pelos, y me miraba pleno de consciencia desde sus órbitas fosforescentes, con sus afiladas y sanguinolentas fauces entreabiertas en una sonrisa que se mofaba de mi segura condenación. Y cuando de aquella boca sonriente surgió un aullido profundo y sardónico, como el de un gigantesco sabueso, y vi que en su zarpa sangrienta y roñosa sujetaba el maldito amuleto perdido de jade verde, me puse a gritar y eché a correr como un idiota, y mis gritos pronto se disolvieron en histéricas carcajadas.
La demencia cabalga sobre el viento de las estrellas... sus garras y colmillos se afilan en los cadáveres centenarios... una muerte goteante se sienta a horcajadas sobre una bacanal de murciélagos que se alzan de las negras ruinas nocturnas de los soterrados templos de Belial... Y ahora, mientras los ladridos de esa monstruosidad descarnada se hacen cada vez más fuertes, y los furtivos revoloteos de esas malditas bestias aladas se cierran en torno a mí, me valdré de mi revólver para obtener el olvido, que es mi único refugio para escapar de lo innominado y de lo innominable.



Título original: “The Hound”, 1925. Traducción de José María Nebreda.




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